martes, 27 de diciembre de 2011

Artículos de apologética: El nombre de cristiano


¿CRISTIANOS?

Hoy escuchamos hablar mucho de los ‘cristianos’ en los medios de comunicación y en las conversaciones cotidianas. Hasta se oye decir erróneamente a los católicos: “Yo no soy cristiano, sino católico” o “Tengo un amigo que es cristiano”. El término en nuestros días no es ya un término que hable de un grupo en específico debido a que muchos grupos religiosos aún con creencias opuestas dicen ser ‘cristianos’.

A los cristianos, que lo son sólo nombre, que viven lo que este nombre significa se dirige el poeta dramaturgo con esta estrofa: ¡Oh tristes ciegos mundanos, ved cuánta es vuestra maldad! Tenéis nombre de cristianos, y las obras de paganos, y peores en verdad (Hurtado de Toledo). Lo cual no es más que la versión de unas palabras del Apocalipsis: “Tienes el nombre de vivo, y estás muerto” (Apocalipsis 3,1)

Pero eso tan negativo nos interesa poco, aunque lo sintamos. Nosotros queremos mirar la realidad grande que esconde nuestro nombre de cristianos. El Catecismo de la Iglesia Católica (2158-2159), hablando del nombre recibido en el Bautismo, nos dice: “Dios llama a cada uno por su nombre. El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva”.

Tiende después el Catecismo la mirada al más allá definitivo, y sigue: “El nombre recibido es un nombre de eternidad. En el reino de Dios, el carácter misterioso y único de cada persona marcada con el nombre de Dios brillará a plena luz”. Y lo confirma con estas palabras preciosas del Apocalipsis: “Al vencedor... le daré una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe”.



1. EN REALIDAD, ¿QUÉ QUIERE DECIR CRISTIANO?



La sabemos todos muy bien. Cristiano es el nombre que luce el que sigue a Cristo. Más todavía: es el nombre del que es Cristo. Ser Cristo es mucho más que seguir a Cristo.

No es ningún atrevimiento eso de decir que somos Cristo. Porque Cristo nos ha unido por el Bautismo de tal manera a Sí mismo, que de Él y nosotros no ha hecho más que un solo Cristo, lo que llamamos en la Iglesia el Cristo entero, el Cristo total.

Jesús, Cabeza, y nosotros, miembros, formamos el Cuerpo Místico de Cristo, como repetimos tantas veces siguiendo la doctrina que nos expuso, de manera genial, aparte de inspirada por Dios, el apóstol San Pablo. Aparece por primera vez en la Biblia en Hechos 11, 26: “En Antioquía fue donde por primera vez se llamó a los discípulos [de Jesús] “cristianos”; y otras dos veces en Hechos 26, 28 y 1 Pedro 4, 16. Después aparece en los escritos de historiadores antiguos que se refieren con este nombre a los discípulos del Señor. Por ejemplo Tácito (Anales XV 44): “Aquél de quien procede ese nombre [de cristianos], Cristo, fue entregado al suplicio siendo emperador Tiberio por el procurador Poncio Pilato”.

‘Cristianismo’ es la doctrina y el modo de vida de los que creen en Cristo, tal y como fue predicado desde los primeros tiempos de la Iglesia. A lo largo del tiempo cuando de la iglesia única se separaban grupos con su particular interpretación de la Biblia y las enseñanzas de Jesús, se les fueron dando nombres que los relacionaban con su fundador o sus enseñanzas.

Por ejemplo, los montanistas (siglo II), por su líder Montano, los arrianos (siglo IV), por Arrio de Alejandría, los maniqueos (siglo III y IV), por Mani, los docetistas (S.I) por su enseñanza de que la carne de Jesús no era real sino aparente (‘dokesis’ quiere decir en griego ‘apariencia’).

Posteriormente los luteranos en el S. XVI, por seguir las tesis de Lutero, los calvinistas por Calvino, los presbiterianos por su forma de gobierno eclesial que se funda en un consejo de ancianos (presbíteros), los metodistas del S. XVIII, por el apodo que les pusieron gracias a su vida "metódica", los bautistas desde el S. XVI por su énfasis en el rebautismo o el bautismo sólo de los adultos. Los pentecostales de principios del S. XX, por su énfasis en la recepción del Espíritu Santo y sus dones como en Pentecostés.

Desde los luteranos hasta ahora se conoce a los grupos que han surgido de la Reforma del siglo XVI o se nutren de sus ideas genéricamente como ‘evangélicos’, que quiere decir ‘lo que tiene que ver con el evangelio’. De San Francisco de Asís se decía que era el ‘hombre evangélico’ por vivir según el evangelio.

Se dice que una persona o institución es más o menos evangélica cuanto más se inspira en el espíritu de los evangelios. De tal manera que este no es un nombre de un grupo en particular sino un adjetivo que puede ser utilizado sin temor en nuestros medios católicos. No obstante los grupos protestantes lo utilizan porque dicen que sus enseñanzas y costumbres se basan sólo en los evangelios.



¿QUIÉNES SON LOS LLAMADOS ‘CRISTIANOS’ ACTUALMENTE?

En nuestros días son principalmente dos tipos de agrupaciones las que hacen énfasis en llamarse así:

En primer lugar los grupos surgidos de los movimientos restauracionistas del S. XIX en los EE.UU., ligados a Thomas y Alexander Campbell, padre e hijo respectivamente. Su predicación fue la de una vuelta a las fuentes del cristianismo, sugiriendo que el NT debía ser la única regla del cristiano.

Thomas dijo que las iglesias establecidas de su tiempo (él era presbiteriano) no cumplían con el modelo que muestra la Biblia. Se separó de su Iglesia y formó un grupo aparte junto con Barton Stone.

El avivamiento de Cane Ridge de 1801, en los Estados Unidos, está ligado al surgimiento de los grupos restauracionistas.

Decían que querían restaurar la Iglesia primitiva y pronto se comenzaron a llamar simplemente ‘cristianos’ o ‘discípulos’ ya que rechazaron todos los credos de las iglesias, especialmente la confesión presbiteriana (La Confesión de Fe de Westminster) y no querían ser conocidos más que por el nombre con que la Biblia llama a los discípulos del Señor.

Formaron así la Iglesia Cristiana/Discípulos de Cristo, de la que se separaron posteriormente las Iglesias de Cristo y más recientemente la Iglesia Internacional de Cristo o Movimiento de Boston.

Por otro lado los carismáticos protestantes o pentecostales de ‘la tercera ola’. La raíz de estos grupos está en los neopentecostales que nacieron al final de la década de los 50´s y principios de los 60´s entre las principales denominaciones protestantes. El neopentecostalismo fue una acogida del énfasis pentecostal en la recepción del espíritu y sus dones como las lenguas, la sanación y la profecía.

Aceptaban esto pero no querían dejar de ser bautistas, presbiterianos, metodistas, luteranos, etc. Sin embargo, muchos comenzaron a rechazar sus tradiciones denominacionales o al predicar a personas que no las tenían arraigadas, se fueron formando poco a poco grupos independientes de las iglesias principales y se comenzaron a llamar simplemente ‘cristianos’.

Algunos rechazan también la denominación de ‘evangélicos’ por estar ligada a las iglesias protestantes tradicionales, sin embargo conservan la mayor parte de su cuerpo doctrinal, sólo se distinguen por el énfasis en los dones del Espíritu y, aunque difieren en algunas de sus doctrinas, todos se hacen llamar cristianos.[1]



¿DE DÓNDE VIENE EL TÉRMINO CATÓLICO?

La palabra católico viene del griego ‘katholikos’ que quiere decir universal. Jesús al dar su último mandamiento a los Doce Apóstoles les dijo: “Vayan y prediquen el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). Del mandato de Jesús proviene la idea de universalidad de la Iglesia, por eso desde los primeros tiempos se comenzó a llamar ‘católica’ o ‘universal’.

Ignacio de Antioquía, discípulo de san Juan en el año 110 es el testimonio más antiguo que tenemos del uso del adjetivo ‘católica’ para referirse a la Iglesia: “Donde esté el Obispo, esté la muchedumbre así como donde está Jesucristo está la iglesia católica” (A los Esmirniotas 8: 2).

Posteriormente en tiempo de las persecuciones, cuando los oficiales romanos preguntaban a los primeros cristianos a qué iglesia pertenecían decían sin dudar ‘a la católica’. En los tres primeros siglos de la iglesia los cristianos decían ‘cristiano es mi nombre, católico mi sobrenombre’.

Así que la Iglesia desde sus comienzos se ha llamado ‘cristiana’ o ‘católica’ indistintamente. Y aunque reconoce que podemos llamar ‘cristianos’ por el bautismo[2] a otros grupos no católicos, debemos tener conciencia de que la Iglesia Católica es la única que conserva toda la doctrina entregada “de una vez a los santos” (Judas 3).

Los católicos actuales tenemos las mismas doctrinas de los primeros discípulos de Jesús y los apóstoles, es decir, creemos en lo mismo que creían esos a quienes se llamó ‘cristianos’ en el siglo I, por lo tanto, si alguna iglesia debe llevar tal nombre esa Iglesia es la católica.

Aunque en otros grupos se encuentren elementos de verdad (la Biblia, la alabanza a Dios, algunos dones del Espíritu), es sólo la Iglesia católica la que posee la plenitud de los medios de salvación que Cristo dejó (Exhortación Apostólica Postsinodal, Ecclesia in America 73).

Esta Iglesia ‘cristiana’, ‘católica’ ha sido esencialmente la misma desde siempre. Testimonio de esto son los escritos de los Padres Apostólicos (Policarpo de Esmirna, Ignacio de Antioquía, entre otros), discípulos de los apóstoles.



QUIÉN ES CRISTIANO

Para ser cristiano se tiene que estar bautizado como lo ha hecho la Iglesia desde siempre, en nombre de la Trinidad, como lo manda Jesús (Mt 28, 20). La Iglesia Católica (y en esto estamos de acuerdo con los protestantes y los ortodoxos) nos dice que quien pose este bautismo es ‘cristiano’.

Pero para ser un cristiano ‘completo’ se requiere además lo que se llama la ‘ortodoxia’ (recta creencia) y la ‘ortopraxis’ (recto actuar), o sea, creer toda la doctrina que heredamos de los primeros cristianos y que es fielmente custodiada en la Iglesia Católica y dar testimonio de una vida según el evangelio, es decir de vida ‘cristiana’.

No se puede ser cristiano y creer al mismo tiempo en la reencarnación (new age), o creer que Jesús es el arcángel Miguel y no Dios Eterno, o creer que la Trinidad son en realidad tres dioses, dos de los cuales poseen cuerpo de carne y hueso y que el universo está poblado por millones de dioses.

No se puede ser cristiano totalmente si se niega que la voluntad de Jesús es una sola Iglesia y que duraría hasta el fin del mundo (Mt 16, 18ss.), no se puede ser cristiano cabal si no se acepta que durante la Eucaristía el pan y el vino de la consagración son transformados por el poder del Espíritu Santo en cuerpo y sangre de Cristo (Jn 6; 1 Cor 11, 23-32; Ignacio de Antioquía, a los Esmirniotas, 8:1).

Pero lo más importante es que no se puede ser cristiano si se vive como si Dios no existiera. Si no doy testimonio de mi nombre de cristiano, como alguien que pertenece a Cristo y que sigue sus enseñanzas hasta la muerte, como los primeros discípulos de Jesús (consecuencia de haber aceptado su señorío en mi vida).

Sabemos que la vida cristiana no es otra cosa que hacer eco en la propia existencia de aquel dinamismo bautismal, que nos selló para siempre: morir al pecado para nacer a una vida nueva en Jesús, el Hijo de María (ver Jn 12,24). Esa es la opción del cristiano: la opción radical, coherente y comprometida, desde la propia libertad, que nos conduce al encuentro con Aquel que es Camino, Verdad y Vida (ver Jn 14,6), encuentro que nos hace auténticamente libres y nos manifiesta la plenitud de nuestra humanidad.

Por tanto, se es más o se es menos cristiano en la medida en que los seguidores de Cristo, de la denominación que sea, se identifiquen más y más con el resucitado, en la duda en que no haya contradicción entre lo que decimos que somos y lo que hacemos.  

Cómo es que los NO cristianos católicos fundamentan su predicación en el odio y en la crítica demoledora y difamadora contra la Iglesia cristiana-católica; o ejercen su predicación proselitista en cualquier espacio, sin tener en cuenta los derechos de los demás o de la Iglesia a ser respetada, al menos en su entorno. ¿Cómo puede decirse, con estas estrategias, que una religión es cristiana y que es la verdadera? No será más bien que se manifiestan como anticristos en palabras de san Juan:

1Jn 2, 18: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo”. El texto hace referencia a la manifestación, prevista para el fin de los tiempos, de un adversario decisivo de Cristo (1Jn 2:18).

1Jn 2, 19: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubieran sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros”. Esta cita refiere la anticipación del texto citado, como manifestación en la acción de apóstatas que reniegan del cristianismo (2Jn 1:7).

Y en relación a los que niegan el misterio de la Santísima Trinidad en 1Jn 2, 22 se dice: “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Y así también podemos decir que, el que niega y ofende a la Madre, niega y ofende al Hijo.

Y por si fuera poco, en su radicalidad los “salieron de nosotros…”, quieren que todos pensemos y creamos como ellos, porque, si no, son sus enemigos. Cada quien puede creer en lo que quiera, pero tiene el deber de respetar a los demás en lo que piensan y creen, acatando las leyes de derechos y obligaciones más elementales. El radicalismo siempre irá contra el sentido común y la armónica y sana convivencia de los seres humanos entre sí. El distintivo del Anticristo es su hablar en nombre propio. El signo del Hijo es su comunión con el Padre.

Desde luego que ninguna división viene de Dios, sino del demonio, el proyecto de Dios en su Hijo Jesús es “…que todos sean uno” (Jn 17, 21). Sabemos en qué momento tan importante y tan especial pronunció Jesús esta plegaria, cuyo contenido resulta tan profundo, tan grande y tan luminoso: “Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

Volviendo al punto que nos ocupa, San Ignacio de Antioquía, decía poco antes de su martirio: “Lo único que para mí han de pedir es fuerza, tanto interior como exterior, a fin de que no sólo hable, sino que esté también decidido; para que no sólo, digo, me llame cristiano, sino que me muestre como tal. Porque si me muestro cristiano, tendré también derecho a llamarme así, y entonces seré de verdad fiel a Cristo, cuando no apareciere ya en el mundo” (Carta a los Romanos, III, 2).

Si alguien nos pregunta a los católicos si somos ‘cristianos’ digamos que SI, somos los cristianos completos. Es un error decir “nosotros no somos cristianos, sino católicos” al negarnos ese nombre que viene de la Biblia y que siempre nos ha pertenecido, le damos la razón a tantos grupos que se lo apropian, ellos dicen: “ya ven, los mismos católicos aceptan que no son cristianos”.

Comencemos a llamar pan al pan y vino al vino. Si nos encontramos a un hermano no católico en la calle y nos dice que es ‘cristiano’ debemos cuestionarle acerca de su grupo, si es testigo de Jehová es testigo de Jehová, si es mormón es mormón, si es pentecostal es pentecostal, si es evangélico es evangélico.

NO existen los ‘cristianos’ a secas, cada grupo que usa este nombre tiene una doctrina y unas costumbres que tal vez son diferentes a las de otro que también lo usa (Por ejemplo podemos encontrar pentecostales que crean en la Trinidad y otros que no y ambos se llamarán a sí mismos ‘cristianos’).

Tal vez Dios nos esté llamando a los católicos a recuperar el sentido del nombre de ‘cristianos’, tan desvirtuado ya que cualquier grupo lo reclama para sí. Es un nombre que nos pertenece pero que a la vez tenemos que ganarnos por el testimonio de nuestras vidas.

Por consiguiente, vivamos de acuerdo a nuestro nombre ‘cristiano’ y a nuestro apellido de ‘católico’, sabiendo que “… tenemos un único nombre, mayor que todos aquellos [de los patriarcas del AT]; Nos llamamos cristianos, hijos de Dios, amigos, un solo cuerpo. Esta apelación nos obliga más que cualesquiera otras y nos hace más diligentes en la práctica de la virtud. No hagamos nada que sea indigno de tan gran nombre, pensando en la gran dignidad con la que llevamos el nombre de Cristo. Meditemos y veneremos la grandeza de este nombre" (S. Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 19, 2-3. Año 390)

Cuando el hijo de la Iglesia se llama y es cristiano, se convierte en todo aquello que de él dijo Jesús: es trigo dorado entre la cizaña; es pescado sabroso, entre peces desaprovechables; es luz que alumbra; es sal que sazona el mundo; es fermento que transforma la masa; es rama verde que da mucho fruto... Todo, por algo tan sencillo como es “ser” cristiano aquel que “se llama” cristiano.

NOTAS:

1. La Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas (CONFRATERNICE), la Federación de Iglesias Cristianas Evangélicas de México (FICEMEX), la Fraternidad de Iglesias Cristianas (Pastor Hugo Álvarez), Vino Nuevo (Víctor y Chris Richards), Evangelismo a Fondo, Amistad Cristiana, Centro Cristiano Calacoaya.

En los Estados Unidos, por ejemplo, El Centro Cristiano de Orlando (Benny Hinn), Las Iglesias de la Viña (John Wimber), La Toronto Airport Christian Fellowship de John Arnott (donde se está dando la llamada bendición de Toronto). En Argentina: Carlos Annacondia, Claudio Freidzon, Omar Cabrera, muchos pentecostales y neopentecostales, etc.

2. Catecismo de la Iglesia Católica 818: “... justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor”.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Homilías de la octava de Navidad: 26 al 31 de diciembre de 2011



DÍAS DESPUÉS DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

26 de diciembre

San Esteban (Mt 10,17-22) (Cfr. Benedicto XVI, 26 de diciembre de 2006)

Al día siguiente de la solemnidad de Navidad, celebramos hoy la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. A primera vista, unir el recuerdo del ‘protomártir’ y el nacimiento del Redentor puede sorprender por el contraste entre la paz y la alegría de Belén y el drama de san Esteban, lapidado en Jerusalén durante la primera persecución contra la Iglesia naciente. En realidad, esta aparente contraposición se supera si analizamos más a fondo el misterio de la Navidad. El Niño Jesús, que yace en la cueva, es el Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre. Él salvará a la humanidad muriendo en la cruz. Ahora lo vemos en pañales en el pesebre; después de su crucifixión, será nuevamente envuelto con vendas y colocado en un sepulcro. No es casualidad que la iconografía navideña represente a veces al Niño divino recién nacido recostado en un pequeño sarcófago, para indicar que el Redentor nace para morir, nace para dar su vida como rescate por todos.

San Esteban fue el primero en seguir los pasos de Cristo con el martirio; murió, como el divino Maestro, perdonando y orando por sus verdugos (cf. Hch 7, 60). En los primeros cuatro siglos del cristianismo todos los santos venerados por la Iglesia eran mártires.

Para los creyentes, el día de la muerte, y más aún el día del martirio, no es el fin de todo, sino más bien el ‘paso’ a la vida inmortal, es el día del nacimiento definitivo, en latín, el dies natalis. Así se comprende el vínculo que existe entre el dies natalis de Cristo y el dies natalis de san Esteban. Si Jesús no hubiera nacido en la tierra, los hombres no habrían podido nacer para el cielo. Precisamente porque Cristo nació, nosotros podemos ‘renacer’.

Que san Esteban, el cual vivió su fidelidad a Cristo hasta el martirio, nos impulse también a nosotros a seguir los pasos del Señor, testimoniando con audacia el amor que Dios ofrece a todos los hombres, revelado plenamente en el nacimiento de Jesús.

27 de diciembre

 San Juan Apóstol y Evangelista (Jn 20, 2-9)

El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero el sepulcro. La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía.

Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’.

Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella ‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2).

Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor.

28 de diciembre

Santos Inocentes, Mártires (Mt 2, 13-18)

Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años en la comarca de Belén. Hemos escuchado en el texto evangélico que “Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13).

Y cuando partieron los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte.

La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador. Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.

Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta.

Que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.



29 de diciembre

Lc 2, 22-35

Cristo es la luz que alumbra a todas las naciones. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la ‘señal’ que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12).

El apóstol san Juan escribe en su primera carta: ¡Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna! (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: “Dios es amor”. Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

El Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, “luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo, Israel” (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios, exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo.

Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.

El Padre de la Luz, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, nos colme con su felicidad y nos haga mensajeros de su bondad.



30 de diciembre

La Sagrada Familia (Lc 2,41-52)

(Cfr. Benedicto XVI, 31 de diciembre de 2006)

Jesús debía “ocuparse de las cosas de su Padre”. En este último domingo del año celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En el Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad.

En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a su autoridad durante todo el tiempo de su infancia y su adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Así puso de relieve el valor primario de la familia en la educación de la persona. María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a hacer la peregrinación a Jerusalén, como narra el pasaje evangélico que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación. Cuando tenía doce años, permaneció en el Templo, y sus padres emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les hizo comprender que debía “ocuparse de las cosas de su Padre”, es decir, de la misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).

Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.

La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el ‘prototipo’ de toda familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

La santidad de la familia es el camino real y el recorrido obligado para construir una sociedad nueva y mejor, para volver a dar esperanza en el futuro a un mundo sobre el que pesan tantas amenazas. Por eso, las familias cristianas de hoy han de saber aprender de ese núcleo de amor y de entrega sin reservas que fue la Sagrada Familia. El Hijo de Dios hecho un niño, como todos los nacidos de mujer, recibía allí continuamente los cuidados de la Madre. María, que siempre había permanecido Virgen, consagraba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad, y por eso también hoy todas las generaciones la llaman bienaventurada. José, designado para proteger el misterio de la filiación divina de Jesús y la maternidad virginal de María, cumplía su papel, de forma consciente, en silencio y en obediencia a la voluntad divina. ¡Qué escuela, qué misterio!

El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los seres humanos, transformándolos profundamente desde dentro, para hacerlos semejantes a Él, Hijo del Padre celestial. Para llevar a cabo esa misión, pasó la mayor parte de su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad, que contiene virtualmente todo el organismo.

La familia de por sí es sagrada, porque sagrada es la vida humana, que solamente en el ámbito de la institución familiar se engendra, se desarrolla y perfecciona de forma digna del hombre. La sociedad del mañana será lo que sea hoy la familia.

Ésta, por desgracia, en la actualidad está sometida a toda clase de insidias por parte de quien busca herir su tejido y minar la natural y sobrenatural unidad, disgregando los valores morales sobre los que se funda con todos los medios que hoy pone a su alcance el permisivismo social…

El secreto de la verdadera paz, de la mutua y permanente concordia, de la docilidad de los hijos, del florecimiento de las buenas costumbres está en la constante y generosa imitación de la amabilidad, modestia y mansedumbre de la familia de Nazaret, en la que Jesús, Sabiduría eterna del Padre, se nos ofrece junto con María, su madre purísima, y San José, que representa al Padre celestial.



31 de diciembre

Jn 1,1-18

Aquel que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en el acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (...). A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros...” (Jn 1, 1. 4. 12. 14).

Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos.

Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11).

¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.



Misa de fin de Año

Núm. 6, 22-27

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra  de  modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre,  la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del “pueblo nuevo” por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).

Mientras celebramos las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, la liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año. Por eso, esta noche, al contemplar el misterio de la maternidad divina de la Virgen, elevamos el cántico de nuestra gratitud porque está a punto de concluir el año 2010, a la vez que se perfila en el horizonte de la historia el 2011. Demos gracias a Dios desde lo más hondo de nuestro corazón por todos los beneficios que nos ha concedido durante los doce meses pasados.

Ante el Niño, junto con María y san José en esta liturgia de fin de año, además de la alabanza y la acción de gracias, realizamos un sincero examen de conciencia personal y familiar. Pidamos perdón al Señor por las faltas que hemos cometido, conscientes de que Dios, rico en misericordia, es infinitamente más grande que nuestros pecados.

En ti, Señor, reside nuestra esperanza. Tú, en la Navidad, has traído la alegría al mundo, irradiando tu luz sobre el camino de los hombres y de los pueblos. Las ansias y las angustias no pueden apagarla; el esplendor de tu presencia nos consuela constantemente.

La Liturgia no puede escoger otras palabras tan propias al fin y al principio del año:“El Señor te bendiga y te proteja (...) se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año, que vamos a iniciar.

La liturgia renueva la bendición del Creador que marca ya desde el comienzo la historia del hombre, repitiendo las palabras de Moisés: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Núm. 6, 24-26).

Se trata de una bendición para el año que está empezando y para nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de tiempo, don precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de Dios Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!

Con estas palabras, les expreso, a cada uno mi felicitación con motivo del Año nuevo, deseándoos cordialmente que abunde en todo tipo de bienes y consolaciones. Sí, el Señor colme nuestros  días de frutos y haga que todo el mundo viva en la justicia y en la paz.

Homilías durante la octava de Navidad

1º. De enero
Solemnidad de la Madre de Dios

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron el nombre de Jesús.

La fiesta de Santa María Madre de Dios, la imposición del Nombre de Jesús a los ocho días de nacido, y la Jornada Mundial de Oraciones por la Paz, son los temas centrales del primer día del año en la Iglesia Católica.

La Palabra de Dios hoy contempla de modo especial a María, como Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada). “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El apóstol san Pablo alude a la maternidad divina de María cuando habla de la “mujer” por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.

El dogma fundamental de todo el cristianismo es que Jesús es Dios, el Verbo de Dios encarnado. Luego María, su Madre, es la Madre de Dios, la Madre del Verbo encarnado. Se trata, pues, de algo expresa y claramente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y definido expresamente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso como verdad de fe. Sobre la maternidad de divina de María, San Cirilo de Alejandría (370-444) enseña: “Me sorprende que haya personas que se hagan esta pregunta: ¿hay que llamar a María Madre de Dios? Ya que si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿cómo la Virgen que lo trajo al mundo no sería la Madre de Dios? Es la creencia que nos han transmitido los santos Apóstoles, aun cuando ellos no hayan usado este término. Es la enseñanza que hemos recibido de los santos Padres.

La Virgen es verdaderamente Madre de Dios pues ella concibió de forma sobrenatural a Cristo, el Salvador, que participa también de su carne y sangre y que, en el plano humano, procede de la misma sustancia que su Madre y que nosotros mismos.

Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. Por consiguiente, si María es Madre de Cristo y Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la que es Madre de la Cabeza es Madre de los miembros del Cuerpo de su Hijo. Por esto, María es Madre espiritual de toda la humanidad. San Agustín (354-430) enseña que María es madre de los miembros de Cristo, “…que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo…” Por tanto, la Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad.

Así pues, contemplando a María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia, como nuestra Madre, comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un ‘talento’ precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios, siguiendo el camino que camino nuestra Madre.

Así, pues, al inicio de este nuevo año queramos ser dóciles hijos y discípulos de la Madre de Dios y Madre nuestra. Hoy decidamos seguir el camino que Ella siguió, queramos aprender de ella, la Madre santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su amor misericordioso. Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. “El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26), ahora y siempre.



2 de enero
Jn 1,19-28
“Yo os bautizo con agua, pero (...) Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Juan Bautista predicaba un bautismo de penitencia, para preparar los corazones a acoger dignamente la venida del Salvador.

A quienes le preguntaban si él era el Mesías, les respondió testimoniando que su misión consistía en ser precursor, en preparar el camino a Cristo, quien los iba a bautizar con Espíritu Santo y fuego ¿En qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista?

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con fuerza el Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a anunciar en muchas lenguas la buena nueva de la resurrección de Cristo (cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el “bautismo en el Espíritu Santo”, que había sido anunciado por Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, decía a las multitudes, pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. (...) Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).

Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja “sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22). Toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu de Dios a los hombres y a bautizarlos en su ‘baño’ de regeneración. Esto se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte y resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino.

En conclusión, el bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios al corazón del que acepta a Jesús como su salvador y Señor.


3 de enero
El santísimo Nombre de Jesús (Jn 1, 29-34)

Este es el Cordero de Dios. El nombre “Jesús” significa “Dios salva” (Jeho-shua). Significa ‘Salvador’. En este nombre el mundo es salvado. En este nombre es salvado el hombre. Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión.

Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo. Por tanto, Jesús, ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Es la potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable. El Cordero de Dios, es el autor de nuestra santidad: los hombres reconciliados “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14).

Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado. Todos los "milagros, prodigios y señales de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de Él como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo.

El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, “El Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Todo esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor.


4 de enero
Jn, 1, 35-42

Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). En el evangelio que hemos escuchado la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir Cristo- y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42).

Ante estos hechos, que nos narra san Juan, bien podemos preguntarnos si hemos encontrado al Mesías en esta Navidad, y si lo hemos encontrado, también podeos preguntarnos si lo hemos compartido con otros de modo que les hayamos contagiado del gozo ha habernos encontrado con el Niño que se nos ha dado.

El testimonio de los primeros discípulos de Jesús, es para nosotros discípulos del siglo XXI, que hemos de volver gozosos de la gruta de Belén para contar por doquier el prodigio del que hemos sido testigos. ¡Hemos encontrado la luz y la vida! En Él se nos ha dado el amor. “Hemos encontrado al Mesías”. Esta ha de ser nuestra meta en este nuevo año, de cada al Niño de Belém: ‘buscar’ y ‘encontrar’, para que sea un tiempo para renovar nuestro camino espiritual con Jesús, con la alegría de buscarlo y encontrarlo incesantemente. Y entonces nuestros buenos deseos de Navidad y año Nuevo serán toda una realidad en nuestra vida.

En efecto, la alegría más auténtica está en la relación con Jesús, encontrado, seguido, conocido y amado, gracias a una continua búsqueda de la mente y del corazón. Ser discípulo de Cristo: esto basta al cristiano. La amistad con el Maestro proporciona al alma paz profunda y serenidad incluso en los momentos oscuros y en las pruebas más arduas.

Cuando la fe afronta noches oscuras, en las que no se ‘siente’ y no se ‘ve’ la presencia de Dios, la amistad de Jesús garantiza que, en realidad, nada puede separarnos de su amor (cf. Rm 8, 39).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a seguir a Jesús, gustando cada día la alegría de penetrar cada vez más en su misterio.


5 de enero Jn 1, 43-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.

El evangelio nos habla hoy del encuentro de Natanael con Jesús. A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45).

La historia de Natanael nos sugiere que en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: “Ven y lo verás” (Jn 1, 46).

Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.

Que nuestros encuentros con Jesús sean cada vez más parecidos al de Natanael con Jesús: Él se siente tocado en el corazón por las palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49).



6 de enero
Mc 1, 7-11
Tú eres mi Hijo amado, yo tengo en ti mis complacencias.

En el Jordán, en el bautismo de Jesús se produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó “La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt 3, 16-17) .

Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose bautizar!

El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios; somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás.

El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres mi hijo amado en quien tengo mis complacencias… La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor…

7 de enero
Jn 2, 1-11
El primer signo de Jesús, en Caná de Galilea.

En el Evangelio de hoy leemos que el Señor Jesús fue invitado a participar en las bodas que tenían lugar en Caná de Galilea. Esto sucede al comienzo mismo de su actividad magisterial, y el episodio se grabó en la memoria de los presentes, porque precisamente allí Jesús reveló por vez primera la extraordinaria potencia que, desde entonces, debía acompañar siempre su enseñanza. Leemos: “Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en El sus discípulos” (Jn 2, 11).

¡Qué bella y delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren considerarse verdaderamente hijos suyos.

La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús.

Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos anuncia lo que será la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Madre es nuestra Madre en el orden de la gracia, maternidad que ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor, se ha convertido de “forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor” y que “cooperó... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Misa de Medianoche y misa del día Natividad del Señor

Misa de medianoche (Misa de media noche: Tit 2,11-14) (Cfr. Benedicto XVI mensaje Urbi et Orbi 25 de diciembre de 2008) Hoy hemos vivido un día breve, la luz del sol pronto se ha ocultado, ha sido el día más corto del año; y como consecuencia, pronto nos ha envuelto la oscuridad de la noche. Así es hermanos, hoy como hace 2011 años: un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, la Palabra todopoderosa, vino desde el trono real de los cielos. En esta Noche santa se cumple la antigua promesa: el tiempo de la espera ha terminado, y la Virgen da a luz al Mesías. Sí, hoy “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”. “Ha aparecido. Esto es lo que la Iglesia celebra hoy. La gracia de Dios, rica de bondad y de ternura, ya no está escondida, sino que ‘ha aparecido’, se ha manifestado en la carne, ha mostrado su rostro. ¿Dónde? En Belén. ¿Cuándo? Bajo César Augusto durante el primer censo, al que se refiere también el evangelista San Lucas. Y ¿quién la revela? Un recién nacido, el Hijo de la Virgen María. En Él ha aparecido la gracia de Dios, nuestro Salvador. Por eso ese Niño se llama Jesús, que significa ‘Dios salva’”. La gracia de Dios ha aparecido. Por eso la Navidad es fiesta de luz: una claridad que se hace en la noche y se difunde desde un punto preciso del universo: desde la gruta de Belén, donde el Niño divino ha «venido a la luz». En realidad, es Él la luz misma que, apareciendo, disipa la bruma, desplaza las tinieblas y nos permite entender el sentido y el valor de nuestra existencia y de la historia. Cada belén es una invitación simple y elocuente a abrir el corazón y la mente al misterio de la vida. “La gracia de Dio ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado en la humilde y destartalada demora de Belén, pero Él ha venido para todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes..., todos. La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que diga su ‘sí’ como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad. También hoy, quienes en su vida lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino…”. Hermanos y hermanas el niño que nos ha nacido es para todos los hombres. Jesús ha nacido para todos y, como María lo ofreció en Belén a los pastores, en este día la Iglesia lo presenta a toda la humanidad, para que en cada persona y situación se sienta el poder de la gracia salvadora de Dios, la única que puede transformar el mal en bien, y cambiar el corazón del hombre y hacerlo un ‘oasis’ de paz. Hoy ‘ha aparecido la gracia de Dios, el Salvador’ (cf. Tt 2,11) en este mundo nuestro, con sus capacidades y sus debilidades, sus progresos y sus crisis, con sus esperanzas y sus angustias. Hoy resplandece la luz de Jesucristo, Hijo del Altísimo e hijo de la Virgen María, «Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». Lo adoramos hoy en todos los rincones de la tierra, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Lo adoramos en silencio mientras Él, todavía niño, parece decirnos para nuestro consuelo: No temáis, ‘no hay otro Dios fuera de mí’ (Is 45,22). Vengan a mí, hombres y mujeres, pueblos y naciones; vengan a mí, no temáis. He venido al mundo para traeros el amor del Padre, para mostraros la vía de la paz. Apresurémonos como los pastores en la noche de Belén. Dios ha venido a nuestro encuentro y nos ha mostrado su rostro, rico de gracia y de misericordia. Que su venida no sea en vano. Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la tristeza y el miedo del corazón del hombre; acerquémonos con confianza; postrémonos con humildad para adorarlo. Feliz Navidad a todos. Misa del día (Heb 1, 1-6) Dios nos ha hablado por medio de su Hijo “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2). Este Hijo es el Verbo eterno, de la misma naturaleza del Padre, que se hizo hombre para revelarnos al Padre y para hacer que pudiéramos comprender toda la verdad sobre nosotros. Nos habló con palabras humanas, y también con sus obras y con su misma vida: desde el nacimiento hasta la muerte en cruz y la resurrección. Dios habla a su criatura humana una y otra vez, de muchos modos, y sobre todo ha hablado fuerte en su Hijo, en el Niño que nos ha nacido. Él nos ha enseñado tantas cosas y nos grita su amor desde el pesebre de Belén. Sí, como ayer, hoy y siempre, “Dios nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1, 2) y nos habla continuamente mediante la predicación del Evangelio y mediante la voz de nuestra conciencia. En Jesucristo se manifestó a todos los hombres el camino de la salvación, que es ante todo una redención espiritual, pero que implica lo humano en su totalidad, incluyendo también la dimensión social e histórica. Hoy es un día especial para abrir el corazón a la Palabra de Dios hecha carne en la pobreza de Belén. ¡Pero qué pocas veces escuchamos verdaderamente al Señor Jesús, porque escuchar implica necesariamente hacer lo que Él nos dice! Sí, la verdadera fe no consiste principalmente en tener la confianza en que Dios me va a hacer un milagro si se lo pido, de que me va a liberar inmediatamente de la terrible prueba que estoy pasando, de que va a solucionar todos mis problemas y males. Sin duda puede hacerlo y lo hace cuando Él lo considera mejor para nosotros, pero la fe cristiana no es ante todo un “creo en ti para que Tú me escuches a mí y hagas lo que yo te digo”, sino un “creo en ti y me pongo a la escucha para hacer lo que Tú me digas por medio de tu Hijo Jesucristo”. Para revitalizar la Navidad en nuestras almas es necesario cree y confiar verdaderamente en Dios, de modo que como el “siervo inútil” de la parábola hagamos lo que el Niño de Belén nos manda, es decir, adherirnos de todo corazón y con todo nuestro ser a las palabras, enseñanzas y promesas que Cristo nos ha dejado, traduciendo nuestra fe en la acción, en obras. Al considerar de este modo la fe en el Niño que se nos ha dado, descubrimos que nuestra fe es pequeña y frágil. ¿Qué puedo hacer para que mi fe aumente, y mi vida sintonice con el mensaje del nacimiento del Hijo de Dios? La fe es un don, por ello lo primero que debo hacer es pedírselo al Señor cada día con mucha humildad e insistencia: “Señor, ¡aumenta mi fe! Concédeme el don. Que pueda yo creer firmemente en Ti, en tus palabras y promesas, como supieron creer Santa María y los Apóstoles”. Lo segundo es conocer cada día mejor qué es lo que enseña el Señor Jesús. Para ello es importante leer los Evangelios con frecuencia y meditar las enseñanzas de Cristo, familiarizarnos con ellas. Decía San Ambrosio: “A Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”. Al hacer esta lectura recordemos que debemos entender las enseñanzas del Señor como la Iglesia las entiende y enseña. La Escritura no puede estar librada a nuestra “libre interpretación”. Por ello también es importante instruirnos sobre las verdades fundamentales de la fe, leyendo continuamente y estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica. Finalmente es necesario esforzarme por poner en práctica lo que Él nos enseña: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5). La fe crece, madura y se consolida cuando pasa a la acción, cuando se manifiesta en nuestra conducta, en nuestras opciones cotidianas. Este pobre Niño, para el cual ‘no había sitio en la posada’ es nuestra fe, es, a pesar de las apariencias, el único Heredero de la creación entera. Vino para compartir con nosotros esta herencia suya, a fin de que nosotros, hechos hijos de la adopción divina, participemos de la herencia que él ha traído consigo al mundo. Palabra eterna, nosotros contemplamos hoy tu gloria, “gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Que, por intercesión de María, la gozosa noticia del Nacimiento de su Hijo, nos haga crecer en la fe, la fe como encuentro vivo y personal con el Niño, que se nos ha dado. ¡Feliz Navidad a todos!

Misa de medianoche (Misa de media noche: Tit 2,11-14)

Misa de medianoche (Misa de media noche: Tit 2,11-14) (Cfr. Benedicto XVI mensaje Urbi et Orbi 25 de diciembre de 2008) Hoy hemos vivido un día breve, la luz del sol pronto se ha ocultado, ha sido el día más corto del año; y como consecuencia, pronto nos ha envuelto la oscuridad de la noche. Así es hermanos, hoy como hace 2011 años: un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, la Palabra todopoderosa, vino desde el trono real de los cielos. En esta Noche santa se cumple la antigua promesa: el tiempo de la espera ha terminado, y la Virgen da a luz al Mesías. Sí, hoy “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”. “Ha aparecido. Esto es lo que la Iglesia celebra hoy. La gracia de Dios, rica de bondad y de ternura, ya no está escondida, sino que ‘ha aparecido’, se ha manifestado en la carne, ha mostrado su rostro. ¿Dónde? En Belén. ¿Cuándo? Bajo César Augusto durante el primer censo, al que se refiere también el evangelista San Lucas. Y ¿quién la revela? Un recién nacido, el Hijo de la Virgen María. En Él ha aparecido la gracia de Dios, nuestro Salvador. Por eso ese Niño se llama Jesús, que significa ‘Dios salva’”. La gracia de Dios ha aparecido. Por eso la Navidad es fiesta de luz: una claridad que se hace en la noche y se difunde desde un punto preciso del universo: desde la gruta de Belén, donde el Niño divino ha «venido a la luz». En realidad, es Él la luz misma que, apareciendo, disipa la bruma, desplaza las tinieblas y nos permite entender el sentido y el valor de nuestra existencia y de la historia. Cada belén es una invitación simple y elocuente a abrir el corazón y la mente al misterio de la vida. “La gracia de Dio ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado en la humilde y destartalada demora de Belén, pero Él ha venido para todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes..., todos. La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que diga su ‘sí’ como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad. También hoy, quienes en su vida lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino…”. Hermanos y hermanas el niño que nos ha nacido es para todos los hombres. Jesús ha nacido para todos y, como María lo ofreció en Belén a los pastores, en este día la Iglesia lo presenta a toda la humanidad, para que en cada persona y situación se sienta el poder de la gracia salvadora de Dios, la única que puede transformar el mal en bien, y cambiar el corazón del hombre y hacerlo un ‘oasis’ de paz. Hoy ‘ha aparecido la gracia de Dios, el Salvador’ (cf. Tt 2,11) en este mundo nuestro, con sus capacidades y sus debilidades, sus progresos y sus crisis, con sus esperanzas y sus angustias. Hoy resplandece la luz de Jesucristo, Hijo del Altísimo e hijo de la Virgen María, «Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». Lo adoramos hoy en todos los rincones de la tierra, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Lo adoramos en silencio mientras Él, todavía niño, parece decirnos para nuestro consuelo: No temáis, ‘no hay otro Dios fuera de mí’ (Is 45,22). Vengan a mí, hombres y mujeres, pueblos y naciones; vengan a mí, no temáis. He venido al mundo para traeros el amor del Padre, para mostraros la vía de la paz. Apresurémonos como los pastores en la noche de Belén. Dios ha venido a nuestro encuentro y nos ha mostrado su rostro, rico de gracia y de misericordia. Que su venida no sea en vano. Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la tristeza y el miedo del corazón del hombre; acerquémonos con confianza; postrémonos con humildad para adorarlo. Feliz Navidad a todos.

martes, 20 de diciembre de 2011

Tiempo de Navidad

EL TIEMPO DE NAVIDAD Si el tiempo de Adviento nos hace suspirar por el doble advenimiento del Hijo de Dios, el de Navidad, celebra el aniversario de su nacimiento en cuanto hombre, y por lo mismo nos prepara a su venida como Juez. Con las primeras Vísperas de la Navidad, el 24 de diciembre, entramos en el Tiempo de la Navidad, que concluirá con la celebración de la Fiesta del Bautismo de Jesús. Como indica el nombre que damos a este Tiempo litúrgico, el momento central del mismo es la celebración de la solemnidad de la Natividad del Señor, celebración que tiene, al igual que la solemnidad de la Resurrección de Jesucristo, una octava. En el caso de la Navidad, esta octava se clausura con otra solemnidad muy navideña, la de la Maternidad de María, la Virgen-Madre. Si el tiempo de Adviento nos hace suspirar por el doble advenimiento del Hijo de Dios, el de Navidad, celebra el aniversario de su nacimiento en cuanto hombre, y por lo mismo nos prepara a su venida como Juez. Desde Navidad sigue la Iglesia paso a paso a Jesucristo en su obra Redentora, para que nuestras almas, aprovechándose de todas sus gracias que de todos los misterios de su vida fluyen, sean, como dice San pablo, “la esposa sin mácula, si arruga, santa e inmaculada”, que podrá presentar a Cristo a su Padre cuando vuelva a buscarnos al fin del mundo. Este momento, significado por el postrer domingo después de Pentecostés, es el término de todas las fiestas del calendario cristiano. Las páginas del Misal y el Breviario están especialmente consagradas a los misterios de la infancia de Cristo. 1. NACIMIENTO ETERNO DEL VERBO Dice San Pablo que “Dios habita en una inaccesible luz” y que precisamente, para darnos a conocer a su Padre baja Jesús a la tierra. “Nadie conoce al Padre si no es Hijo, y aquél a quien quiera el Hijo revelarlo”. Así el Verbo hecho carne es la manifestación de Dios al hombre. A través de las encantadoras facciones de este Niño recién nacido, quiere la Iglesia que contemplemos a la Divinidad misma, que por decirlo así, se ha tornado visible y palpable.”Quien me ve, al Padre ve”, decía Jesús. “Por el misterio de la Encarnación del Verbo, añade el Prefacio de Navidad conocemos a Dios bajo una forma visible” – y, para asentar de una vez cómo la contemplación del Verbo es el fundamento de la ascesis de este Tiempo, se echa mano de los pasos más luminosos y profundos que hay en los escritos de los dos Apóstoles S. Juan y S. Pablo, entrambos heraldos por excelencia de la Divinidad de Cristo. La espléndida liturgia de Navidad nos convida a postrarnos de hinojos con María y San José ante este Dios revestido de la humilde librea de nuestra carne: “Cristo nos ha nacido, venid adorémosle”; “con toda la milicia celestial” nos hace cantar “Gloria a Dios”; y con la sencilla comitiva pastoril nos manda “alabar y glorificar a Dios”; y por fin, nos asocia a la pomposa caravana de los Reyes Magos, para que con ellos nos “hinquemos delante del Niño y le adoremos”. 2. NACIMIENTO TEMPORAL DE LA HUMANIDAD DE JESÚS “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. Este Dios a quien adoramos es la divinidad unida a la humana naturaleza en todo lo que aquélla tiene de más amable y de más débil, de modo que no nos deslumbre su luz, y podamos acercarnos a Él sin pavor. El ABC de la vida espiritual consiste precisamente, en conocer los Misterios de la Infancia del Salvador y asimilarse a su persona y a su Evangelio. Por eso, durante algunas semanas contemplamos a Cristo en Belén, en Egipto y en Nazaret. María da al mundo a su Hijo, y lo envuelve en pañales, y lo recuesta en el pesebre, y José rodea al Niño de sus cuidados paternales. Es su padre, no ya sólo porque como esposo de la Virgen, tiene derechos en el Fruto de su vientre, sino también porque, como dice Bossuet, así como algunos adoptan hijos, así Jesús adoptó un padre”. 3. NACIMIENTO ESPIRITUAL DEL CUERPO MÍSTICO DE JESÚS Santo Tomás que, “si el Hijo de Dios se encarnó, no fue tanto por Él, sino para hacernos dioses mediante su gracia”. A la humanización de Dios debe corresponder la divinización del hombre. “El Cristo total, añade S. Agustín, lo forman Jesucristo y los cristianos”. Él es cabeza y nosotros sus miembros. Con Jesús nacemos siempre de un modo más perfecto a la vida sobrenatural, porque el nacimiento de la cabeza es también el nacimiento del cuerpo. Que toda nuestra actividad no sea sino el resplandor de esa luz del Verbo, que envuelva a nuestras almas. Esa es la gracia propia del tiempo de Navidad, el cual tiene por fin ampliar la divina paternidad, a fin de que Dios Padre pueda decir, hablando de su Verbo encarnado y de todos nosotros: “Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy”. 4. FIESTAS QUE CELEBRAMOS DURANTE EL TIEMPO DE NAVIDAD En el Tiempo de Navidad, además de la solemnidad de la Natividad del Señor, celebramos otras fiestas con distinta intensidad y con características propias: la fiesta de la Sagrada Familia, María, Madre de Dios, Epifanía de Señor y el Bautismo de Jesús. 1) La solemnidad de la Natividad del Señor En la Navidad, se nos da esta enorme noticia: “Hoy nos ha nacido el Salvador, un hijo nos ha nacido”. En la cueva de Belén adoramos al mismo Señor que en el Sacramento Eucarístico quiso hacerse nuestro alimento espiritual, para transformar al mundo desde dentro, partiendo del corazón del hombre. Nuestro Salvador ha nacido para todos. Tenemos que proclamarlo no sólo con las palabras, sino también con toda nuestra vida, dando al mundo el testimonio de comunidades unidas y abiertas, en las que reina la hermandad y el perdón, la acogida y el servicio recíproco, la verdad, la justicia y el amor. 2) La fiesta de la Sagrada Familia La Iglesia nos coloca la Fiesta de la Sagrada Familia enseguida de la Navidad, para ponernos de modelo a la Familia en que Dios escogió nacer y crecer como Hombre. Jesús, María y José. Tres personajes modelo, formando una familia modelo. Y fue una familia modelo, porque en ellos todo estaba sometido a Dios. Nada se hacía o se deseaba que no fuera Voluntad del Padre. La presencia de Dios en el hogar, entre los miembros de la familia, es lo único que garantiza la permanencia de la familia y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas posibles al modelo de Nazaret. 3) María, Madre de Dios El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la santísima Virgen, venerada como Madre de Dios. “Madre de Dios” es el título más importante que le ha dado la Iglesia a la Virgen María. En el año 431 d.C., el Concilio de Éfeso -ciudad situada en la actual Turquía, donde según la tradición vivió María después de haber sido encomendada por el Señor desde la cruz al cuidado del apóstol Juan- definió que ella es la Madre de Dios, porque concibió y dio a luz a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso la Iglesia Católica le da tanta importancia a la fiesta de la Maternidad Divina de María, que la ha consagrado como una de las tres fiestas de guarda o de precepto distintas de los domingos, además del Corpus Christi, el 12 de diciembre en México y de la Natividad o Nacimiento de Jesús. 4) Epifanía de Señor Los Tres Reyes Magos representan la manifestación de Jesucristo, Dios y Señor de todos los hombres, a todas las razas. Por eso la fiesta que recuerda la visita de los Reyes a Dios-Hombre, al Rey de Reyes, se denomina “Epifanía”, que significa “manifestación”. La importancia de esta festividad va mucho más allá de lo pintoresco y atractivo de esta historia que recoge el Evangelio de San Mateo: Dios-Padre ha inscrito en el corazón de todos los seres humanos el deseo de buscarle. Y Dios responde a ese anhelo que hay en cada uno de nosotros sus creaturas. Y responde, mostrándonos cómo es El y cuál es el camino para llegar a Él, con Su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo en un momento dado de nuestra historia. (Cfr. Juan Pablo II, En el umbral del Tercer Milenio). Los Tres Reyes ofrecieron regalos al Dios-Hombre: oro, en reconocimiento de que era Rey, el Rey de Reyes; incienso, con que lo reconocían como Dios, y mirra, sustancia usada para ungir a los muertos, simbolizaba su muerte como Hombre para nuestra salvación. 5) El Bautismo de Jesús La fiesta del bautismo del Señor cierra el ciclo litúrgico de Navidad y Epifanía, dedicado a conmemorar la manifestación de Dios en la humanidad de Jesús. Cada una de las fiestas que celebraremos durante estos días, nos ha puesto de manifiesto algún aspecto particular del misterio de la encarnación: Navidad nos ha mostrado la humildad y pobreza del nacimiento de Jesús; el Año Nuevo nos hará contemplar la maternidad virginal de María; Epifanía pone al descubierto la dimensión universal de la misión de Cristo, que quiere que todos los hombres se salven; y la fiesta del Bautismo del Señor nos indica cómo y cuándo se despertó en el hombre Jesús la conciencia clara de dicha misión. El Bautismo de Jesús y el cambio que significó en su camino humano, es sin duda un hecho histórico (diría que trascendental en la historia de la humanidad). La manifestación de la Trinidad de Dios es algo distinto porque supone una visión de fe. Los evangelios hablan de una voz venida del cielo que se oye, de una paloma que también baja y se posa en Jesús... Lo más probable es que se trate de modos de hablar escogidos por los evangelistas en su esfuerzo para expresar lo que sólo es perceptible desde la fe. Modos de expresar que aquel hombre llamado Jesús era realmente el Hijo amado del Padre, era el Hombre lleno del Espíritu Santo de Dios. Y que, por eso, a través suyo, a través de sus palabras y obras que entonces empezaban a manifestarse, podíamos entrar en relación con la Trinidad de Dios. Siempre, pero ante todo en este tiempo, la Iglesia nos invita a sus hijos, renacidos del agua y del Espíritu Santo, a que perseveremos en la escucha de la palabra de Cristo, el Unigénito de Dios Padre, en el fiel cumplimiento de la voluntad divina y en el testimonio de la caridad. ¡FLIZ NAVIDA Y SANTO AÑO 2012! Misa de Noche buena, y fin de año en los siguientes horarios de la noche: 7 san Miguelito, 8 Hospitalito, 9 Santuario parroquial de Nuestra Señora de la Soledad y, 10 La Divina Providencia.