lunes, 30 de mayo de 2011

Sexta semana de pascua. Reflexiones del evangelio de cada día


Sexta semana
Lunes (Jn 15, 26-16, 4)
El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Notemos que Jesús llama al Paráclito el “Espíritu de la verdad”. Notemos que Jesús también dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). De esta doble referencia a la verdad que Jesús hace para definir tanto a Sí mismo como al Espíritu Santo se deduce que, si el Paráclito es llamado por Él “Espíritu de la verdad”, esto significa que el Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo, mantendrá entre los discípulos la misma verdad, que Él ha anunciado y revelado y, más aún, que es Él mismo.
El Paráclito, en efecto, es la verdad, como lo es Cristo. Lo dirá san Juan en su Primera Carta: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5, 6). En la misma Carta el Apóstol escribe también: “Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error” (1 Jn 4, 6).
La misión del Hijo y la del Espíritu Santo se encuentran, están ligadas y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la victoria sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y error es el primer momento de dicha actuación.
Gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia no sólo recuerda la verdad, sino que permanece y vive en la verdad recibida de su Señor. También de este modo se cumplen las palabras de Cristo: “Él (el Espíritu Santo) dará testimonio de mí” (Jn 15, 26). El Espíritu Santo conduce a la Iglesia hacia un constante progreso en la comprensión de la verdad revelada. Vela por la enseñanza de dicha verdad, por su conservación, por su aplicación a las cambiantes situaciones históricas.
Así el “Paráclito”, el Espíritu de la verdad, es el verdadero “Consolador” del hombre; es el verdadero Defensor y Abogado; es el verdadero Garante del Evangelio en la historia: bajo su acción la Buena Nueva es siempre “la misma” y es siempre “nueva”; y de modo siempre nuevo ilumina el camino del hombre en la perspectiva del cielo con “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Martes. Visitación de la santísima Virgen María (Lc 1, 39-56)
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga verme? Concluimos el mes de mayo, mes de María. Celebramos hoy la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen. Todo esto nos invita a dirigir con confianza la mirada a María. En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel.
María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo extraordinariamente único, y decide compartirlo con su parienta Isabel. Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda, que también estaba esperando un hijo, Juan. He aquí la grandeza sencilla y sublime de María.
La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada por el Espíritu, exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 42-45).
Tengamos los mismos sentimientos de alabanza y de acción de gracias de María hacia el Señor, su fe y su esperanza, su dócil abandono en manos de la divina Providencia. Imitemos su ejemplo de disponibilidad y generosidad para servir a los hermanos.
Miércoles
Juan 16,12-15
“El Espíritu de la verdad los guiará hasta la verdad plena”. Ahora nos centramos en la misión del Espíritu Santo, que Jesús señala cuando dice: “Los guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria. Porque recibirá de lo mío y se los anunciará” (Jn 16, 13-14). Así pues el Espíritu no traerá una nueva revelación, sino que guiará a los fieles hacia una interiorización y hacia una penetración más profunda en la verdad revelada por Jesús.
El Espíritu de la verdad ilumina al espíritu humano, como afirma san Pablo: “Todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13). Su presencia crea una conciencia y una certeza nuevas con respecto a la verdad revelada, permitiendo participar así en el conocimiento de Dios mismo. De ese modo, el Espíritu Santo revela a los hombres a Cristo crucificado y resucitado, y les indica el camino para llegar a ser cada vez más semejantes a él.
Con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés comienzan todas las maravillas de Dios, tanto en la vida de las personas como en la de toda la comunidad eclesial. La Iglesia, que surgió el día de la venida del Espíritu Santo, en realidad nace continuamente por obra del mismo Espíritu en numerosos lugares del mundo, en muchos corazones humanos y en las diversas culturas y naciones.
El Espíritu Santo sigue realizando, también hoy, las maravillas de la salvación, inauguradas el día de Pentecostés: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.
Jueves
Juan 16, 16-20
“Su tristeza se transformará en alegría”. San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5, 22), como lo son el amor y la paz. Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana.
Si el cristiano “entristece” al Espíritu santo, que vive en el alma, ciertamente no puede esperar poseer la alegría verdadera, que proviene de él: “Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...” (Ga 5, 22). Sólo el Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para la tristeza. La alegría verdadera es don del Espíritu Santo.
La alegría está vinculada a la caridad (cf. Ga 5, 22). No puede ser, por tanto, una experiencia egoísta, fruto de un amor desordenado. La alegría verdadera incluye la justicia del reino de Dios, del que san Pablo dice que es “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).
Santo Tomás dice que “la tristeza como mal y vicio es causada por el amor desordenado hacia sí mismo, que (...) es la raíz general de los vicios” (II-II, q. 28, a. 4, ad 1; cf. I-II, q. 72, a. 4). El pecado es fuente de tristeza, sobre todo porque es una desviación y casi una separación del alma del justo en orden a Dios, que da consistencia a la vida. El Espíritu Santo, que obra en el hombre la nueva justicia en la caridad, elimina la tristeza y da la alegría. Pidamos al Espíritu Santo que encienda cada vez más en nosotros el deseo de los bienes celestiales y que un día gocemos de su plenitud: “Danos virtud y premio, danos una muerte santa, danos la alegría eterna”.

Viernes
Juan 16, 20-23
“Nadie podrá quitarles su alegría”. Esto si permanecemos unidos a Jesús en el Espíritu Santo, a ejemplo de María, y unidos entre nosotros con el vínculo misterioso que instauran la fe, esperanza y la caridad cristianas.
La alegría, que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23).
Aquí se halla la fuente y el secreto de la alegría cristiana, que nadie puede quitar a los amigos del Señor, según su promesa (cf. Jn 16, 22). Todos estamos invitados a acoger en nuestra vida esta alegría, que recibimos a diario en la Eucaristía, en la que se renueva el misterio pascual: el sacrificio de Cristo se hace presente en la Eucaristía, de forma sacramental, mística, con su coronamiento en el misterio de la resurrección. La vida de la gracia, que llevamos dentro de nosotros mismos, es la vida de Cristo resucitado. Por consiguiente, con la gracia reina en nuestro interior una alegría que nada nos puede arrebatar, de acuerdo con la promesa de Cristo a sus discípulos: “Se alegrará su corazón y su alegría nadie s las podrá quitar” (Jn 16, 22).
Sábado
Juan 16, 23b-28
“El Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre”. Desde el aposento de nuestro ser, todo hombre y mujer, para realizarse como tal y llegar a la plenitud de su vida, debe escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: “El Padre los ama” (cf. Jn 16, 27). Así es hermanos, Dios nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19), acojamos su amor. Permanezcamos firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de nosotros y su alianza de paz nunca fallará (cf. Is 54, 10). Ha tatuado nuestro nombre en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16).
Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: “El Padre los ama”. ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu Santo, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.
Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. “El Padre los ama” desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, “el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre” (CL 34). Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. “¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos” (1 Jn 3, 1). No somos huérfanos; el amor es posible. Porque, como sabemos muy bien, nadie puede amar si no se siente amado.
“El Padre los ama”. Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: “El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21), porque “ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).

domingo, 29 de mayo de 2011

Homilia del sexto domingo de pascua sobre la segunda lectura


SEXTO DOMINGO DE PASCUA/A
Dar razón de nuestra esperanza
La segunda lectura de la primera carta de san Pedro, nos dice: “Glorifiquen en su corazón a Cristo Señor y estén siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se las pida” (1 P 3, 15). Esto es una invitación que nos hace el Espíritu Santo a una relación personal de amor con Cristo, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas nuestras relaciones.
Nuestra esperanza en Cristo, que murió en su cuerpo y resucitó glorificado, está vinculada a esta ‘glorificación’, a este amor a Cristo, que por el Espíritu, habita en nosotros. Nuestra esperanza, su esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. Esta esperanza es de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a nosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.
Nuestra esperanza se manifiesta en el compromiso común, a través de la oración y la activa coherencia de vida, con vistas al establecimiento del reino de Dios. Para nosotros, los cristianos, sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Un poeta francés escribió: “Esperar es lo más difícil (...). Lo fácil, la gran tentación, es desesperarse” (Charles Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, ed. Pléyade, p. 538). Pero para nosotros, los cristianos, nos reconforta y nos anima el saber que El Espíritu es el “custodio de la esperanza en el corazón humano” (“Dominum et Vivificantem”, 67), por esto sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15).
La esperanza en la que el Espíritu Santo sostiene a los creyentes es sobre todo la esperanza de la salvación: esperanza en el Cielo, esperanza en la perfecta comunión con Dios. Esta esperanza es, como afirma la Carta a los Hebreos, “un ancla para el alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allá donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb 6,19-20). Sí, además, Jesucristo es el centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad.
En efecto, El Resucitado vuelve a nosotros con la plenitud de la alegría y con una sobreabundante riqueza de vida. La esperanza se convierte en certeza, porque, si él ha vencido a la muerte, también nosotros podemos esperar triunfar un día en la plenitud de los tiempos, contemplando de modo definitivo a Dios.
Que la virgen de la esperanza nos lleve hacia su Hijo, que murió y resucitó para nuestra salvación, pues, Jesús vino a ofrecernos su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo; y en nuestra existencia cotidiana debemos saber dar razón de él, nuestra esperanza cierta, conscientes de que “el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado”, (Gaudium et spes, 22), y resucitado para nuestra salvación.

jueves, 26 de mayo de 2011

¿Derechos sólo para pocos? el derecho y la justicia


¿DERECHOS SOLO PARA POCOS?
¿Tiene el derecho algo que ver con la justicia?
En este articulo, no se pretende halar del derecho a la vida, que tiene el ser humano, desde su concepción a la muerte natural: aquí los legisladores adornan a las madres con todos sus derechos a tener o no tener a un hijo, olvidando los derechos de aquellos nuevos seres que no saben por qué no los quieren, que no tienen voz, que no pueden exigir sus derechos ni defenderse. Tampoco queremos abordar el tema de los derechos dados a aquellos, que se han puesto por encima de los derechos de Dios, que no quieren a Dios, y que han decidido resolver su vida al margen de Dios.
No buscamos, pues tocar las grandes cuestiones relativas al derecho a la vida de todo ser humano desde la concepción hasta la muerte, el empeño en la promoción de la familia según el designio originario de Dios, sino a la necesidad urgente, que ya sienten todos, de tutelar el ambiente en el que vivimos. Sobre todo en este campo, que concierne a los derechos fundamentales de la convivencia humana.
En todo sociedad, para la armonía de la convivencia se requieren normas, pocas, pero las suficientes, para vivir y dejar vivir. Claro que en este artículo, lejos de estar en contra, estamos a favor del diálogo entre la autoridad municipal y la sociedad, que les ha concedido la oportunidad de servir al bien de todos.
Junto con el sano esparcimiento personal y colectivo, exigimos los vecinos que se garantizará también la tutela del ambiente, ambos ordenados hacia la paz interior de las familias, sobre todo en ciertas horas de la noche o en ciertos momentos en que se oficia el culto en los templos.
El radicalismo de los desafíos que plantean hoy a la humanidad, por una parte, el progreso de la ciencia y de la tecnología y, por otra, los procesos de laicización de la sociedad, exige un esfuerzo intenso de profundización de la reflexión sobre el hombre y sobre su ser en el mundo y en la historia. Es necesario dar prueba de una gran capacidad de diálogo, de escucha y de propuesta, con vistas a la formación de las conciencias. Sin una cultura que promueva los valores fundamentales de cada persona, no puede existir una sociedad sana ni la garantía de paz y justicia.
La igualdad de oportunidades es una forma de justicia social que propugna que un sistema es socialmente justo cuando todas las personas potencialmente tienen básicamente las mismas posibilidades de acceder al bienestar social y poseen los mismos derechos políticos y civiles.
Sin embargo, pareciera que algunas autoridades o desconocen o no lo han sabido aplicar o sencillamente no quieren meterse en temas que les resten desgaste político o quizá simplemente no tiene aptitudes para ser buenos representantes del pueblo que reclama el bien común. En nuestro entorno se ve que no se toma en cuenta la relación justicia-derecho, por ejemplo:
1) la justicia distributiva que regula la participación de los diferentes individuos en los bienes de que dispone el conjunto de la sociedad;
2) la justicia conmutativa, que regula las relaciones entre los mismos individuos o las instituciones particulares, y
3) la justicia legal, que regula las relaciones de los individuos con la sociedad, de manera que el individuo queda subordinado al bien común.
Después de estas premisas denunciamos, que:
1) en el centro histórico de Irapuato los de algunas iglesias tienen derecho a pregonar su doctrina a voz en cuello en las plazas, pero lo que están en su entorno, tienen qué soportarlos, aunque no les guste, porque dicen que son mexicanos y que es un lugar público, pero entonces ¿donde están las reglas de respeto y legalidad, necesarias para la convivencia?
2) Sólo unos tienen derechos y los demás; o en este mismo orden de cosas, los no católicos tienen derecho a estar pregonando a todo volumen sus oraciones y sus doctrinas desde las 6 de la mañana, mientras en sus hogares los vecinos descansan un poco más, antes de levantarse para ir a sus ocupaciones diarias. ¿A esto se le puede llamar respeto ajeno entre los individuos como entre los ciudadanos?
3) Desde la nueve de la mañana a todo volumen hay música por parte de la presidencia para hacer ejercicios físicos. Dicen es que es parte del programa de…, bueno y ¿los vecinos no tienen derecho al silencio y estar en santa paz, o dormir un poco más el domingo?
4) El famoso danzón que va desde las 6 de la tarde hasta a las 11 de la noche, y esto como es costumbre a todo volumen, con un alcance a decenas de cuadras a la redonda, ¿Qué los vecinos no tienen derecho a su privacidad, invadida por los ruidos todo el día?, ¿No tienen derecho a descansar, para ir al trabajo el día siguiente?
5) A todo esto podemos añadir que con todo este ruido se contaminan nuestros templos, y se celebran los misterios de nuestra fe entre y el ruido y los gritos de todos.
De todo esto aclaro, que no es tema personal, sino que soy portador de un gran contingente de vecinos que ya están hartos de tanta contaminación ambiental, y que hacen o apoyan nuestras las autoridades municipales. Nada. Al pueblo “pan y circo”, como en la costumbre romana, y con esto el pueblo está tranquilo y satisfecho…
Es que tienen derecho, se dice. Pero acaso, ¿los derechos son para todos o para unos cuantos? Todos los actores anteriores exigen derechos para divertirse o atraer prosélitos. ¿Pero, los que qué tenemos que soportarlos, semana a semana, no tenemos derechos?
Parece ser que se desconoce la dimensión pública de la justicia, que está en íntima relación con la dimensión privada, y se desconoce la fundamental igualdad de todos los hombres y la necesidad de llegar a una condición de vida más humana y más justa. En efecto, todos sabemos y intuimos que las instituciones humanas, privadas o públicas, han de esforzarse por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre; que han de luchar con energía contra cualquier esclavitud social o política y que se han de respetar, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque lamentablemente, es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado. Es un texto básico para renovar la práctica de la justicia dentro de toda comunidad, particularmente en los llamados países en vías de desarrollo.
Tanto en las sociedades como en las comunidades existen normas y reglas que facilitan la convivencia, de no ser así, la vida entre varias personas con distintas características, intereses, ideas, etc., es difícil de llevar, especialmente cuando se debe respetar los derechos y deberes que cada uno tiene por igual.
Al vivir en sociedad, se hace indispensable un orden, un mecanismo que regule la conducta de las personas, de tal manera que se respeten los derechos y las libertades de todos por igual; con ello surgen las normas, que en el caso que nos ocupa, si las hay pedimos que se apliquen en vistas a una convivencia pacífica, de forma que todos vivaos y dejemos vivir.
No me cuesta comprender la necesidad de tales esparcimientos, pero no a costa de los derechos del prójimo. Porque los derechos tienen límites, condicionados por los derechos del otro. Aquí está el tema del asunto: sólo para unos derechos y para otros sólo discriminación. Parece que hoy día se empeña el mundo por proclamar los derechos de las minorías, en contra de las mayorías.
Reitero, que esto no es sólo el sentir y el pensar del que suscribe, sino de la mayoría de los vecinos del área, que incluso están dispuestos a manifestarse anexando sus firmas a este artículo. Pero esto no sería necesario en la medida en que la autoridad aplica las reglas de convivencia, para logar la armonía y la paz de todos.
Si no, que la autoridad venga y pernocte en las áreas de mayor ruido, o que esté en una ceremonia religiosa, por ejemplo, si se le cosa un hijo, teniendo la música enfrente o a un constado del Templo, y entonces quizá verían que es muy desagradable, realizar los grandes acontecimientos de la vida familiar en tales condiciones.
Cuando tu estés my cansado con ganas de dormir o simplemente de descansar, y el vecino ponga a todo volumen su alta voz, o tengas un enfermo en casa, podrías, quizá comprender mejor la razón de este artículo.
Para finalizar, podemos traer aquí las palabras de Benito Juáres: “Mexicanos: encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y a consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus auspicios, será eficaz la protección de las leyes y de las autoridades para los derechos de todos los habitantes de la República. Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz” (Benito Juárez, 15 de julio de 1867).
Vivimos en una sociedad donde cada uno sabe que tiene unos “derechos” por los cuales de vez en cuando se entra en discusión con los demás. Para convivir los unos con los otros sin problemas debemos respetar esos derechos y por ello es necesario el Derecho ya que sin él podíamos entrar en un caos.
Por consiguiente, la convivencia social consiste en el respeto mutuo entre las personas, las cosas y el medio en el cual vivimos y desarrollamos nuestra actividad diaria. Decimos de la importancia de las leyes por que éstas regulan y garantizan el cumplimiento de esa convivencia social.



lunes, 23 de mayo de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Quinta semana de pascua


Quinta semana

Lunes
Jn 14, 21-26
El Espíritu Santo, que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas. La venida del Espíritu Santo sucede después de la ascensión al cielo. La pasión y muerte redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto.
El Espíritu Santo es el que “viene” después y en virtud de la “partida” de Cristo. Más aún, “según el designio divino, la ‘partida’ de Cristo es condición indispensable del ‘envío’ y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo” (cf. Encíclica Dominum et Vivificantem, 11).
La encarnación alcanza su eficacia redentora mediante el Espíritu Santo. Cristo, al marcharse de este mundo, no sólo deja su mensaje salvífico, sino que “da” el Espíritu Santo, al que está ligada la eficacia del mensaje y de la misma redención en toda su plenitud.
En efecto, “El Paráclito, el Espíritu Santo, nos hace entender a los creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo. El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26).

Martes
Jn 14, 27-31
Les doy mi paz. Estas palabras las pronunció Jesús durante la última Cena: se trata de su testamento espiritual. La promesa que hizo a sus discípulos se realizará en plenitud en su Resurrección. Al aparecerse a los Once en el Cenáculo, les dirigirá tres veces el saludo: “¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 19).
Por tanto, el don que hace a los Apóstoles no es una ‘paz’ cualquiera, sino que es la misma paz de Cristo: ‘mi paz’, como dice él. Y para que lo comprendan bien, les explica de manera más sencilla: “Les doy mi paz, no como la da el mundo” (Jn 14, 27).
El mundo, hoy como ayer, anhela la paz, necesita paz, pero a menudo la busca con medios inadecuados, en ocasiones incluso recurriendo a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En esas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. En cambio, la paz de Cristo reconcilia las almas, purifica los corazones y convierte las mentes.
“Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. De la caridad y del amor mutuo brotan la paz y la unidad de todos los cristianos, que pueden dar una contribución decisiva para que la humanidad supere las razones de las divisiones y de los conflictos.
Todo, en nuestro ambiente, estamos llamados a ser auténticos “constructores de paz” (cf. Mt 5, 9). Que la Virgen de la Paz nos ayude y acompañe, signo y transparencia de la paz de Cristo.

Miércoles
Jn 15, 1-8
El que permanece en mí y Yo en él, ese da fruto abundante. Jesús nos ofrece la oportunidad de una maravillosa unión con él, cuando lo recibimos en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Jesús nos enseña en el evangelio de hoy que nuestra única esperanza de dar fruto, es nuestra unión con él “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15, 4).
La salvación entera, toda la gracia, se encuentra en Él, en Cristo. Y en nosotros: en los hombres, por Él y sólo por Él y por medio de Él. El Padre es el viñador de esta vida que nos ha sido revelada y nos ha sido dada a nosotros los hombres en Jesucristo crucificado y resucitado.
En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos ha exhortado a permanecer en Él, para unir consigo a todos los hombres. Esta invitación exige llevar a cabo nuestro compromiso bautismal, vivir en su amor, inspirarse en su Palabra, alimentarse con la Eucaristía, recibir su perdón y, cuando sea el caso, llevar con Él la cruz. La separación de Dios es la tragedia más grande que el hombre puede vivir. La savia que llega al sarmiento lo hace crecer; la gracia que nos viene por Cristo nos hace adultos y maduros a fin de que demos frutos de vida eterna.

Jueves
Jn 15, 9-11
Permanezcan en mi amor para que su alegría sea plena. Desde lo alto de la cruz y desde el corazón de su sacrificio salvífico, Cristo continúa diciéndonos: “Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). El amor que nos tiene Cristo arranca del amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso se manifiesta con una máxima expresión: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13).
“Permanezcan en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Y ¿cómo es este amor de Cristo? “Hasta dar la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13). Así lo había dicho el Señor cuando se presentó como Buen Pastor: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Ibíd., 10, 15). ¿Qué podría haber más grande para nosotros? Y por eso hemos de tener siempre el deseo de Cristo en nuestro ser: ¡permanezcamos en su amistad! Permanezcamos en El como El permanece en el amor del Padre.
El mandamiento del Señor, necesario para permanecer en él, no es otro que el del amor, que Jesús mismo, al inicio del discurso (cf. Jn 13, 34) califica como ‘nuevo’. “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Por tanto, el amor al prójimo, a todo prójimo, que junto con el amor a Dios sobre todas las cosas, constituye el núcleo de los mandamientos divinos.
Jesús quiere que sus discípulos “permanezcan” en el amor que él les tiene; pero esto sólo es posible si demuestran responder a su amor, cumpliendo todo lo que él les ha enseñado y mandado, “para que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría sea plena” (cf. Jn 15,11).

Viernes
Jn 15, 12-17
Este es mi mandamiento que se amen los unos a los otros. Ayer decíamos que el centro de la enseñanza de Cristo se halla en el gran mandamiento del amor, este es el mandamiento mayor.
La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque ?el verdadero amor? lleva en sí la dimensión de la eternidad.
El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado ‘a medida de este amor’. ¿No es acaso ésta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?

Sábado
Jn 15, 18-21
Ustedes no son del mundo, pues, al elegirlos, yo los he separado del mundo. el Evangelio no agrada siempre a los hombres. No puede gustarles siempre. Porque no puede ser falsificado con vanas lisonjas, ni se puede buscar en él ninguna ventaja personal, ni tipo alguno de fama o celebridad. A los oyentes les parecerá ‘palabras duras’, y quien lo anuncia y lo confiesa se convertirá en ‘signo de contradicción’. Pues esta verdad divina, esta buena noticia encierra de hecho una fuerte tensión en su interior. En ella se condensa la oposición entre aquello que viene de Dios y aquello que viene del mundo. Cristo dice: “Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece” (Jn 15, 19). Y también: “Sepan que me aborreció a mí primero que a ustedes” (ib., 15, 18).
En lo más íntimo del corazón del Evangelio, de la buena noticia, está impresa la cruz. En ella se entrecruzan las dos grandes corrientes: la una, que partiendo de Dios se dirige hacia el mundo, hacia los hombres que están en el mundo, una corriente de amor y de verdad; la segunda, que discurre a través del mundo: “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y orgullo de la vida” (1 Jn 2, 16). Todo esto no viene #del Padre”.
Ser amigos de Cristo y dar testimonio de Él allí donde nos encontremos exige, además, el esfuerzo de ir contracorriente, recordando las palabras del Señor: estáis en el mundo pero no sois del mundo (cf. Jn 15,19). No tengáis, por tanto, miedo, cuando sea necesario, de ser inconformistas en la familia, entre los amigos o en el trabajo y en todas partes digamos con nuestra vida y nuestras palabras que somos de Jesucristo.

viernes, 20 de mayo de 2011

El derecho a quitarse la vida


EL DERECHO DE LAS PERSONAS A QUITARSE LA VIDA
Derecho del hombre a una muerte digna
Hace pocos días un medio me preguntaba sobre lo que pienso sobre la aprobación de las leyes, por parte de los legisladores, sobre el derecho de las personas a quitarse la vida; es decir, en favor de la legalización de la cooperación al suicidio, o, si se prefiere, su apología de la muerte voluntaria y del asesinato filantrópico, o si se refiere el derecho a la asistencia médica para morir, esto es, la eutanasia. Esto me ha movido a ofrecer una respuesta sobre el tema, de de forma más razonada y dentro de la investigación, por este medio.
La vida es un don que no se recibe a beneficio de inventario. ¿Es que, acaso, es menos digna la vida de los enfermos incurables o terminales que deciden seguir viviendo? Por lo demás, el de eutanasia es un pésimo término para designar lo que pretende. No hay otra buena muerte que la que pone fin (para los creyentes en la inmortalidad, un final sólo mundano o terreno) a una vida buena. Es grave irresponsabilidad promover una decisión definitiva y mortal para quienes pueden padecer un transitorio episodio depresivo. Se invoca la libertad. Pero, ¿es imposible manipular la voluntad de quien sufre? ¿No es irresponsable ofrecerle una salida fácil a quien no tendrá la oportunidad de arrepentirse?
Estamos ante una cultura que no valora al ser humano por lo que es, sino por lo que tiene o pueda aportar al conjunto de la sociedad es una cultura llamada a la muerte. Bajo la supuesta compasión solidaria se alberga una actitud de evasión, egoísmo, y soberbia de querer ser el dueño de la vida y de la muerte, apropiándose de potestades divinas. En los países en los que impera el utilitarismo, los ancianos, enfermos y discapacitados son seres absolutamente indefensos ya que su sola existencia es declarada non grata; son personas cuya presencia molesta y estorba al Estado y como gran remedio están destinadas a una muerte cruel, fría y demoledora.
Se argumenta que todo hombre tiene derecho a decidir sobre sí mismo. Pero quienes sostienen esta premisa muchas veces se olvidan de los derechos de los demás y de los derechos de Dios. Por tanto, así como el hombre tiene derechos; por encima de todo, Dios tiene derechos sobre sus creaturas, por ser el Creador y Padre de todos los vivientes.
El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no tiene un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre poseedor de la misma, pero no puede disponer de ella a capricho. Así se expresa Dios en el Antiguo Testamento: "Ved ahora que yo, sólo yo soy, y no existe otro dios frente a mí. Yo doy la muerte y yo doy la vida, yo hago la herida y yo mismo la curo, y no hay quien pueda librar de mi mano (Dt 32,39). La Biblia y la Tradición es unánime en la condena de todo tipo de suicidio.
El acabar con la propia vida no es fruto de una opción valiente y decisiva de la persona, al contrario, significa una debilidad y falta de voluntad, dado que el suicida no es capaz de asumir las grandes dificultades que pueden acontecer en su existencia. Para el creyente significa además una falta de confianza en Dios. Con frecuencia, el suicidio se consuma cuando el individuo está sometido a profundas debilidades psicológicas que le impiden asumir valientemente las dificultades que entraña la vida. Además, el suicidio supone un desprecio de la propia persona y causa un grave mal a la convivencia social.
Ante el aumento del fenómeno social del suicidio, la Santa Sede emitió un documento, en el cual enjuicia las causas que lo provocan, ofrece los remedios para evitarlo, argumenta sobre su no licitud y finaliza con la condena en estos términos: "La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad" (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia, I, 3. Vaticano 27-VI-1980).
Hay dos maneras muy diferentes de defender los derechos humanos. La primera consiste en hacer una reflexión antropológica profunda, seria, sobre la condición humana, sobre lo que significa ser persona, sobre lo específico del hombre. A través de ella, muchos pensadores del pasado y del presente han descubierto que el hombre está dotado de una dignidad profunda debida a su condición de ser superior a lo simplemente material. Esta superioridad se funda en la condición espiritual, transcendente, del ser humano.
La otra manera de defender los derechos humanos consiste en dejar de lado las discusiones filosóficas y antropológicas para limitarse a analizar y elaborar leyes, constituciones, resoluciones, declaraciones nacionales o internacionales. Creen que esta estrategia permitiría promover aquellos derechos, por el hecho de estar apoyados en muchas resoluciones y leyes.
En realidad, el más rico conjunto de resoluciones, por muy perfectas que puedan parecer, no es capaz de fundar ni el más “pequeño” derecho humano. Como tampoco será capaz de “demostrar” que lo blanco es negro. O, por poner dos ejemplos tristemente famosos, una resolución nunca probará realmente que el aborto sea un derecho, cuando en realidad es un crimen; o que existe un “matrimonio entre personas del mismo sexo”, lo cual es una afirmación sin sentido, pues sólo hay matrimonio entre personas de distinto sexo.
Al respecto decía Juan Pablo II: “El hombre de hoy vive como si Dios no existiese y por ello se coloca a sí mismo en el puesto de Dios, se apodera del derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana y esto quiere decir que aspira a decidir mediante manipulación genética en la vida del hombre y a determinar los límites de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales atenta abiertamente contra la familia. Intenta de muchas maneras hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. El misterio de la iniquidad continúa marcando la realidad de este mundo.» (Juan Pablo II, Homilía en Cracovia, 18/8/2002).
En efecto, ante todo los legisladores que viven y dictan leyes al margen de Dios, no ven o no quieren ver la voluntad santo de Dios: “No matarás”, y por ende, deciden legislar sobre mal llamado derecho a morir con dignidad –amparándose en el derecho a establecer la fecha de su muerte, y el derecho a no sufrir. Bien se comprende que es desalentador ver que el enferma no mejora; que pasan los días, meses y años; y su estado va en detrimento; la esperanza se desvanece ante tan triste panorama; pero, poner fin a los tormentos con la muerte es huir de la realidad, es renunciar a enfrentarse al sufrimiento; es a fin de cuentas dejarse llevar por una auténtica desesperanza que no concluye nunca pues lo que a continuación acontece es un remordimiento que invade la capa más sublime del hombre: su conciencia.
Quizás lo que está ausente es la búsqueda del sentido del dolor, el misterio del sufrimiento –que bien merece una reflexión aparte– presente en la vida del hombre y que difícilmente puede eludir. Vienen a mi memoria tantos testimonios ejemplares, de personas que supieron aceptar –que no soportar– con profunda serenidad dentro de una agonía sin límites su enfermedad o la del familiar, transformando las pesadas cargas en valiosas oportunidades, con el fin de prepararse con paz y esperanza al tránsito a la otra vida.
Por tanto, el derecho a la asistencia médica para morir sería un autentico fracaso, se cometería una aberración con un mal uso de la libertad, pues sólo se es realmente libre cuando se procura el bien y cuando se sabe respetar y comprender la verdad sobre el ser humano y su dignidad.
La vida del hombre sobre la tierra está determinada en el tiempo. El hombre y la mujer clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, "la violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateísmo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una sobrecarga, parece que nuestra época -falta de fe y con una palpable pasión por el placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la defensa de la "muerte dulce", tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica ‘Evangelium vitae’ define así la eutanasia: "Es una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor" (EV 65). Y este documento magisterial concluye: "La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados". En consecuencia, para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
1) tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios adecuados para conseguirla;
2) aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y proporcionados para obtener la salud del enfermo;
3) que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la "autoeutanasia", que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a sí mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el médico) para que su muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La "heteroeutanasia" es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La "autoeutanasia" provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios. La "heteroeutanasia", además de ser un pecado grave, lesiona también gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse como "eutanasia". En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados, aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación, cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en este caso entra en juego el principio ético de "morir dignamente". El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la "distanasia", que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el "ensañamiento terapéutico" (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo II lo hizo con esta fórmula tan solemne: "De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal" (EV 65).
La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor inconmensurable de la vida humana. Pues bien, más que cualquier antropología filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a todas las criaturas y en ese relato se destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la revelación, que el Dios cristiano "no es el Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12,27).
A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al asesino Caín esta dolorosa pregunta: "¿Qué has hecho?". Y el Señor clausuró su discurso con esta condena radical de la muerte: "La voz de la sangre de tu hermano clama hacia mí desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate de esta tierra que ha abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano" (Gn 4,10-11).
Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso sólo se hace mención de dos árboles: uno es el "árbol de la vida" (Gn 2,9), el otro es el árbol del "bien y de mal", del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).
Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y "no se recrea en la destrucción de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera" (Sap 1,11). Dios asegura: "no me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que murió "lleno de años" (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual "es la fuente de la vida! (Prov 14,27).
Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aún más la valoración de la vida. Jesús es "el Verbo de la vida" (1 Jn 1,1); Él posee la vida desde la eternidad (Jn 1,4); dispone de la vida (Jn 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn 10,10). Él mismo es "la vida" (Jn 14,6). Él puede comunicar una vida que "salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: "El que crea en mí no morirá para siempre" (Jn 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aún devolviéndola a algunos muertos.
A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie con este grave y tajante imperativo: "No matarás" (Ex 20,13). Y Dios amenaza que quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: "Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre, otro hombre derramará su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre" (Gn 9,5-6).
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda vida humana es digna y sagrada: "La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente".
Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en sí misma, sino de la vida adjetivada como productiva, útil, placentera... Por eso, aunque aparentemente defiendan la vida, sin embargo sólo protegen la "vida sana" y "útil" y en su perspectiva la vida débil queda indefensa.

jueves, 19 de mayo de 2011

Quinta Semana de Pascua/A Seguna lectura


QUINTO DOMINGO DE PASCUA/A
Ustedes son piedras vivas, estirpe elegida, sacerdocio real
Nosotros, la Iglesia no vive ‘frente a’ la Trinidad, sino ‘en’ la Trinidad, amada con el mismo amor con que se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu. Y, contemplando una realidad tan inefable, el apóstol san Pedro, en la segunda lectura de hoy, puede definir al nuevo pueblo de los bautizados como “piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual..., linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 P 2, 5-9). Se trata de hacer de la propia vida un don, una oblación a Dios, que nos llama a construir el edificio espiritual que es la Iglesia.
Estas palabras, dirigidas a los cristianos de la Iglesia naciente, vinieron a ser una realidad para nosotros el día de nuestro bautismo, cuando quedaos consagrados a la Santísima Trinidad. Al bendito día de nuestro bautismo se refiere la exhortación citada de san Pedro contenida en la segunda lectura: Todos nosotros fuimos llamados a formar parte del edificio espiritual que es la Iglesia, cuya piedra angular es Cristo Jesús.
“Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes”. El prefacio nos dice: Cristo ‘no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión” (Prefacio IV de la Pasión del Señor).
Por consiguiente, La liturgia, el culto, es acción de todo el Cuerpo místico de Cristo, Cabeza y miembros (cf. ib., n. 1071). Es acción de todos los fieles, porque todos participan en el sacerdocio de Cristo (cf. ib., nn. 1141 y 1273). Pero no todos tienen la misma función, porque no todos participan del mismo modo en el sacerdocio de Cristo. “Por el bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama “sacerdocio común de los fieles”. A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio conferido por el sacramento del orden” (ib., n. 1591), o sea, el “sacerdocio ministerial”. “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras” (LG 10).
El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberíamos hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2, 4-10)” (n. 10).
Por esto, san Pedro también nos dice: “Cristo sufrió por ustedes, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Seguir las huellas de Jesucristo quiere decir revivir en nosotros su vida santa, de la que hemos sido hechos partícipes con la gracia santificante y consagrante recibida en el bautismo. La Iglesia necesita hoy laicos maduros que actúen como discípulos y testigos de Cristo, artífices de comunidades cristianas, transformadores del mundo con los valores del Evangelio.
Todos los cristianos, pues, debemos pues mirar a María, que precede en la fe a la Iglesia, para comprender y llevar a la práctica el sentido de la propia misión: cooperar en la obra de la salvación operada por Cristo hasta su conclusión definitiva en el reino de los cielos.

martes, 17 de mayo de 2011


"Señor mío y Dios mío"
Cuarta Semana
Lunes Jn 10, 11-18
El buen pastor de la vida por sus ovejas. Jesús se aplica a sí mismo esta imagen (cf. Jn 10, 6), arraigada en el Antiguo Testamento y muy apreciada por la tradición cristiana. Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se estable así una profunda comunión entre el buen Pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, “a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. (...) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 3-4). Una costumbre consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y ellas confían en él y lo siguen fielmente.
El buen pastor de la vida por sus ovejas, lo que equivale a decir: “En esto consiste mi conocimiento del Padre y el conocimiento que el Padre tiene de mí, en que doy mi vida por mis ovejas; esto es, el amor que me hace morir por mis ovejas demuestra hasta qué punto amo al Padre”. Referente a sus ovejas, dice también: Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Y un poco antes había dicho también acerca de ellas: El que entre por mí se salvará, disfrutará de libertad para entrar y salir, y encontrará pastos abundantes. Entrará, en efecto, al abrirse a la fe, saldrá al pasar de la fe a la visión y la contemplación, encontrará pastos en el banquete eterno.
Al meditar en el Evangelio del buen Pastor, pidamos al Señor que abra cada vez más nuestro corazón y nuestra mente para escuchar su llamada, y seguirlo acogiendo su persona, su vida y su mensaje, en la vida ordinaria de cada día.
Martes
Jn 10, 22-30
El Padre y Yo somos uno. Si ayer en el texto del Evangelio Jesús nos decía: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre; hoy nos dice: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 27-30); esto quiere decir que Jesús es Dios como el Padre. Jesucristo, en cuanto Dios, es Señor de la vida, es la resurrección para todo aquél que crea en Él.
Dios es Amor, Bien, Belleza, Verdad, es la fuente de la alegría. Esas realidades se manifiestan en Jesús, “totalmente Dios aunque hombre, y totalmente hombre aunque Dios”. Podríamos decir que Jesús es el rostro de Dios para la humanidad, haciéndonos eco del Apóstol, quien lo llama “Imagen de Dios invisible”. Desde que el Verbo Eterno pone su morada entre nosotros y se hace hombre en el vientre inmaculado de la siempre Virgen María, el misterio del ‘Unigénito del Padre’ se manifiesta entre los seres humanos.
El Señor expresa el gran misterio de su identidad divina cuando enseña: “Yo y el Padre somos uno”. Y en la línea de la manifestación lo hace al decir: “Si me conocen a mí, conocerán también a mi Padre; desde ahora lo conocen y lo han visto... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”: los dos somos de la misma naturaleza. Yo soy Dios como el Padre. Pero Jesús quiere que sus discípulos “…sean uno”, como él y el Padre son uno. Jesús nos pide la unidad fraterna: Los fieles hemos de vivir esta unidad del Padre y del hijo en el Espíritu Santo, para que el mundo crea en Él y se salve.
Así pues, por medio de su Hijo y por el Don de su Espíritu “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de unidad salvadora” (LG 9).
Miércoles
Jn 12, 44-50
Yo he venido al mundo como luz. Como dice el apóstol Juan: “Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). Dios no ha creado la oscuridad, sino la luz. Cristo es la luz, y la luz no puede oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Cristo ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como “hijo de la luz”.
Cristo, luz de la humanidad, disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre que viene al mundo. Cristo, que estaba en Dios desde el principio (cf. Jn 1, 4), es vida que se dona, que nada retiene para sí y que, sin cansarse, libremente se comunica. Es luz, "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9). Es Dios, que vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14) para indicarnos el camino de la inmortalidad propia de los hijos de Dios y para hacerlo accesible.
En otro lugar Jesús ha dicho: “Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas” (Jn 12,46). Él ha querido hacer brillar su Luz asociando a su misión a sus discípulos, quienes congregados en su Iglesia -desde que el Señor Resucitado ascendió a los cielos hasta que Él vuelva- han de hacer brillar “en su rostro”, es decir, en sí mismos la luz de Cristo para reflejarla al mundo entero: “Luz de los Pueblos es Cristo…” (LG 1).
San Gregorio de Nisa al respecto enseña: “Considerando que Cristo es la luz verdadera sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de Él emanan para iluminarnos, para que nos desnudemos de las obras de las tinieblas y andemos como en pleno día, con dignidad, y apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas y obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz y, según es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras”.

Jueves
Jn 13, 16-20
El que recibe al que yo envío, me recibe a mí. Al hacerse una sola cosa con el Maestro, los discípulos ya no están solos para anunciar el Reino de los cielos, sino que el mismo Jesús es quien actúa en ellos. Y además, como verdaderos testigos, “revestidos de la fuerza que viene de lo alto” (cf. Lc 24, 49), predican “la conversión y el perdón de los pecados” (Lc 24, 47) a todo el mundo.
Jesús los asocia los discípulos a su misión recibida del Padre: como “el Hijo no puede hacer nada por su cuenta” (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin El de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como “ministros de una nueva alianza” (2 Cor 3, 6), “ministros de Dios” (2 Cor 6, 4), “embajadores de Cristo” (2 Cor 5, 20), “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1).
Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión: “quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquél que me ha enviado” (Mt 10, 40).
Viernes Jn 14, 1-6
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Hablemos de cada término, aunque sea brevemente:
Por camino los judíos entendían la norma de conducta codificada en la Ley. Al decir Yo soy el Camino afirma que guardando sus mandamientos el creyente alcanza la salvación, al entrar en una profunda comunión de amor con Él y con el Padre: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama… Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,21.23). De aquí se desprende que cuando Cristo dice Yo soy el Camino no se refiere sólo a sus mandamientos, sino también a su propia Persona. En este sentido es fundamental comprender la identidad del Señor Jesús, quién es Él: Él es el Camino, Él es Dios mismo que se ha hecho verdaderamente hombre para que el hombre, entrando y permaneciendo en comunión con Él, pueda llegar a participar plenamente de la naturaleza divina (Cfr 2Pe 1,4).
Cuando Jesús dice: Yo soy la Verdad, quiere decir que, Él es el único capaz de hablar verazmente de Dios porque “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1,18). Él es el único que viniendo de Dios conoce a Dios y puede dar testimonio de Él. En cuanto que es el único que posee la verdad sobre Dios es también el único que posee la verdad completa sobre el ser humano: su origen, su identidad, el sentido de su existencia, su destino último. Él, que es la Verdad y ha venido a dar testimonio de la verdad (ver Jn 18,37), revela al hombre el propio hombre y le muestra la sublimidad de su altísima vocación.
Y cuando el Señor afirma: “Yo soy la Vida”, quiere decir que, en cuanto Señor de la Vida, Él es para el ser humano la fuente de su propia existencia y el fundamento de una vida que luego de la muerte y resurrección se prolongará por toda la eternidad en la comunión y participación con Dios, uno y trino.
Concluyamos con el pensamiento magistral de San Agustín: “’Yo soy el camino, la verdad y la vida’ Con estas palabras Cristo parece decirnos: “¿Por dónde quieres tú pasar? Yo soy el camino. ¿Dónde quieres llegar? Yo soy la verdad, ¿Dónde quieres residir? Yo soy la vida.” Caminemos, pues, con toda seguridad sobre el camino; fuera del camino, temamos las trampas, porque en el camino el enemigo no se atreve atacar -el camino, es Cristo- pero fuera del camino levanta sus trampas”.
Sábado Jn 14, 7-14
Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”» (Ad Rom., 7). “Déjame ver, por favor, tu gloria” (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.
“A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado” (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: “Señor, muéstranos al Padre”. Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 8-11).
Por tanto, también el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, “el que me odia, odia también a mi Padre” (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, “síntesis de todo el Evangelio” (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4).

sábado, 14 de mayo de 2011

Cuarto domingo de pascua

TERCER DOMINGO DE PASCUA
Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 P 1, 19). Por su parte, el apóstol san Pablo afirma en la carta a los Gálatas que “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). Esta libertad tiene un precio muy alto: la vida, la sangre del Redentor. ¡Sí! La sangre de Cristo es el precio que Dios pagó para librar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. La sangre de Cristo es la prueba irrefutable del amor del Padre celestial a todo hombre, sin excluir a nadie.
El Beato Juan XXIII, devoto de la Sangre del Señor desde su infancia, elegido Papa, escribió una carta apostólica para promover su culto (Inde a primis, 30 de junio de 1959), invitando a los fieles a meditar en el valor infinito de esa sangre, de la que "una sola gota puede salvar a todo el mundo de cualquier culpa" (Himno Adoro te devote).
El tema de la sangre, unido al del Cordero pascual, es de primaria importancia en la Sagrada Escritura. Jesús en la última Cena cuando, ofreciendo el cáliz a los discípulos, dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Y efectivamente, desde la flagelación hasta que le traspasaron el costado después de su muerte en la cruz, Cristo derramó toda su sangre, como verdadero Cordero inmolado para la redención universal.
El valor salvífico de la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha, se afirma expresamente en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Basta citar la bella expresión de la carta a los Hebreos: “Cristo... penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de novillos y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 11-14).
Toda la vida de la Iglesia está inmersa en la Redención, respira la Redención. Para redimirnos, vino Cristo al mundo desde el seno del Padre; para redimirnos, se ofreció a sí mismo sobre la cruz en acto de amor supremo hacia la humanidad, dejando a su Iglesia su Cuerpo y su Sangre “en memoria suya” y haciéndola ministro de la reconciliación con poder para perdonar los pecados.
En efecto, todos los que han respondido a la elección divina para obedecer a Jesucristo, para ser rociados con su sangre y llegar a ser partícipes de su resurrección, creen que la Redención de la esclavitud del pecado es el cumplimiento de toda la Revelación divina, porque en ella se ha verificado lo que ninguna criatura habría podido nunca pensar ni hacer: o sea, que Dios inmortal en Cristo se inmoló en la Cruz por el hombre y que la humanidad mortal ha resucitado en El. Creen que la Redención es la suprema exaltación del hombre, ya que lo hace morir al pecado con el fin de hacerlo partícipe de la vida misma de Dios. Creen que cada existencia humana y la historia entera de la humanidad reciben plenitud de significado solamente por la inquebrantable certeza de que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 51. 54). Este ha sido nuestro tema: Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Que la Virgen María, quien al pie de la cruz, junto al apóstol san Juan, recogió el testamento de la sangre de Jesús, nos ayude, al participación en esta Eucaristía, a reavivar nuestra fe, para que, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, experimentemos cada vez más plenamente su amor infinito.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas
Las lecturas del día de hoy nos hablan de Jesús, el Buen Pastor, y de nosotros, sus ovejas. San Pedro en su primera carta, llama al Señor Jesús ¡pastor y obispo –guardián- de nuestras almas! (1 P 2, 25). El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, nuestro hermano y redentor, que nos conduce a las fuentes del agua de la vida, porque Él da la vida por las ovejas (Jn 10, 11); sólo Él nos guía y conduce por caminos seguros; sólo Él nos defiende del mal.
San Pedro llama al propio Cristo obispo –obispo de las almas-. Es decir, el “vigilante”, que ve desde lo alto, desde la altura de Dios, a partir de Dios, Cristo tiene una visión de conjunto, desde Dios se ven los peligros y también las esperanzas y las posibilidades. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que el alma del hombre se haga miserable, es evitar que el hombre pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor. Hacer que llegue a conocer a Dios; que no se pierda en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto a lo demás. Jesús, el “obispo de las almas” es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa, en esta perspectiva, asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada. A partir de Él, estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.
En su carta san Pedro también nos dice que ‘andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus vidas’. Cómo nos recuerda cuando Jesús veía aquellas multitudes que lo seguían en el evangelio y sentía lástima porque los veía como ovejas sin pastor y los enseñaba y prodigaba sus milagros, como cuando multiplicó los panes en el desierto para alimentarlos a todos.
No podemos andar solos, “como ovejas descarriadas”, tal como lo dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe 2, 20-25), pues corremos el riesgo de ser devorados por los lobos que están siempre al acecho.
Tenemos, entonces, que reconocernos dependientes -totalmente dependientes de Dios- como son las ovejas con su pastor. Así, como ellas, podemos y debemos ser totalmente obedientes a su Voz y a la Voluntad de Jesucristo, el Buen Pastor.
El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, en su obra admirable de salvación, no quiere estar y actuar solo, sino que quiere asociar colaboradores, hombres elegidos entre los hombres en favor de otros hombres (cf. Heb 5, 1), a los que llama con “vocación” particular de amor, les concede sus poderes sagrados y los envía como Apóstoles al mundo, para que continúen, siempre y por todas partes, su misión salvífica hasta el fin de los siglos.
Así, desde Cristo, la tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas: la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1 P 1, 9). Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1 P 1, 14).
Como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda incursión hostil.
Sigamos al Buen Pastor, permanezcamos unidos a Él, como el sarmiento que, permaneciendo en la vid, da fruto. Cristo, el Buen Pastor, quiere que demos fruto, mucho fruto. Por eso quiere que permanezcamos en El como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Y si el Buen Pastor busca a cada oveja perdida, lo hace para protegerla de los peligros y al mismo tiempo para que no se separe nunca jamás de la vid vivificante, nuestro último destino, nuestro destino feliz.

Homilía del cuarto domingo de cuaresma, segunda lectura

TERCER DOMINGO DE PASCUA
Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 P 1, 19). Por su parte, el apóstol san Pablo afirma en la carta a los Gálatas que “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). Esta libertad tiene un precio muy alto: la vida, la sangre del Redentor. ¡Sí! La sangre de Cristo es el precio que Dios pagó para librar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. La sangre de Cristo es la prueba irrefutable del amor del Padre celestial a todo hombre, sin excluir a nadie.
El Beato Juan XXIII, devoto de la Sangre del Señor desde su infancia, elegido Papa, escribió una carta apostólica para promover su culto (Inde a primis, 30 de junio de 1959), invitando a los fieles a meditar en el valor infinito de esa sangre, de la que "una sola gota puede salvar a todo el mundo de cualquier culpa" (Himno Adoro te devote).
El tema de la sangre, unido al del Cordero pascual, es de primaria importancia en la Sagrada Escritura. Jesús en la última Cena cuando, ofreciendo el cáliz a los discípulos, dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Y efectivamente, desde la flagelación hasta que le traspasaron el costado después de su muerte en la cruz, Cristo derramó toda su sangre, como verdadero Cordero inmolado para la redención universal.
El valor salvífico de la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha, se afirma expresamente en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Basta citar la bella expresión de la carta a los Hebreos: “Cristo... penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de novillos y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 11-14).
Toda la vida de la Iglesia está inmersa en la Redención, respira la Redención. Para redimirnos, vino Cristo al mundo desde el seno del Padre; para redimirnos, se ofreció a sí mismo sobre la cruz en acto de amor supremo hacia la humanidad, dejando a su Iglesia su Cuerpo y su Sangre “en memoria suya” y haciéndola ministro de la reconciliación con poder para perdonar los pecados.
En efecto, todos los que han respondido a la elección divina para obedecer a Jesucristo, para ser rociados con su sangre y llegar a ser partícipes de su resurrección, creen que la Redención de la esclavitud del pecado es el cumplimiento de toda la Revelación divina, porque en ella se ha verificado lo que ninguna criatura habría podido nunca pensar ni hacer: o sea, que Dios inmortal en Cristo se inmoló en la Cruz por el hombre y que la humanidad mortal ha resucitado en El. Creen que la Redención es la suprema exaltación del hombre, ya que lo hace morir al pecado con el fin de hacerlo partícipe de la vida misma de Dios. Creen que cada existencia humana y la historia entera de la humanidad reciben plenitud de significado solamente por la inquebrantable certeza de que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 51. 54). Este ha sido nuestro tema: Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Que la Virgen María, quien al pie de la cruz, junto al apóstol san Juan, recogió el testamento de la sangre de Jesús, nos ayude, al participación en esta Eucaristía, a reavivar nuestra fe, para que, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, experimentemos cada vez más plenamente su amor infinito.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas
Las lecturas del día de hoy nos hablan de Jesús, el Buen Pastor, y de nosotros, sus ovejas. San Pedro en su primera carta, llama al Señor Jesús ¡pastor y obispo –guardián- de nuestras almas! (1 P 2, 25). El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, nuestro hermano y redentor, que nos conduce a las fuentes del agua de la vida, porque Él da la vida por las ovejas (Jn 10, 11); sólo Él nos guía y conduce por caminos seguros; sólo Él nos defiende del mal.
San Pedro llama al propio Cristo obispo –obispo de las almas-. Es decir, el “vigilante”, que ve desde lo alto, desde la altura de Dios, a partir de Dios, Cristo tiene una visión de conjunto, desde Dios se ven los peligros y también las esperanzas y las posibilidades. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que el alma del hombre se haga miserable, es evitar que el hombre pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor. Hacer que llegue a conocer a Dios; que no se pierda en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto a lo demás. Jesús, el “obispo de las almas” es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa, en esta perspectiva, asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada. A partir de Él, estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.
En su carta san Pedro también nos dice que ‘andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus vidas’. Cómo nos recuerda cuando Jesús veía aquellas multitudes que lo seguían en el evangelio y sentía lástima porque los veía como ovejas sin pastor y los enseñaba y prodigaba sus milagros, como cuando multiplicó los panes en el desierto para alimentarlos a todos.
No podemos andar solos, “como ovejas descarriadas”, tal como lo dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe 2, 20-25), pues corremos el riesgo de ser devorados por los lobos que están siempre al acecho.
Tenemos, entonces, que reconocernos dependientes -totalmente dependientes de Dios- como son las ovejas con su pastor. Así, como ellas, podemos y debemos ser totalmente obedientes a su Voz y a la Voluntad de Jesucristo, el Buen Pastor.
El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, en su obra admirable de salvación, no quiere estar y actuar solo, sino que quiere asociar colaboradores, hombres elegidos entre los hombres en favor de otros hombres (cf. Heb 5, 1), a los que llama con “vocación” particular de amor, les concede sus poderes sagrados y los envía como Apóstoles al mundo, para que continúen, siempre y por todas partes, su misión salvífica hasta el fin de los siglos.
Así, desde Cristo, la tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas: la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1 P 1, 9). Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1 P 1, 14).
Como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda incursión hostil.
Sigamos al Buen Pastor, permanezcamos unidos a Él, como el sarmiento que, permaneciendo en la vid, da fruto. Cristo, el Buen Pastor, quiere que demos fruto, mucho fruto. Por eso quiere que permanezcamos en El como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Y si el Buen Pastor busca a cada oveja perdida, lo hace para protegerla de los peligros y al mismo tiempo para que no se separe nunca jamás de la vid vivificante, nuestro último destino, nuestro destino feliz.

lunes, 9 de mayo de 2011

GRandeza de ser Madre


Mujer, ¿quién eres?
Grandeza e Identidad y misión

10 de mayo, el Día de la madre, el día de todas y cada una de las madres, con su individualidad irrepetible, con las características propias de toda mujer y de toda madre. Cada uno de nosotros hoy recuerda a su propia madre. Son muchas las que viven aún, pero hay otras que ya no viven. Y por todas las madres oramos, a todas expresamos nuestro afecto cordial y nuestros mejores deseos: pidiendo al autor de toda maternidad que encuentren consuelo en el fruto de su maternidad, que el Señor las bendiga, y que se sientan bendecidas y amadas por todos. A la única Madre de las madres hemos encomiendo a las madres del Bajío guanajuatense y a todas las madres del mundo.
Finalizábamos el programa haciendo referencia a las características específicas de la mujer. En el mundo de las ciencias y las artes, de las letras y las comunicaciones, de la política, la actividad sindical y la universidad, la mujer tiene su lugar y sabe ocuparlo muy bien. Pero, de igual modo, nadie debe ignorar que, sirviendo a la sociedad familiar con sus propias características, la mujer esposa y madre sirve directamente a la sociedad mayor y también a la humanidad.
La misión que Dios ha confiado a la mujer en su sabio plan se funda en la profundidad de su ser personal que, a la vez que la iguala al hombre en dignidad, la distingue de él por las riquezas específicas de la femineidad, pues la mujer representa “un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad [...], independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera”. (Mulieris dignitatem, 29).
Nunca se insistirá bastante en el hecho de que es preciso valorar a la mujer en todos los ámbitos de la vida. Con todo, hay que reconocer que, entre los dones y las tareas que le son propias, destaca de manera especial su vocación a la maternidad.
Con ella, la mujer asume casi un papel de fundación con respecto a la sociedad. Es un papel que comparte con su esposo, pero es indiscutible que la naturaleza le ha atribuido a ella la parte mayor. A este respecto, escribí en la carta apostólica Mulieris dignitatem: “Aunque “el hecho de ser padres” pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es “la que paga” directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que, en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer” (n. 18).
De la vocación materna brota la singular relación de la mujer con la vida humana. Abriéndose a la maternidad, ella siente surgir y crecer la vida en su seno. Es privilegio de las madres hacer esta experiencia inefable, pero todas las mujeres, de alguna manera, tienen intuición de ella, dado que están predispuestas a ese don admirable.
La misión materna es también fundamento de una responsabilidad particular. La madre está puesta como protectora de la vida. A ella le corresponde acogerla con solicitud, favoreciendo ese primer diálogo del ser humano con el mundo, que se realiza precisamente en la simbiosis con el cuerpo materno. Aquí es donde comienza la historia de todo hombre, Cada uno de nosotros, repasando esa historia, no puede menos de llegar a aquel instante en que comenzó a existir dentro del cuerpo materno, con un proyecto de vida exclusivo e inconfundible. Estábamos en nuestra madre, pero sin confundirnos con ella: necesitados de su cuerpo y de su amor, pero plenamente autónomos en nuestra identidad personal.
La mujer está llamada a ofrecer lo mejor de sí al niño que crece dentro de ella. Y precisamente haciéndose don, se conoce mejor a sí misma y se realiza en su femineidad. Se podría decir que la fragilidad de su criatura despierta sus mejores recursos afectivos y espirituales. Es un verdadero intercambio de dones. El éxito de este intercambio es de inestimable valor para el desarrollo sereno del niño.
Pero frente a estas reflexiones, surge el escenario preocupante del extravío espiritual y de la crisis cultural que afecta al hombre contemporáneo, y que no puede menos de tener efectos insidiosos también con respecto a una auténtica y equilibrada comprensión del papel y la misión de la mujer. Se trata de una desorientación y de una crisis de carácter personal y social, que exponen al hombre al peligro de caer en la indiferencia ética, el aturdimiento hedonista, la autoafirmación a menudo agresiva y siempre lejana de la lógica del auténtico amor y de la solidaridad.
Ante una situación tan preocupante, se puede comprender fácilmente la urgencia y la actualidad de una nueva evangelización, que anuncie a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo y les brinde la certeza de la ternura con la que continuamente sigue nuestro camino. Así pues, un anuncio de alegría y esperanza, que contrarreste el sentido de soledad deprimente a la que tantas veces exponen la falta de certezas, la complejidad de la vida moderna y la angustia del futuro. Pero, a la vez, un anuncio exigente, que impulse a aceptar con generosidad el plan y la invitación de Dios, y no dude en entregar íntegramente la verdad sobre el hombre, como aparece a la luz de la razón y ha sido plenamente revelada por aquel que es «camino, verdad y vida» de los hombres (cf. Jn 14, 6).
María, a quien hoy invocamos bajo el título de santísima Virgen del Carmen, hizo plenamente esa experiencia, pues tuvo la misión de engendrar en el tiempo al Hijo eterno de Dios. En ella la vocación materna alcanza la cima de su dignidad y de sus potencialidades. Que la Virgen santísima ayude a las mujeres a ser cada vez más conscientes de su misión e impulse a la sociedad entera a expresar a las madres toda forma posible de reconocimiento y cercanía.
¡FELICIDADES!

Refllexiones del Evangelio de cada día, Tercera semana de cuaresma


Jesús, pan de vida eterna

TERCERA SEMANA
Lunes Jn 6, 22-29
No trabajen por el alimento que se acaba, sino por el que dura para la vida eterna. Jesús se alejó de la gente que quería hacerlo rey y la gente lo buscó hasta encontrarlo, entonces Jesús les dice que lo buscan porque se saciaron de comida pero lo que debían buscar era el alimento que dura hasta la vida eterna. Jesús es el pan de la vida. En efecto, Jesús nos ha dicho: Yo soy el pan de la vida! Yo soy su alimento, su confort, su esperanza, su felicidad.
Nosotros también hemos de Buscar a Jesús personalmente con el ansia y el gozo de descubrir la verdad, que da honda satisfacción interior y gran fuerza espiritual para poner en práctica después lo que El exige, aunque cueste sacrificio. Nosotros no tenemos qué descaminarnos mucho, para encontrar a Jesús, El esta no sólo cerca, sino dentro de nosotros mismos. Jesús no es una idea ni un sentimiento ni un recuerdo. Jesús es una “persona” viva siempre y presente entre nosotros.
El que busca a Jesús lo encuentra, el que lo encuentra lo ama, y encuentra el sentido a su vida. Por tanto, conozcamos a Jesús, para amarlo, Le podemos encontrar al partir el pan de la palabra y en el pan de la Eucaristía. Está presente de modo sacrificial en la Santa Misa que renueva el Sacrificio de la cruz. Ir a Misa significa ir al Calvario para encontrarnos con El, nuestro Redentor.
Todos debemos buscar a Jesús. Muchas veces hay que buscarlo porque todavía no se le conoce; otras, porque lo hemos perdido; a veces se le busca para conocerle mejor, para amarlo más y hacerlo amar. Se puede decir que toda la vida del hombre y toda la historia humana es una gran búsqueda de Jesús.
Jesús no está lejos, Él viene a nosotros en la santa comunión y queda presente en el sagrario de nuestras iglesias, porque El es nuestro amigo, amigo de todos, y desea ser especialmente amigo y fortaleza en el camino de nuestra vida, que tiene tanta necesidad de confianza y amistad.
Martes Jn 6, 30-35
No fue Moisés, sino mi Padre, quien les dio el verdadero pan del cielo. La milagrosa multiplicación de los panes no había suscitado la esperada respuesta de fe en los testigos oculares de ese acontecimiento. Querían una nueva señal: “¿Qué señal haces, para que, viéndola, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer” (Jn 6, 30-31). Así, los discípulos que rodean a Jesús esperan una señal semejante al maná, que sus padres habían comido en el desierto. Sin embargo, Jesús los exhorta a esperar algo más que una ordinaria repetición del milagro del maná, a esperar un alimento de otro tipo. Cristo les dice: “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6, 32-33).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el ‘pan vivo’ que ‘da la vida al mundo’.
El Hijo de Dios se nos entrega en el santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Cuán infinitamente grande es la liberalidad de Dios! Responde a nuestros más profundos deseos, que no son únicamente deseos de pan terreno, sino que alcanzan los horizontes de la vida eterna. ¡Este es el gran misterio de la fe!
Miércoles
Jn 6, 35-40
La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga la vida eterna. Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, ‘su Hijo amado’, en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: “Crean en Dios, crean también en mí” (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre” (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27) (CIgC 151).
Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e. a.). “Puesto que ‘sin la fe... es imposible agradar a Dios’ (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin' (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna” (Cc. Vaticano I: DS 3012; cf. Cc. de Trento: DS 1532: Cfr. CIgC 161).
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios ‘cara a cara’ (1 Cor 13,12), ‘tal cual es’ (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2, 4, 1).

Jueves
Jn 6, 44-51
Yo soy el pan que ha bajado del cielo. En el Cenáculo se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Estas palabras se verifican con la institución de la Eucaristía durante la Ultima Cena.
Cristo es luz de los pueblos; es la Palabra hecha carne para ser nuestra luz; es el Pan bajado del cielo para ser la vida de todos. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Ibíd., 12, 32). Cristo, elevado en la cruz entre el cielo y la tierra, exaltado a la derecha del Padre, levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes en gesto de ofrenda al Padre y de adoración, es la luz de los pueblos, faro luminoso para nuestro camino, viático y meta de nuestro caminar.
El mundo, nosotros hemos de hacer un alto con frecuencia en nuestra vida para meditar que, entre tantos caminos que conducen a la muerte, uno sólo lleva a la vida. Es el camino de la Vida eterna. Es Cristo. Es Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne. Pan bajado del cielo. Es Cristo, elevado en la Cruz entre el cielo y la tierra. Levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes, en gesto de ofrenda al Padre y de adoración. Cristo. Él es el Pan y el camino de vida eterna. Él es el pan que ha bajado del cielo para darnos vida eterna.
Viernes
Jn 6, 52-59
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Jesús, en su carne y en su sangre, se convierte en comida y bebida de la humanidad. En el banquete eucarístico el hombre se alimenta de Dios.
Jesús subraya vigorosamente la verdad objetiva de sus palabras, afirmando la necesidad del alimento eucarístico: “En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53). No se trata de una comida puramente espiritual, en que las expresiones ‘comer la carne’ de Cristo y ‘beber su sangre’, tendrían un sentido metafórico. Es una verdadera comida, como precisa Jesús con fuerza: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 55).
Esta comida no es menos necesaria para el desarrollo de la vida divina en los fieles, que los alimentos materiales para el mantenimiento y desarrollo de la vida corporal. La Eucaristía no es un lujo ofrecido a los que quieran vivir más íntimamente unidos a Cristo: es una exigencia de la vida cristiana. Esta exigencia la comprendieron los discípulos, porque, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, en los primeros tiempos de la Iglesia, la ‘fracción del pan’, o sea, la comida eucarística, se practicaba cada día en las casas de los fieles “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46).
Al recibir a Cristo muerto y resucitado, participamos de su gracia, que nos ayuda a superar las pruebas de la vida presente y que nos da fuerza para abrirnos al amor a Dios y a la entrega generosa a los hermanos.
Sábado. San Matías, Apóstol
Jn 15, 9-17
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido. Estas palabras las tenemos todos grabadas a fuego en nuestros corazones: ¡ustedes y yo! Son las palabras de Jesús en el marco familiar e íntimo de la última Cena, cuando el Señor abre de par en par su corazón a sus discípulos. Por una parte, es la gratuidad de elección de aquellos a quienes constituye ministros suyos, a quienes confía una misión de particular importancia; pero, por otra parte, todos hemos sido elegidos a cumplir una misión, y cada uno y todos a vivir en el amor y en la amistad con Jesús. Todos hemos sido elegidos por Él ara ser satos, para ir a la cada del Padre. U en todo y en todos, es Dios quien inicia el diálogo en la historia de la salvación, tejida en esa maravillosa realidad de su amor. Es Él quien toma la iniciativa con la fuerza transformadora de su Palabra, que todo lo recrea. “El nos amó primero” (1Jn 4,9).
La propuesta que Jesús hace a todos es la misma: «¡Sígueme!”, en el camino que Él nos otorgado a cada uno, en nuestra propia vocación; está elección es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; desde nuestra propia situación nos enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24); nos invita a salir de la propia voluntad cerrada en sí misma, de nuestra idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarnos guiar por ella; nos hace vivir la comunión con Dios y con nuestros hermanos, que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de los seguidores de Jesús: “La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros” (Jn 13, 35).