lunes, 26 de septiembre de 2011

XXVI Semana Reflexiones del Evangelio de cada día


XXVI Semana
Lunes
Lucas 9, 46-50
“El más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande”. Estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: “Si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Esta es la respuesta desconcertante de Jesús: ¡la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos es hacerse pequeños y humildes como niños!
Los niños son, desde luego, el término del amor delicado y generoso de Nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 13-15; Mc 10, 14). Jesús pone al niño como modelo para entrar en el reino de los cielos por el valor simbólico que el niño encierra en sí:
-ante todo, el niño es inocente, y el primer requisito para entrar en el reino de los cielos es la vida de “gracia”, que excluye el pecado, que siempre es un acto de orgullo y de egoísmo;
-en segundo lugar, el niño vive de fe y de confianza en sus padres y se abandona con disposición total a quienes le guían y le aman. Así el cristiano debe ser humilde y abandonarse con total confianza a Cristo y a la Iglesia. Jesús insiste en la virtud de la humildad, porque ante el Infinito no se puede menos de ser humildes; la humildad es verdad y es, además, signo de inteligencia y fuente de serenidad;
- finalmente, el niño se contenta con las pequeñas cosas que bastan para hacerle feliz: un pequeño éxito, una buena nota merecida, una alabanza recibida le hacen exultar de alegría.
Son, por tanto, verdaderos niños los que sólo conocen a Dios como padre y son sencillos, ingenuos, puros, los creyentes en un solo Dios. A los que son como niños el Padre los recibe con agrado porque aprecia su dulzura, los ama singularmente, les presta ayuda, lucha por ellos y los llama ‘hijitos’.
Martes
Lucas 9, 51-56
“Jesús tomó la firme determinación de ir a Jerusalén”. En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que deberá “ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21). Jesús subió voluntariamente a Jerusalén sabiendo perfectamente que allí moriría de muerte violenta a causa de la contradicción de los pecadores (cf. Hb 12,3).
Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la redención a toda la humanidad”.
Así pues, sabemos, que con la entrada de Jesús en Jerusalén se manifestaría la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, iba a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección.
Dios Padre nuestro: tu Hijo Jesús, “decidió subir resueltamente a Jerusalén”, sin importarle todo lo que aquel camino le iba a acarrear de sufrimiento y de cruz; ayúdanos, a los que queremos ser seguidores radicales suyos, a tomar también resueltamente la opción de dar nuestra vida día a día en el servicio a la Causa que él con su entrega nos mostró.

Miércoles (Lucas 9, 57-62)
“Te seguiré adondequiera que vayas”. No es fácil escuchar la voz del Señor y menos decirle ‘sí’, pues ese ‘sí’ conlleva un cambio radical de los propios planes que uno se ha hecho. Decirle al Señor «te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57) se asemeja a dar un salto al vacío. Implica renunciar a todo, ir contra corriente, afrontar a veces la incomprensión y oposición de los propios amigos, parientes o padres. ¡Cuántas vocaciones se pierden por la oposición de los padres que ven en la vocación a la vida sacerdotal o consagrada de uno de sus hijos no un signo de una singular predilección divina, sino una maldición para toda la familia! En una sociedad que se descristianiza cada vez más, quienes experimentan y quieren responder al llamado del Señor serán ciertamente incomprendidos y sometidos a duras pruebas.
Pero hay también de aquellos que escuchando y descubriendo el llamado del Señor, con valor y decisión, sobreponiéndose a todo temor, renunciando generosamente a sus propios planes, saben decirle “aquí me tienes, Señor, hágase en mí según tu palabra” (ver Is 6,8; Lc 1,38). Hoy hay también jóvenes audaces y heroicos que encontrando su fuerza en el Señor perseveran en medio de las múltiples pruebas, obstáculos, tentaciones y dificultades que se les puedan presentar en el camino. Y hay también padres generosos que abriéndose al llamado de alguno de sus hijos los alientan y apoyan a ponerse a la escucha del Señor y responderle con generosidad. ¡También estos recibirán del Señor el ciento por uno, por la inmensa generosidad, sacrificio y renuncia que implica entregar un hijo al Señor!
Rezar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en general es una grave necesidad, y apoyarlas un deber que experimenta todo católico coherente, todo aquel que verdaderamente escucha la voz del Pastor y lo sigue. ¡Este Domingo especialmente, pero también todos los días, recemos intensamente a Dios para que envíe más obreros a su mies (ver Mt 9,38) y también para que respondan todos aquellos que han sido llamados!
Jueves: Santos Miguel, Gabriel y Rafael, Arcángeles (Juan 1, 47-51)
Verán a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre. La liturgia de hoy nos invita a recordar a los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Cada uno de ellos, como leemos en la Biblia, cumplió una misión peculiar en la historia de la salvación.
Invoquemos con confianza su ayuda, así como la protección de los ángeles custodios, cuya fiesta celebraremos dentro de algunos días, el 2 de octubre. La presencia invisible de estos espíritus bienaventurados nos es de gran ayuda y consuelo: caminan a nuestro lado y nos protegen en toda circunstancia, nos defienden de los peligros y podemos recurrir a ellos en cualquier momento.
Muchos santos mantuvieron con los ángeles una relación de verdadera amistad, y son numerosos los episodios que testimonian su ayuda en ocasiones particulares. Como recuerda la carta a los Hebreos, los ángeles son enviados por Dios "a asistir a los que han de heredar la salvación" (Hb 1, 14), y, por tanto, son para nosotros un auxilio valioso durante nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.
Sabemos por las sagradas Escrituras que: Miguel, que significa “¿Quién como Dios?”, viene presentado en el Apocalipsis (12, 7) en acto de combatir las potencias infernales; Gabriel, que significa “Fortaleza de Dios”, es enviado a la Virgen María para anunciarle su vocación a ser corredentora de la humanidad; Rafael, que significa “Medicina de Dios”, es enviado por el Señor a Tobías -según la narración bíblica- para curarlo de la ceguera. La liturgia nos invita a sentir cercanos, como amigos y protectores ante Dios, a estos tres Arcángeles y a nuestro Ángel custodio. Que ellos nos protejan y nos guíen en el camino de la vida cristiana.
Viernes
Lucas 10, 13-16
“El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”. Los discípulos son enviados para anunciar la llegada del reino de Dios. Realizarán esa predicación en nombre de Cristo, con su autoridad: “Quien a Ustedes los escucha, a mí me escucha; y quien a ustedes los rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10, 16). Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión.
Es importante recordar que el amor al Señor se expresa de una manera muy concreta en la adhesión a las enseñanzas de la Iglesia, según lo dicho por el Señor: “El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,16). Hay muchos católicos que hoy dicen “creo en Cristo, pero no en la Iglesia”. Hay tantos otros que “seleccionan” y rechazan algunas de sus enseñanzas de la Iglesia sin siquiera informarse bien, pues les parecen demasiado incómodas o exigentes y opinan que “la Iglesia debería adecuarse a los tiempos modernos”. Quien así piensa, no ama al Señor, sino al mundo y lo que hay en él (ver 1Jn 2,15).
Al Señor y a su Iglesia no los podemos disociar. Cristo es la Cabeza del Cuerpo místico, que es la Iglesia que Él fundó sobre Pedro. Pretender separarlos sería como decapitar a una persona. Y la verdad enseñada por el Señor, guardada, rectamente interpretada y transmitida fielmente por la Iglesia gracias a la asistencia del Espíritu Santo qué Él mismo prometió (ver Jn 14,26), no es la que debe “acomodarse” a los propios pareceres, caprichosas corrientes de moda u opinión de la mayoría. Somos los hijos de la Iglesia quienes amorosa y confiadamente hemos de adherirnos a sus maternales enseñanzas y enseñarlas de una manera comprensible a quienes no las comprenden bien.
No se puede “creer en Cristo pero no en la Iglesia”, porque sencillamente no es posible separar a Cristo de su Iglesia.

Sábado
Lucas 10, 17-24
“Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo”. El hecho de que nuestros nombres estén escritos en el cielo es testimonio para nuestra virtud, pero en cuanto a expulsar demonios, eso es don del Salvador que él concede. Por eso, a los que se jactaban no de su virtud sino de sus milagros y decían: ¿Señor, no hemos expulsado demonios en tu nombre y no hemos obrado milagros también en tu nombre? (Mt 7,22). El respondió: En verdad, les digo que no los conozco (Mt 7,23), pues el Señor no conoce el camino de los impíos (Sal 1,6), a los malos.
En efecto, los santos y los hombres y mujeres virtuosos de todos los tiempos son de esos dóciles servidores del Evangelio, cuyos nombres están escritos para siempre en el cielo, aunque vivieron en períodos históricos distantes entre sí y en ambientes culturales muy diversos, tienen en común una experiencia idéntica de fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Los une la misma confianza incondicional en el Señor y la misma pasión profunda por el Evangelio.
Los seguidores de Jesús que han vivido el evangelio no perderán nunca sus nombres: están indeleblemente grabados en el corazón de sus seres queridos, de sus compañeros de trabajo, Pero sobre todo sus nombres están grabados para siempre en la memoria de Dios omnipotente. Por esto el Señor nos ha dicho hoy: vivan el evangelio y “Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo”.

sábado, 24 de septiembre de 2011

XXVI Domingo Ordinario/A Homilía sobre la segunda lectura


XXVI Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 2, 1-11)
Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Hoy hemos escuchado el gran himno sobre el Señor, donde el Apóstol nos dice: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo”, entren en el pensar de Cristo. Así pues, podemos tener todos juntos la fe de la Iglesia, porque con esta fe entramos en los pensamientos, en los sentimientos del Señor. Pensar con Cristo.
Esta es la meta a la que lleva este himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia medita, canta y considera guía de su vida; es decir, aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto.
Para poder pensar con el sentimiento de Cristo es menester pasar muchos ratos con él cada día, leer las santas escrituras, recibir los sacramentos, celebrar y vivir la eucaristía, sobre todo el domingo. A través de estas prácticas Cristo nos habla y nosotros le hablamos, sin mediar palabras, pero sí con el corazón. En este sentido, deberíamos ejercitarnos en descubrir en las Escrituras el pensamiento de Cristo, aprender a pensar con Cristo, a pensar con el pensamiento de Cristo para tener los mismos sentimientos de Cristo, para poder dar a los demás también el pensamiento de Cristo, los sentimientos de Cristo.
Señalando “la contemplación del rostro de Cristo” como vivencia fundamental que ha de constituir también a la Iglesia del tercer milenio, Juan Pablo II apuntaba, en definitiva, a dejarse transformar por los verdaderos sentimientos percibidos en Cristo. Justo en la línea de lo que antaño recomendara ya el Apóstol Pablo a los primeros cristianos, para edificarse como verdadera Iglesia: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8). Como advierte Benedicto XVI en su Encíclica sobre el amor cristiano, “es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (n. 12).
Se describe aquí el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor.
Por consiguiente, así como el Apóstol, consciente de lo fácil que es sucumbir a la amenaza siempre latente de conflictos y discordias, exhortaba a la comunidad de Filipos a la concordia y a la unidad, así a nosotros hoy, en la carta de la segunda lectura, san Pablo nos recuerda con fuerza que toda la ley tiene su plenitud en el único mandamiento del amor; y nos exhortará a caminar según el Espíritu, para evitar las obras de la carne -discordias, celos, rencillas, divisiones, disensiones, envidias-, obteniendo así el fruto del Espíritu que es, en cambio, el amor (cf. Ga 5, 14-23).
Eso exige, evidentemente, que salgamos de nosotros mismos, de nuestros razonamientos, de nuestra ‘prudencia’, de nuestra indiferencia, de nuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que quizá hemos adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primeramente debemos atrevernos a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar.
Dejemos que Cristo sea para nosotros el camino, la verdad y la vida. Dejemos que sea nuestra salvación y vuestra felicidad. Dejemos que ocupe toda nuestra vida para alcanzar con El todas sus dimensiones, para que todas nuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en El o, por decirlo así, sean ‘cristificados’. Con Cristo reconozcamos a Dios como el principio y fin de nuestra existencia.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Octubre, mes del Rosario y de las Misiones


OCTUBRE, MES DEL ROSARIO Y DE LAS MISIONES
El mes de octubre está dedicado al santo rosario, singular oración contemplativa con la que, guiados por la Madre celestial del Señor, fijamos nuestra mirada en el rostro del Redentor, para ser configurados con su misterio de alegría, de luz, de dolor y de gloria.
En este mes de octubre, mes misionero y del rosario, ¡cuántos fieles y cuántas comunidades ofrecen el santo rosario por los misioneros y por la evangelización! Así, pues, octubre es el mes de la oración del rosario y el compromiso en favor de las misiones. Cada año la Virgen nos invitara a redescubrir la belleza de esta oración, tan sencilla y tan profunda. El beato Juan Pablo II fue gran apóstol del rosario: lo recordamos arrodillado, con el rosario entre las manos, sumergido en la contemplación de Cristo.
Octubre es también el mes misionero, y el domingo 22 celebraremos la Jornada mundial de las misiones. La Iglesia es por su misma naturaleza misionera. "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21), dijo Jesús resucitado a los Apóstoles en el Cenáculo. La misión de la Iglesia es la continuación de la de Cristo: llevar a todos el amor de Dios, anunciándolo con las palabras y con el testimonio concreto de la caridad. En el Mensaje para la próxima Jornada mundial de las misiones he querido presentar la caridad precisamente como “alma de la misión”. San Pablo, el apóstol de los gentiles, escribió: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5, 14). Que todo cristiano haga suyas estas palabras, con la gozosa experiencia de ser misionero del Amor allí donde la Providencia lo ha puesto, con humildad y valentía, sirviendo al prójimo sin segundas intenciones y sacando de la oración la fuerza de la caridad alegre y activa (cf. Deus caritas est, 32-39).

QUÉ ES EL ROSARIO
La palabra Rosario significa “Corona de Rosas”. Nuestra Señora ha revelado a varias personas que cada vez que dicen el Ave María le están dando a Ella una hermosa rosa y que cada Rosario completo le hace una corona de rosas. La rosa es la reina de las flores, y así el Rosario es la rosa de todas las devociones, y por ello la más importante de todas.
El Papa San Pío V en su ‘Bula’ de 1569 nos enseñó que “El Rosario o salterio de la Santísima Virgen, es un modo piadosísimo de oración, al alcance de todos, que consiste en ir repitiendo el saludo que el ángel le dio a María; interponiendo un Padrenuestro entre cada diez Avemarías y tratando de ir meditando mientras tanto en la Vida de Nuestro Señor”. El rosario es la oración del cristiano que avanza en la peregrinación de la fe, siguiendo a Jesús, precedido por María.
La plegaria del Rosario es oración del hombre en favor del hombre: es la oración de la solidaridad humana, oración colegial de los redimidos, que refleja el espíritu y las intenciones de la primera redimida, María, Madre e imagen de la Iglesia: oración en favor de todos los hombres del mundo y de la historia, vivos o difuntos, llamados a formar con nosotros Cuerpo de Cristo y a ser, con El, coherederos de la gloria del Padre.
El santo Rosario es un «compendio de todo el Evangelio”, en cuanto saca de él el enunciado de los misterios y las fórmulas principales; se inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio fundamental del Evangelio -la Encarnación del Verbo- en el momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definirlo los pastores y los estudiosos (La Marialis cultus en el 44).
Y, este mismo tenor, la MC 45, enseña que “el Rosario considera en armónica sucesión los principales acontecimientos salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la concepción virginal y los misterios de la infancia hasta los momentos culminantes de la Pascua -la pasión y la gloriosa resurrección- y a los efectos de ella sobre la Iglesia naciente en el día de Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que, terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y alma a la patria celestial. Y se ha observado también cómo la cuadruple división de los misterios del Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden cronológico de los hechos, sino que sobre todo refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y propone nuevamente el misterio de Cristo…”.
ELEMENTOS DEL SANTO ROSARIO
San Pío V enseña que el rosario consta varios elementos orgánicamente dispuestos:
1) la contemplación, en comunión con María, de una serie de misterios de la salvación, sabiamente distribuidos en tres ciclos que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el dolor salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado que inunda la Iglesia; contemplación que, por su naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a estimulante norma de vida;
2) la oración dominical o Padrenuestro, que por su inmenso valor es fundamental en la plegaria cristiana y la ennoblece en sus diversas expresiones;
3) la sucesión litánica del Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la alabanza obsequiosa del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la súplica eclesial Santa María. La serie continuada de las Avemarías es una característica peculiar del Rosario y su número, en le forma típica y plenaria de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el Salterio y es un dato que se remonta a los orígenes mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal número, según una comprobada costumbre, se distribuye —dividido en decenas para cada misterio— en los tres ciclos de los que hablamos antes, dando lugar a la conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta Avemarías, que se ha convertido en la medida habitual de la práctica del mismo y que ha sido así adoptado por la piedad popular y aprobado por la Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con numerosas indulgencias;
4) la doxología Gloria al Padre que, en conformidad con una orientación común de la piedad cristiana, termina la oración con la glorificación de Dios, uno y trino, “de quien, por quien y en quien subsiste todo” (Cf. Rom 11,36).

LOS MISTERIOS DEL SANTO ROSARIO
El Rosario está compuesto por veinte ‘misterios’ (acontecimientos, momentos significativos) de la vida de Jesús y de María, divididos en cuatro ‘rosarios’: el primer ‘rosario’ comprende los misterios gozosos (lunes y sábado), el segundo los luminosos (jueves), el tercero los dolorosos (martes y viernes) y el cuarto los gloriosos (miércoles y domingo).
1) Los misterios gozosos
El primer ciclo, el de los ‘misterios gozosos’, se caracteriza efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: ‘Alégrate, María’. A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen ‘saltar de alegría’ a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como ‘una gran alegría’ (Lc 2, 10).
2) Los misterios Luminosos (Juan Pablo II, 23 de octubre de 1983).
Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que se llaman de manera especial “misterios de luz”. En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es “la luz del mundo” (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos –misterios ‘luminosos’– de esta fase de la vida de Cristo, se señalan: 1º.) Su Bautismo en el Jordán; 2oa.) Su autorrevelación en las bodas de Caná; 3º.) Su anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4º.) Su Transfiguración; 5º.) Institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace 'pecado' por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2, 3-13; Lc 7,47-48), iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13, 1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
2) Los misterios dolorosos (Juan Pablo II el 30 de octubre de 1983)
En los misterios dolorosos contemplamos en Cristo todos los dolores del hombre: en El, angustiado, traicionado, abandonado, capturado aprisionado; en El, injustamente procesado y sometido a la flagelación; en El, mal entendido y escarnecido su misión; en El, condenado con complicidad del poder político; en El conducido públicamente al suplicio y expuesto a la muerte más infamante: en El, Varón de dolores profetizado por Isaías, queda resumido y santificado todo dolor humano.
En el camino doloroso y en el Gólgota está la Madre, la primera Mártir. Y nosotros, con el corazón de la Madre, a la cual desde la cruz entregó en testamento a cada uno de los discípulos y a cada uno de los hombres, contemplamos conmovidos los padecimientos de Cristo, aprendiendo de El la obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz; aprendiendo de Ella a acoger a cada hombre como hermano, para estar con Ella junto a las innumerables cruces en las que el Señor de la gloria todavía está injustamente enclavado, no en su Cuerpo glorioso, sino en los miembros dolientes de su Cuerpo místico.
3) Las esperanzas del hombre (6 de noviembre de 1983).
En los misterios gloriosos del Santo Rosario reviven las esperanzas del cristiano: las esperanzas de la vida eterna que comprometen la omnipotencia de Dios y las expectativas del tiempo presente que obligan a los hombres a colaborar con Dios.
En Cristo resucitado resurge el mundo entero y se inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que llegarán a cumplimiento a su vuelta gloriosa, cuando “la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado” (Ap 21, 4).
En la gloria de la Virgen elevada al cielo, contemplamos entre otras cosas la sublimación real de los vínculos de la sangre y los afectos familiares, pues Cristo glorificó a María no sólo por ser inmaculada y arca de la presencia divina, sino también por honrar a su Madre como Hijo.
Así es que, en los misterios del Santo Rosario contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre.
VALOR Y EFICACIA DEL SANTO ROSARIO
Sabemos de la poderosa eficacia del rezo del Santo rosario “para obtener la ayuda maternal de la Virgen, porque, si bien puede conseguirse con diversas maneras de orar, sin embargo, estimamos que el santo Rosario es el medio más conveniente y eficaz, según lo recomienda su origen, más celestial que humano, y su misma naturaleza. ¿Qué plegaria, en efecto, más idónea y más bella que la oración dominical y la salutación angélica, que son como las flores con que se compone esta mística corona? A la oración vocal va también unida la meditación de los sagrados misterios, y así se logra otra grandísima ventaja, a saber, que todos, aun los más sencillos y los menos instruidos, encuentran en ella una manera fácil y rápida para alimentar y defender su propia fe. Y en verdad que con la frecuente meditación de los misterios el espíritu, poco a poco y sin dificultad, absorbe y se asimila la virtud en ellos encerrada, se anima de modo admirable a esperar los bienes inmortales y se siente inclinado, fuerte y suavemente, a seguir las huellas de Cristo mismo y de su Madre. Aun la misma oración tantas veces repetida con idénticas fórmulas, lejos de resultar estéril y enojosa, posee (como lo demuestra la experiencia) una admirable virtud para infundir confianza al que reza y para hacer como una especie de dulce violencia al maternal corazón de María” (Pío XII Ingruentium Malorum, Carta encíclica sobre el Rosario en la Familia 15 de septiembre de 1951).

INVITACIÓN
En este mes de octubre, dedicado al santo rosario y a las misiones, recémoslo con fe, devoción y amor, ya sea en familia, o el templo más próximo, o personalmente, y al final del mes de forma pública, participando los 12 templos de la parroquia de Nuestra Señora de la Soledad. Pidamos por las necesidades de la Iglesia, por quienes dedican su vida a las misiones, por la conversión del mundo, por la justicia y la paz en nuestra Patria… Hagamos que el Rosario sea “dulce cadena que nos una a Dios” por medio de María.
Que el Rosario, pues, nos sumerja en los misterios de Cristo, y proponga en el rostro de la Madre a cada uno de los fieles y a toda la Iglesia el modelo perfecto de cómo se acoge, se guarda y se vive cada palabra y acontecimiento de Dios, en el camino todavía en marcha de la salvación del mundo.
VISITE LA LIBRERÍA “EL EVANGELIZADOR”
A la entrada del Templo parroquial de “La Soledad”.


lunes, 19 de septiembre de 2011

XXV Semana (I) Reflexiones sobre el evangelio de cada día


XXV semana

Lunes
Lucas 8, 16-18
"La vela se pone en el candelero, para que los que entren puedan ver". El Señor dijo a sus discípulos que eran la luz del mundo, ya que, iluminados por Él mismo, que es la luz verdadera y eterna, se convirtieron ellos también en luz que disipó las tinieblas.
También nosotros, iluminados por Cristo, nos hemos convertido de tinieblas en luz, tal como dice el Apóstol: Un tiempo eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz. Y también: Todos son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas.
En este mismo sentido habla San Juan en su carta, cuando dice: Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Por esto dice el Apóstol: Aparecen como antorchas en el mundo, presentándole la palabra de vida.
Así, pues, Cristo es la luz resplandeciente, encendida para nuestra salvación, que debe brillar siempre en nosotros. Poseemos, en efecto, no sólo la luz eterna, sino también la lámpara de los mandatos celestiales y de la gracia espiritual, acerca de la cual afirma el salmista: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. De ella dice también Salomón: El consejo de los mandamientos es lámpara, que ha de iluminar en nuestras vidas.
Martes
Lucas 8, 19-21
“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica.
Por tanto, María fue la primera que vivió en modo incomparable el encuentro con la Palabra de Dios, que es el mismo Jesús. Por este motivo, ella es un modelo providencial de toda escucha y anuncio.
María, educada en la familiaridad con la Palabra de Dios en la experiencia intensa de las Escrituras del pueblo al cual ella pertenecía, María de Nazaret, desde el evento de la Anunciación hasta la Cruz, y aún hasta Pentecostés, recibe la Palabra en la fe, la medita, la interioriza y la vive intensamente (cf. Lc 1, 38; 2, 19.51; Hch 17, 11). Por lo tanto, a ella se aplica cuanto ha dicho Jesús en su presencia: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). “Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”.
La Palabra de Dios hoy, pues, nos llama a leer con fe la Escritura, para tener un encuentro vivo con la persona de Jesucristo que viene a iluminar y a transformar nuestra vida. Leer, escuchar, reflexionar lo podemos hacer tanto en familia, como en nuestras pequeñas comunidades o movimientos, para hacerse cada vez más una familia que pertenece a Cristo: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21).
Miércoles: Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista
Mateo 9, 9-13
“Sígueme. El se levantó y lo siguió”. Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Aplicando esto al presente, decimos que tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús: De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De ‘último’ se convirtió en ‘primero’, gracias a la lógica de Dios, que -¡por suerte para nosotros!- es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).
Para seguidor de Jesús resulta fundamental la experiencia de sentirse llamados como lo fue Mateo: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En efecto, en el Bautismo todos los cristianos hemos recibido la llamada a la santidad; toda vocación personal es una llamada a compartir la misión de la Iglesia, y, ante la necesidad de la nueva evangelización, importa mucho, que los laicos caigan en la cuenta de su especial llamada a la comunión, al apostolado y la santidad.
Que María nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.

Jueves
Lucas 9, 7-9
“A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién es entonces éste, de quien oigo semejantes cosas?”. Acordémonos que Herodes había mandado decapitar a Juan el Bautista por honrar la promesa hecha a Salomé, hija de Herodías. Tanto le gustó el baile que le ofreció en el día de su cumpleaños, “que éste le prometió bajo juramento darle lo que pidiera” (Mt 14,7).
El evangelio de hoy nos deja entrever que Herodes sintió un gran remordimiento por el crimen que cometió ordenando decapitar a Juan, por eso cuando conoció la fama de Jesús, le hizo pensar “Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos”, porque el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no le hace vivir tranquilo ni conocer la paz. “La mentira destruye el alma, la verdad la fortalece”.
Y así como el gusano carcome la madera, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. El hombre si es derrotado por el pecado, sufre. Sí, los remordimientos de conciencia constituyen un sufrimiento. No se pueden eliminar. Antes o después, es preciso buscar el perdón. Si el mal que hemos cometido concierne a otros hombres hay que pedirles también perdón a ellos, pero, para que la culpa sea realmente perdonada, siempre es necesario obtener el perdón de Dios.
El sacramento de la reconciliación constituye un gran regalo de Cristo. Si lo sabemos vivir con fidelidad se transforma en fuente inagotable de vida nueva.
Viernes
Lucas 9, 18-22
“Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho”. Este título que se da a Jesús nos habla de su especial y única relación filial con Dios Padre. En efecto, cuando Jesús nos habla de de Dios, nos lo presenta como “mi Padre”, o distingue: “mi Padre, su Padre”. No duda en afirmar: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11, 27).
Esta exclusividad de la relación filial con Dios se manifiesta especialmente en la oración, cuando Jesús se dirige a Dios como Padre usando la palabra aramea "Abbá", que indica una singular cercanía filial y, en boca de Jesús, constituye una expresión de su total entrega a la voluntad del Padre: “Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz” (Mc 14, 36).
Así, hemos escuchado, en el evangelio de hoy, la confesión de Simón Pedro, junto a Cesarea de Filipo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Esta confesión fue confirmada por Jesús: “Bienaventurado tú, Simón, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” (Mt 16, 17). Esta fe de Pedro en Jesús es también la nuestra, por esto también nosotros podemos confesar nuestra fe diciendo a Jesús: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.
Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios: su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la fe en cada uno y en cada una de nuestras familias: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.

Sábado
Lucas 9, 43-45
“El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”. Jesús sabe que la razón de ser de la Encarnación, la finalidad de su vida es la contemplada en el eterno designio de Dios sobre la salvación. "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Sabemos que Jesucristo es el Redentor del mundo mediante su muerte en cruz, y nos sabemos también que todos, por causa de nuestros pecados, somos responsables de la muerte de Cristo en la cruz: todos, mediante el pecado provocamos que Cristo muriera por nosotros como víctima de expiación. En este sentido podemos entender las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22).
Cuando Jesús predice su pasión y su muerte, no deja de considerarlas en la perspectiva de la resurrección. No se limita a anunciar que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y morir; añade que es necesario que el Hijo del hombre resucite al tercer día. La resurrección es inseparable de la muerte y le da su verdadero significado. El itinerario de la cruz tiene como punto de llegada el triunfo glorioso.
La Cruz de Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros una llamada misericordiosa y, al mismo tiempo, severa, a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad y en el bien.

sábado, 17 de septiembre de 2011

XXV Domingo ordinario/A Homilía sobre la segunda lectura


XXV Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 1, 20-24,27)
Para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia, nos ha dicho san Pablo en la Segunda lectura de hoy, a los filipenses. A la luz de la fe, la vida en su sentido pleno y más profundo, es la vida en Cristo y para Dios, como nos explica también el Apóstol en Gálatas: “yo vivo, pero no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal.2, 20). San Pablo encontró a Jesús en el camino de Damasco y quedó impactado por él: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Flp 1,21).
Por tanto, el Apóstol nos recuerda que no hay que temer la muerte, pues “la muerte es una ganancia”, y que no importa el momento de morir o cuánto nos toque vivir, si en todo momento buscar permanecer unidos a Jesús, como las ramas se unen al tronco para tener vida y dar fruto.
La hermoso y divina aventura de nuestra vida en Cristo comenzó e l día de nuestro Bautismo, que es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. La Carta a los Romanos dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás.
En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín.
San Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses, que estamos comentando: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir -es decir, ser ejecutado- y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos,... si morimos,... somos del Señor” (14,7s).
Por consiguiente, la novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor: San Ignacio de Antioquía, (Epistula ad Romanos 6, 1-2) nos dice: “Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima (...) Déjenme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre”.
En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): “Mi deseo terreno ha sido crucificado; [...] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” nos vuelve a decir san Ignacio de Antioquía (Epistula ad Romanos 7, 2).
La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte (“De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor”: Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros “en la hora de nuestra muerte” (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte: “Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?” (De imitatione Christi 1, 23, 1).
Desde esta perspectiva podemos orar como Francisco d Asís: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!”. (San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis).

lunes, 12 de septiembre de 2011

XXIV Semana Año I Reflexiones sobre el evangelio de cada día


Nuestra Señora de la Soledad
XXIV Semana
Lunes: Santo nombre de María
Lucas 7, 1-10
“Ni en Israel he hallado una fe tan grande”. Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe.
El Evangelio, que hemos escuchado testimonia la fuerza de la fe. Tanto como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6,6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8,26), así se admira hoy ante la “gran fe” del centurión romano. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Puede pedirnos que “busquemos” y que “llamemos” porque Él es la puerta y el camino. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe.
La fe cristiana es explicada como “una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y los hermanos”.
Por eso creer en Jesucristo es hacer que resplandezca la verdad, que comienza en ese guardar los mandamientos como un primer paso para ser discípulo, para seguirlo no como una imitación exterior, sino como un “hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz. Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente, el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros” (Flp 2,5-8).
Martes
Lucas 7, 11-17
“Joven, yo te lo mando: levántate”. El Evangelio nos narra la escena de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. Jesús movido de compasión ante las lágrimas de aquella madre, se acercó a ella, y le dijo: No llores. Luego se dirigió al difunto, y le dijo: “Joven, yo te lo mando, levántate”.
Jesús, en sus encuentros con quienes sufren, sean hombres o mujeres, revela tener un corazón lleno de ternura y compasión. A la viuda de Naím le dice “no llores” y le devuelve a su hijo resucitado.
En este milagro que nos ocupa vemos que Jesús demostró un poder absoluto sobre la muerte. Al devolver a la vida a este joven el Señor quiso dar un signo absolutamente inequívoco, evidente e irrefutable, de que Él era más que un gran profeta, de que Él era el Señor de la Vida y como tal tiene poder sobre la muerte.
El milagro que el Señor realizó con el hijo de la vida de Naím sale hoy a nuestro encuentro y es un signo esperanzador para cada uno de nosotros y para toda la humanidad: Cristo nos asegura que Él es la resurrección y la vida de los hombres, y que por tanto la muerte no tendrá la última palabra sobre nosotros o sobre nuestros seres queridos.
Y san Agustín «Dice, pues: “El que cree en mí, aunque hubiera muerto (en la carne), vivirá en el alma hasta que resucite la carne para no morir después jamás”. Porque la vida del alma es la fe. “Y todo aquel que vive (en la carne) y cree en mí (aunque muera en el tiempo por la muerte del cuerpo) no morirá jamás”.
Miércoles
Lc 7, 31-35
Tacamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron. Tenemos en estas palabras el retrato del Bautista, que incitaba a la penitencia, y el de Jesús, que invitaba a la alegría. Jesús, pues, en este texto del evangelio que hemos escuchado, alude al Precursor y al Hijo del hombre para poner de relieve el capricho de los judíos, que siempre rechazaron a Jesús y su mensaje. Los dirigentes religiosos se sentían felices diezmando el anís, la menta y el comino y descuidaban, cobijados bajo el manto de su religiosidad oficial, lo fundamental de la ley: la justicia, la misericordia, la fe.
En estas circunstancias, Jesús, como de costumbre, recurre a una comparación: Tacamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron. Con esto Jesús reprocha a los hombres de esta generación de ser como niños caprichosos; no saben lo que quieren; o mejor, lo saben muy bien; quieren que se les deje en paz. Se podría titular así la parábola: las excusas de quien no quiere decidirse. Para el que no quiere decidirse siempre hay excusas al alcance de la mano. Se rechaza una actitud, lo mismo que la contraria; se critica una propuesta, y luego otra; es la prueba de la falta de sinceridad. Hoy diríamos “falta de voluntad política”.
Así ve Jesús a la gente de su tiempo y a nosotros. Niños que no saben lo que quieren. Que nos dejamos llevar solamente de nuestro capricho, de nuestra voluntad propia, sin dar importancia a lo que en realidad vale para la vida eterna.
El que no abre su mente y corazón a la Palabra, a la Luz, al Amor, y el que se obstina en regular su vida con criterios de interés terreno (económico, de poder, de dominio, de autosuficiencia, de placer hedonista, de consumo), nunca encontrará a Dios; nunca apreciará el reino de la justicia y la paz; nunca experimentará los salvadores proyectos de Dios en su vida.
Jueves: Nuestra Señora de los Dolores.
Jn 19, 25-27
¿Y cuál hombre no llorara si a la Madre de Cristo en tanto dolor? Por los pecados del mundo vio en su tormento tan profundo a Jesús la dulce Madre. Vio morir a su Hijo amado,-que rindió desamparado-, el espíritu al Padre.
Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma San Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción).
Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27). “He aquí a tu Madre”. Cristo mismo encomienda a su Madre a San Juan y con él a todas las generaciones de discípulos. Invitémosla a nuestra casa, para que su protección y su intercesión sean para nosotros un apoyo tanto en el tiempo de serenidad como en los días de sufrimiento.
Viernes
Lucas 8, 1-3
“Algunas mujeres acompañaban a Jesús y le ayudaban con sus bienes”. A veces las mujeres que encontraba Jesús, y que de él recibieron tantas gracias, lo acompañaban en sus peregrinaciones con los apóstoles por las ciudades y los pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas de ellas “le asistían con sus bienes”. Entre éstas, el Evangelio nombra a Juana, mujer del administrador de Herodes, Susana y “otras muchas” (cf. Lc 8, 1-3).
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer.
La actitud de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (cf. Ef. 1, 1-5). Por esto, cada mujer es la "única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma", cada una hereda también desde el "principio" la dignidad de persona precisamente como mujer. Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la renueva y hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención, para lo cual fue enviado al mundo.
Las mujeres del evangelio, la actitud de Cristo hacia ellas, son un ejemplo para cada mujer de cómo vivir su identidad de mujer en su relación con Cristo y el mundo, realizándose en tales en su vocación a la santidad. Las mujeres h de ser una encarnación del ideal femenino, un modelo para todos los cristianos, un modelo de seguimiento de Cristo, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del Esposo, Cristo Jesús: “Algunas mujeres acompañaban a Jesús y le ayudaban con sus bienes”.
Sábado
Lucas 8, 4-15
“Lo que cayó en tierra buena representa a los que escuchan la Palabra, la conservan en un corazón bueno y bien dispuesto, y dan fruto por su constancia”. La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
San Juan Crisóstomo enseña que “En la parábola del sembrador Cristo nos enseña que su palabra se dirige a todos indistintamente. Del mismo modo, en efecto, que el sembrador de la parábola no hace distinción entre los terrenos sino que siembra a los cuatro vientos, así el Señor no distingue entre el rico y el pobre, el sabio y el necio, el negligente y el aplicado, el valiente y el cobarde, sino que se dirige a todos y, aunque conoce el porvenir, pone todo de su parte de manera que se puede decir: “¿Qué más puedo hacer que no haya hecho?” (Cfr. Is 5,4)”.
En el empeño por acoger en nuestras vidas al Señor y su palabra, ¡miremos a María! ¡Miremos su Inmaculado-Doloroso Corazón! ¿Quién más ejemplar que Ella? De Ella aprendemos sus mismas disposiciones para acoger al Señor y su Palabra en nuestros corazones, en nuestra vida. Con amor de hijos acerquémonos a Ella al despertar cada mañana, implorándole en oración que interceda por nosotros y nos eduque para llegar a tener un corazón como el suyo: un corazón plenamente abierto a la Palabra divina, siempre dispuesto a escuchar y a hacer lo que Dios me pida (ver Lc 1,38; Jn 2,5; Jer 15,16); un corazón constante y perseverante, para que nunca me eche atrás ante las dificultades o fatigas que experimentaré en el seguimiento del Señor (ver Jn 19,25); un corazón indiviso, para que nunca permita que los afanes de este mundo sofoquen mi amor a Cristo (ver Lc 16,13); un corazón fértil, para que alentado y fortalecido por la gracia pueda poner por obra la palabra escuchada (ver Lc 11,28; Stgo 1,22ss).

sábado, 10 de septiembre de 2011

XXIV Domingo ordinario/A Sobre la segunda lectura


XXIV Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 14, 7-9)
San Pablo nos dice en la carta a los romanos que: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7-8).
Por tanto, el hombre no se pertenece, es propiedad de Dios, dueño de la vida y de la muerte, es decir, no somos dueños de la vida, sólo somos administradores. Por esto Dios nos manda respetar la vida propia y la ajena. En el Catecismo de la Iglesia Católica está establecido claramente que somos los administradores de la vida y no dueños de la misma, ya que sólo Dios tiene el poder de dar la vida o quitarla: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39).
Así, pues, la persona humana no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. “Somos hechura suya”. Se sigue, entonces, que el hombre en todo su ser y existir, en su vida, en su sufrimiento, en su muerte, no se pertenece a sí mismo, sino a Dios. Entonces la vida y la muerte son propiedad de Dios, porque el hombre como tal es propiedad de Dios.
Por consiguiente, el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Sin embargo, hoy proliferan nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineado y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y podría decirse más inicuo, ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual.
La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que la vida tiene un carácter sagrado y que nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes hemos de ver a la vez en ella un don del amor de Dios, que somos llamados a conservar y hacer fructificar. De esta última consideración brotan las siguientes consecuencias:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad.
2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios. Esta le ha sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí en la tierra, pero que encuentra su plena perfección solamente en la vida eterna.
3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio y el suicidio; el aborto o la eutanasia; semejantes acciones constituyen, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor.
Esta es la luminosa conciencia que tenía San Pablo cuando en la Carta a los Romanos de la segunda lectura escribía: “sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor”. La conclusión es que la identidad del hombre es la del ser un don; proviene de Dios, que es amor donante, y su ser más profundo es ser un don. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Romanos 14,7-8). Nuestra vida, lo que somos y tenemos, son propiedad del Señor. El ha puesto en nuestras manos este don y este misterio, del cual somos administradores, y del cual, al final de la vida daremos cuentas a Dios.

martes, 6 de septiembre de 2011

Apologética: conocer para vivir, defender y difundir la religión católica


IV: SE PREPARARON SU PROPIO “COCTEL RELIGIOSO”
Empezaron con eliminar al jefe visible de la Iglesia; después eliminaron a la misma Iglesia fundada por Cristo y poco a poco llegaron a eliminar hasta al mismo Cristo y a Dios, haciéndose cada quien su coctel religioso. Hoy más que nunca es necesario conocer y vivir la propia fe, para no caer en las redes de los grupos proselitistas.
1. Que todos sean uno
En vísperas de su pasión, Jesús oró al Padre: “Oh Padre, que todos sean uno, como tú estás en mi y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros. Así el mundo creerá que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unidad entre los discípulos de Cristo es la señal de que Cristo es el Enviado de Dios.
PENTECOSTÉS. El día de Pentecostés este sueño de Cristo se hace realidad. Ahí vemos a los discípulos de Cristo todos unidos bajo la guía de Pedro y los Apóstoles, al amparo de María, llenos del Espíritu Santo (Hch 2,1-4).
Aquel día tres mil personas, provenientes de lugares diferentes, con idiomas y culturas diferentes, escuchando el mensaje de salvación, proclamado por Pedro y los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, creyeron en Cristo y se entregaron a Él, entrando a formar parte de la Iglesia.
Donde hay amor, allá está Dios; donde está Dios, allá hay unidad. La división no viene de Dios.
¡Qué diferencia con lo que pasó en la Torre de Babel! (Gn 11,1-9). Allá todos formaban una sola familia, con un solo idioma. Sin embargo, al querer poner como base de su unidad, no a Dios, sino a sí mismos con su egoísmo, su fuerza y su inteligencia, se dividieron. Sin Dios, no puede haber unidad.

2. Espíritu sectario dentro de la Iglesia
Satanás no duerme. Pronto empezaron las divisiones dentro de la Iglesia. Primera carta de San Pablo a los Corintios, capítulo 1, versículo 12:”Yo soy de Pablo; yo soy de Apolo; yo soy de Pedro”. Liderazgos malentendidos; espíritu sectario dentro de la Iglesia. “Yo soy de Pablo; ¿qué me importa Pedro con sus seguidores?”. Otro dice: “Yo soy de Pedro; ¿qué me importa Pablo con sus simpatizantes?”. Cada uno se queda con su grupo y su líder, con su línea pastoral. Los demás no interesan.
No se trata de divisiones declaradas, sino de desconocimiento mutuo. Espíritu sectario dentro de la Iglesia. Un camino peligroso.
Peor todavía. Otros dicen: “Yo soy de Cristo” (1Cor 1,12). ¡Cómo se oye bonito: “Yo soy de Cristo”! Cristo sin Iglesia. Un contacto directo con Cristo. ¿Para qué, entonces, Jesús dijo a Pedro: “Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas?” (Jn 21,15-17).
3. Maldito el que cambia el Evangelio
Carta de San Pablo a los Gálatas, capítulo 1, versículos del 6 al 9: “Me maravillo de que, abandonando al que los llamó por la gracia de Cristo, se pasen tan pronto a otro Evangelio. En realidad, no existe otro Evangelio. Lo que pasa es que algunos los están perturbando y quieren cambiar el Evangelio de Cristo.
Sin embargo, aunque viniera yo mismo o un ángel bajado del cielo para anunciarles un Evangelio distinto del que ya les hemos anunciado, ¡sea maldito! Como lo he dicho, lo repito otra vez: “Si alguien les anuncia un Evangelio distinto del que ya recibieron, ¡sea maldito!”.
¿Y qué pasa? Que desde un principio se nos enseñó que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; y ahora hay algunos que andan de casa en casa, queriéndonos convencer de que Cristo no es Dios, sino que solamente la primera creatura de Dios. Desde un principio se nos enseñó que, al celebrar la Cena del Señor, el pan se transforma en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre; y ahora resulta que algunos nos quieren convencer de que esto no es cierto: se trata de un símbolo y nada más. Lo mismo acerca del bautismo de los niños, la virginidad de María, la obediencia que se debe a los sucesores de Pedro y los Apóstoles, y tantas cosas más.
Según los nuevos “expertos en la Biblia”, desde un principio todo se entendió mal. Ellos, por fin, han descubierto la verdad. ¿Qué dice San Pablo al respecto? “Maldito el que quiere cambiar el Evangelio, que nos llegó desde un principio”.
Nada de que, “En el fondo, todo es lo mismo; todos buscamos y servimos al mismo Dios”. San Pablo no era de la misma opinión. Una cosa es el respeto y la tolerancia para con todos y otra cosa pensar que todo es lo mismo. Cuando se trata de respeto, tolerancia y amor, en nuestro corazón no debe haber límites, llegando hasta los no creyentes y los peores asesinos. Con eso no se quiere decir que todo es lo mismo, creer o no creer, ayudar o matar. Amor hacia todos, pero al mismo tiempo plena fidelidad a Cristo y a su Evangelio, hasta la muerte.
Anticristos: los que dejan la Iglesia de Cristo y se ponen en contra de ella.
Primera Carta de San Juan, capítulo 2, versículos 18 y 19: “Hijitos míos, es la última hora. Se les dijo que tendría que llegar el Anticristo; pues bien, ya han venido varios anticristos, por donde comprobamos que esta es la última hora.
Ellos salieron de entre nosotros mismos, aunque realmente no eran de los nuestros. Si hubieran sido de los nuestros se habrían quedado con nosotros. Al salir ellos, vimos claramente que no todos los que están dentro de nosotros son de los nuestros”.
¿Qué quiere decir la palabra “anticristo”? Quiere decir “enemigo de Cristo”. Así que, desde un principio, siempre han existido “enemigos de Cristo”. ¿Quiénes son? “Ellos salieron de entre nosotros mismos dice San Juan, aunque realmente no eran de los nuestros”. Estaban dentro de nosotros, sin ser de los nuestros. Una presencia física y nada más; su mente y su corazón estaban fuera.
¡Cuántas veces hemos oído decir: “Cuando yo era católico, era un borracho, un mujeriego, un ladrón no conocía la Palabra de Dios»! ¿Y qué querían, una medalla de oro, por portarse de esa manera? “Medalla de oro a don Francisco Hernández por ser el primer borracho de la parroquia”. Por eso, ahora se encuentra fuera de la Iglesia fundada por Cristo, en un grupo religioso fundado por un hombre. Si hubiera sido verdaderamente católico, no habría dejado la Iglesia. Además, la Iglesia no le ensenó ni le mandó que hiciera tal cosa, sino al contrario, el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios.
Pues bien, por lo que nos dice San Juan, dejar la Iglesia de Cristo y ponerse en contra de ella, es ser ‘anticristo’. ¿Quién no recuerda aquellas palabras que escuchó Saulo cuando cayó en el camino de Damasco? “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”(Hch 9,4). Y todos sabemos que Saulo no estaba persiguiendo directamente a Cristo, sino a sus discípulos; es decir, a su Iglesia. Ahora bien, perseguir a la Iglesia de Cristo es perseguir a Cristo mismo, volverse en ‘anticristo’.
¿Qué está pasando ahora? Que, con la Biblia en la mano, los que salieron de la Iglesia, no dejan de atacarnos, asegurando que la Iglesia católica es la "prostituta", el Papa es el ‘anticristo’ y los católicos somos unos ‘idólatras’. Está pasando ahora lo mismo que pasó al tiempo de Cristo: los que se consideraban ‘expertos en la Palabra de Dios’ (los fariseos y los maestros de la Ley) no supieron reconocer la identidad de Jesús y por eso se pusieron en contra de Él, hasta no lograr su muerte.
“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Perdónales porque no saben que la Iglesia católica es la que fundó Cristo personalmente, cuando vivió en este mundo, y llegará hasta el fin del mundo.
4. Divisiones del primer milenio
Un hecho es cierto: las divisiones son fruto del pecado, no vienen de Dios, y, por lo tanto, no tienen ninguna garantía para el futuro. Empiezan, se desarrollan y se acaban. Es la experiencia del primer milenio de la historia de la Iglesia. Todas las divisiones que se realizaron durante el primer milenio de la historia de la Iglesia, prácticamente ya no existen. Solamente la Iglesia que fundó Cristo, durará para siempre. Las divisiones que existen ahora son del segundo milenio.
Cisma de Oriente
Iglesia de Cristo: sí. Papa: no.
Año 1,054: primera división. Los obispos de Oriente, que se autoproclaman ‘ortodoxos’ (ortodoxia = verdadera doctrina), se apartan de Roma. Durante mil años habían reconocido la autoridad del Sucesor de Pedro, el obispo de Roma; ahora ya no.
¿Qué dicen?
Iglesia de Cristo, con obispos, sacerdotes, diáconos, sacramentos, concilios ecuménicos y devoción a María y a los Santos: SI. Papa: NO
Pretenden una Iglesia sin cabeza visible.
Reforma Protestante
Cristo: sí. Iglesia de Cristo: no.
Año 1,517: Martín Lutero da inicio a su inconformidad con Roma. Su enseñanza fundamental: Cristo: SI. Basta la fe en Cristo para alcanzar la justificación (= perdón de los pecados y amistad con Dios).
Iglesia visible de Cristo, la que viene desde un principio, con Papa, obispos, sacerdotes, diáconos, sacramentos y concilios ecuménicos: NO
Lo que importa, es pertenecer a la Iglesia espiritual, a la que pertenecen los que de veras creen en Cristo, sin importar a cual entidad eclesiástica pertenezcan. Esto no tiene mucha importancia. Sirve solamente para ayudar a vivir la fe en comunidad.
Basándose en estos principios, pronto se multiplican las divisiones: luteranos (1,521), calvinistas (1,532), menonitas (1,536), presbiterianos (1,560), bautistas (1,611), metodistas (1,784) que fundamentalmente siguen las ideas de Lutero.
El año de 1,534 el rey Enrique VIII aparta Inglaterra de Roma. Así surge la Iglesia Anglicana; de esta viene la Iglesia Episcopaliana, una vez que Estados Unidos logra su independencia de Inglaterra. Se mueven entre el catolicismo y el protestantismo.
A principios de 1,800 en el mundo protestante surge un nuevo movimiento religioso, que ahora está invadiendo el mundo con un afán proselitista incontenible: mormones (1,830), adventistas del séptimo día (1,863), testigos de Jehová (1,874) y la línea evangélica pentecostal (principios del siglo XX). Normalmente, a nivel teológico, éstos grupos siguen a Lutero; pero, al mismo tiempo, rechazan todas las Iglesias anteriores, acusadas de ‘apostasía’, y cada grupo se considera la única y verdadera Iglesia visible de Cristo ‘restaurada’, en clara oposición a todas las demás y en una actitud abiertamente sectaria.
Testigos de Jehová
Dios: sí. Cristo y su Iglesia: no.
Entre los grupos que empezaron a surgir desde principios del siglo pasado, hay uno que va más allá de Lutero: la congregación de los Testigos de Jehová. No hablamos de los mormones, porque no se pueden considerar cristianos al admitir un Tercer Testamento: “El libro de Mormón" y ser politeístas.
¿Cuál es la posición de los testigos de Jehová?
Dios: SI. Un solo Dios, sin Trinidad, al estilo del Antiguo Testamento.
Cristo y su Iglesia: NO. Cristo es un hombre y nada más, la primera creatura de Dios. La Iglesia que fundó Cristo, cuando vivió en este mundo, fracasó.
Ahora los testigos de Jehová son la única y verdadera “congregación visible de Jehová”.
De por sí desde antes ya se había empezado a considerar a Cristo como hombre y no como Dios; por ejemplo, con la masonería (principios del 1,700; Cristo es visto como un sabio), o el espiritismo (mitad del 1,800; Cristo es visto como un grande médium).
Nueva Era
Religiosidad y espiritualidad: sí. Dios: no.
Se trata de otro movimiento cultural-religioso, que empezó a surgir en la primera mitad del siglo XX y se desarrolló en la segunda mitad. Actualmente está invadiendo el mundo entero, especialmente los ambientes artísticos e intelectuales o económicamente más pudientes: una mezcla entre cristianismo, antiguas religiones paganas, religiones orientales gnosis, astrología, sicología, esoterismo, ocultismo, ecología, indigenismo y medicina alternativa. Un supermercado, en que cada uno prepara so coctel al gusto, escogiendo lo que más le agrada y lo hace sentir bien.
Por lo que se refiere a Dios, he aquí la idea central: No existe un solo Dios, creador, salvador y remunerador. Todo el universo es un organismo viviente. Todo lo que forma parte del universo es Dios.
Panteísmo
Dicen los nuevaerianos: “¿Quieres buscar a Dios? Entra dentro de ti mismo y allá lo encontrarás. Además, harás el grande descubrimiento: Tú eres Dios. Lo que pasa es que tú estás ciego y no te das cuenta de lo que eres y las posibilidades ‘infinitas’ que tienes. ¿Quieres aprovechar de ellas? Inscríbete en algún taller sobre control mental, chacras, cuarzos, cristales, colores, perfumes, ángeles, y verás como poco a poco irás despertando y tomando conciencia de los poderes ‘infinitos’ que tienes”.
¿Y cómo resolver el problema de la muerte? «La muerte no es un verdadero problema contestan. Al morir, el alma pasa a otro ser viviente y mediante un proceso continuo de reencarnaciones te vas purificando. Por lo tanto, no tienes que temerle ni a la muerte, ni al purgatorio, ni al infierno. Todo es bonito en este universo; todo es energía y vida, felicidad y éxito para los que se adhieren a esta nueva visión del mundo».
Satanismo
Dios: no. El enemigo de Dios: sí.
A lo largo de la historia, siempre hubo grupos selectos de personas que han rendido culto a Satanás. La novedad actual consiste en que ahora este fenómeno se está volviendo ‘popular’.
Normalmente se trata de adolescentes y jóvenes, que empiezan reuniéndose en las discotecas para escuchar música y bailar. Mediante un buen sistema de reclutamiento, poco a poco se pasa de la música rock a la metálica, de la simple alusión al himno declarado en honor de Satanás, de la imagen a la oración y la entrega, del sacrificio con animalitos al sacrificio con seres humanos, especialmente en aquellos países en que los gobiernos no logran ejercer un control real sobre la población y así se pretende lograr «poder» para encontrar satisfacciones inmediatas.
Pluralismo religioso
Ya se acabó la sociedad monolítica del pasado. Hoy es necesario que estemos conscientes de nuestra identidad como católicos, para no dejarnos confundir y envolver por la variedad de propuestas que continuamente se nos presentan.
Para sentirnos seguros y vivir nuestra fe con dignidad, es necesario que conozcamos el Evangelio de Cristo, tengamos una verdadera experiencia de Dios y, como dice San Pedro estemos capacitados para “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3,15). Solamente así estaremos colaborando con nuestro granito de arena para que se haga realidad el sueño de Cristo: “Habrá un solo rebaño como hay un solo Pastor (Jn 10,16)”.
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Diariamente de 10 a 2, y de 5 a 8:30

lunes, 5 de septiembre de 2011

XXIII Semana I Reflexiones del evangelio de cada día


Vigésima Tercera semana

Lunes
Lucas 6, 6-11
"Estaban acechando a Jesús para ver si curaba en sábado". Leemos episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a Él, para que lo cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús, en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: "¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y le fue restituida la mano" (Mc 3, 5).
Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). “El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Mc 2, 28).
El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo. “El domingo ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, § 1). “El domingo y las demás fiestas de precepto, los fieles tienen obligación de participar en la misa” (CIC can. 1247).
Así, la institución del domingo contribuye a que todos disfruten de un “reposo y ocio suficientes para cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa” (GS 67, 3).

Martes
Lucas 6, 12-19
“Pasó la noche en oración y eligió a doce discípulos, a los que llamó apóstoles”. Vemos en el Evangelio de hoy el modo cómo Jesús ha realizado la elección de los Doce. “...Jesús se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración con Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos a los que llamó también apóstoles” (Lc 6, 12-13).
Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión: antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf Lc 3, 21) y de su Transfiguración (cf Lc 9, 28), y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf Lc 22, 41-44);Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce, como hemos escuchado hoy (cf Lc 6, 12), antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20) y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf Lc 22, 32). La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
El modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad, en lo secreto, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada.
En su enseñanza, Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su Nombre.
Miércoles
Lucas 6, 20-26
Dichosos los pobres ¡Ay de ustedes, los ricos! «La vida y la palabra del Señor Jesús anuncian la plena confianza en Dios y denuncian la adhesión a las riquezas: “Es más difícil que un rico entre al Reino de los Cielos que un camello pase por la puerta pequeña de la ciudad”. El tener bienes terrenales implica un grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos, ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”. El rico y el pobre Lázaro es un vívido relato donde el Señor enseña el auténtico drama sobre el que advierte en los “ayes” a quienes viven plenos de riquezas y están saciados.
La bienaventuranza nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Card. Newman).
Y san Beda nos dice que “Si son bienaventurados aquellos que tienen hambre de obras justas, deben por el contrario considerarse como desgraciados aquellos que, satisfaciendo todos sus deseos, no padecen hambre del verdadero bien”.
Jueves: Natividad de la santísima Virgen María
Mateo 1, 18-23
Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. La liturgia nos recuerda hoy la Natividad de la santísima Virgen María. Esta fiesta nos lleva a admirar en María niña la aurora purísima de la Redención. Contemplamos a una niña como todas las demás y, al mismo tiempo, única, la “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42). María es la “esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación”.
Además esta fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, nos hace meditar de nuevo sobre la vida de esta criatura singular, que Dios ha llamado a realizar un papel tan importante en la obra de la Redención. En efecto, por obra del Espíritu Santo fue concebido el Hijo de Dios para hacerse hombre: Hijo de María; Este fue el misterio del Espíritu Santo y de María. EL misterio de la Virgen, que a las palabras de la anunciación, contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima, que es esa "puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente...
Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación y para nuestra santificación. Por esto, hoy e decimos a Aquella, que ha concebido por obra del Espíritu Santo: ¡Oh Virgen naciente, esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!
Viernes
Lucas 6, 39-42
“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?”. Esta pregunta que hace Jesús a sus oyentes, cabe muy bien a la consideración de todo Obispo y sacerdote, del padre y la madre de familia, del profesor y profesora… de todo aquel que tiene a su cuidado la educación y formación de los valores humanos y evangélicos, porque Jesús, nos advierte del peligro de guiar a los demás sin antes cuidar nuestra vida formación y educación en la fe y del cuidado interior. Bien pueden aplicarse aquella sentencia del Papa Paulo VI, en el mundo hace falta testigo más que maestros, pero si son testigos y maestros mejor.
Por consiguiente, el primer campo de acción en la misión que Dios nos ha encomendado es luchar personalmente por ser santo, por ver con claridad el camino, por quitar esos defectos que nos apartan de Dios.
Jesús no nos dice que no ayudemos a los demás, sino que primero empecemos por nuestra propia vida. De ahí que el primer campo de apostolado sea uno mismo. El apóstol debe trabajar incansablemente por su propia conversión, debe colaborar activamente con la gracia para vivir la reconciliación; formándose sólidamente en la fe, alimentándose en la Eucaristía, renovándose en el sacramento de la reconciliación, cimentándose en la oración asidua. El apostolado que no nace de un corazón cada vez más reconciliado es estéril, se convierte en una mera proyección de la propia ruptura interior.
Sobre este tema san Agustín nos dice: “Cuando nos veamos precisados a reprender a otros, pensemos primero si alguna vez hemos cometido aquella falta que vamos a reprender; y si no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla. O si la hemos cometido en otro tiempo, aun que ahora no la cometamos. Y entonces tengamos presente la común fragilidad para que la misericordia, y no el rencor, preceda a aquella corrección” (San Agustín).

Sábado
Lucas 6, 43-49
“¿Por qué me dicen “Señor, Señor”, y no hacen lo que yo les digo?” La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino.
“No todo el que dice ‘Señor, Señor’ se salvará”. Es una sentencia clara que invita a la coherencia entre lo que se cree y la vida. Buenas intenciones tenemos todos; al menos casi siempre. Lo importante es llevar esos buenos propósitos a la práctica.
El asunto es bastante claro. No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de Dios (ver Mt 7, 21). No todo consiste en ser bautizado y llamarse o “mal llamarse” cristiano, sino en serlo efectivamente. Es decir en abrirse al dinamismo del Bautismo, que cada uno ha recibido, para que con nuestra cooperación nos vaya transformando cada vez más según la profunda identidad de Jesús en cuya vida hemos sido sumergidos para nacer a la nueva vida.
San Jerónimo enseña: “Una y otra cosa es necesaria a los que sirven al Señor: que las obras se prueben con las palabras y las palabras con las obras”.
Y San Hilario: “El camino del Reino de los Cielos es la obediencia al designio de Dios, no el repetir su nombre”.

sábado, 3 de septiembre de 2011

XXIII Domingo ordinario/A Sobre la segunda lectura


XXIII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 13, 8-10)
Cumplir perfectamente la ley consiste en amar. Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo.
El amor evangélico y la vocación de hijos de Dios, a la que todos los hombres están llamados, tienen como consecuencia la exigencia directa e imperativa de respetar a cada ser humano en sus derechos a la vida y a la dignidad. Pero, no todos, sea cual fuere la cultura a la que pertenezcamos, definimos el amor como "querer el bien de la persona amada". El bien de la persona es lo que ella es: su ser. Querer el bien es querer que el otro alcance la plenitud de su ser. Por eso, el acto más puro de amor que se puede imaginar es el acto creador de Dios: el cual hace que cada uno de nosotros sencillamente sea.
El bien de la persona es lo que ella es: su ser. Querer el bien es querer que el otro alcance la plenitud de su ser. Por eso, el acto más puro de amor que se puede imaginar es el acto creador de Dios: el cual hace que cada uno de nosotros sencillamente sea.
Todo ser exige que se le reconozca, es decir, que se le ame de forma adecuada a su verdad: Dios como Dios, el hombre como hombre, las cosas como cosas. ;"La plenitud de la ley es el amor", nos enseña el Apóstol. ¡Cómo es verdadera esta afirmación! El amor es la realización plena de toda norma moral, ya que el amor busca el bien de todo ser en su verdad: esa verdad cuya fuerza normativa en relación con la libertad se expresa mediante las normas morales.
San Agustín, comentando el capítulo cuarto de la primera carta de san Juan, puede hacer una afirmación atrevida: «Ama y haz lo que quieras». Y continúa: «Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien» (7, 8: PL 35). Quien se deja guiar por el amor, quien vive plenamente la caridad, es guiado por Dios, porque Dios es amor. Así, tienen gran valor estas palabras: «Dilige et fac quod vis», «Ama y haz lo que quieras».
Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.
Por consiguiente, tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a nada que se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer la armonía en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de procedimientos judiciales (cf. Mt 5, 25). En efecto, no existe verdadero amor de Dios sin amor al prójimo, y no existe amor del prójimo sin justicia. Tampoco podemos hablar sinceramente de justicia, ni promoverla eficazmente, si la justicia no es una realidad encarnada en nuestras vidas...
Por esto san Cromacio de Aquileya decía: “Muestra el Señor que no podemos poseer el mérito del amor perfecto si amamos sólo a quienes sabemos que nos devolverán en pago el amor mutuo, porque sabemos que este tipo de amor es común también a los gentiles y pecadores. Por eso quiere el Señor que superemos la ley común del amor humano con la ley del amor evangélico; de modo que no sólo mostremos el afecto de nuestro amor hacia los que nos aman, sino también hacia los enemigos y los que nos odian, para que imitemos en esto el ejemplo de la verdadera piedad y bondad paternas”.
El Concilio Vaticano II nos exhorta: Vean en cada hombre un hermano; y en cada hermano a Cristo, de manera que el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en un mismo amor, vivo y operante, que es lo único que puede redimir las miserias del mundo, renovándolo en su raíz más honda: el corazón del hombre.
Este amor a Dios y al prójimo es el impulso fundamental de la vida cristiana. Por esto san Pablo nos ha dicho en el tema de hoy: “el amor es la plenitud de la Ley" (Rom 13, 10), porque el que ama a Dios ha cumplido la Ley.