miércoles, 16 de marzo de 2011

CAPÍTULO SEGUNDO: El Dios del amor y de la misericordia revelado por Jesucristo, de Creo en el perdón de los pecados"


CAPÍTULO SEGUNDO
El Dios del amor y de la misericordia revelado por Jesucristo


“Dios rico en misericordia” (Ef 2, 4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer (Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s). A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”; Jesús le respondió: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 8 s) Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo” (Ef 2, 4 s ) .
Así, la parábola del hijo pródigo es uno de los pasajes más apreciados de la sagrada Escritura. Su profunda ilustración de la misericordia de Dios y el importante deseo humano de conversión y reconciliación, así como el restablecimiento de las relaciones rotas, hablan a los hombres y a las mujeres de todas las edades. Es frecuente la tentación del hombre de ejercer su libertad alejándose de Dios. Ahora bien, la experiencia del hijo pródigo nos permite constatar, tanto en la historia como en nuestra propia vida, que cuando se busca la libertad fuera de Dios el resultado es negativo: pérdida de la dignidad personal, confusión moral y desintegración social. Sin embargo, el amor apasionado del Padre a la humanidad triunfa sobre el orgullo humano. Prodigado gratuitamente, es un amor que perdona y lleva a las personas a entrar más profundamente en la comunión de la Iglesia de Cristo. Ofrece verdaderamente a todos los pueblos la unidad en Dios y, como Cristo lo manifiesta perfectamente en la cruz, reconcilia la justicia y el amor .
“Creado por Dios... el hombre... en el propio exordio de la historia abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” . Evidentemente se trata de un pecado en el sentido estricto de la palabra: tanto en el caso del primer pecado, como en el de cualquier otro pecado del hombre. Pero el Concilio no deja de recordar que ese primer pecado lo cometió el hombre “por instigación del demonio” . Como leemos en el libro de la Sabiduría: “...por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sab 2, 24), parece que en este caso ‘la muerte’ signifique sea bien el mismo pecado (= la muerte del alma como la pérdida de la vida divina conferida por la gracia santificante), bien sea la muerte corporal despojada de la esperanza de la resurrección gloriosa. Al hombre que ha infringido la ley respecto “al árbol de la ciencia del bien y del mal”, el Señor lo ha alejado del “árbol de la vida” (Gén 3, 22), en la perspectiva de toda su historia terrena .
Así pues, el hombre se extravió, abusó del don de la libertad y dijo ‘no’ a Dios, condenándose de este modo a sí mismo a una existencia en la que entraron el mal, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero sabemos también que Dios mismo no se resignó a esa situación y entró directamente en la historia del hombre, que se convirtió en historia de la salvación.
En el texto del Concilio, con la alusión al primer pecado y a sus secuelas en la historia del hombre, se cierra la perspectiva de la lucha anunciada por las palabras atribuidas a Dios en Gén 3, 15: “Estableceré hostilidades”. De ello se deduce que si el pecado desde el principio está ligado a la libre voluntad y a la responsabilidad del hombre y abre una cuestión “dramática” entre el hombre y Dios, también es verdad que el hombre, a causa del pecado, está enzarzado “en una dura batalla contra el poder de las tinieblas” . Está implicado y “como aherrojado entre cadenas” en el dinamismo oscuro de ese mysterium iniquitatis, que es más grande que él y que su historia terrena.
El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
A propósito de ello se expresa la Carta a los Efesios: “Nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal, que dominan este mundo de tinieblas” (Ef 6, 12).
Pero también el pensamiento de la cruel realidad del pecado que pesa en toda la historia con una particular consideración a nuestros tiempos, nos vuelve a empujar a la tremenda verdad de esas palabras bíblicas y conciliares sobre “el hombre... enzarzado en la dura batalla contra el poder de las tinieblas”. Sin embargo, no hemos de olvidar que en este misterio de tiniebla se enciende desde el principio una luz que libera a la historia de la pesadilla de una condena inexorable: el anuncio del Salvador.
Todos los hombres, de acuerdo con el designio divino, son rescatados, liberados y salvados por Jesucristo, Salvador y Señor. Dice san Pablo: “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 23-24). La salvación es un don que cada uno puede recibir en la medida de su aceptación libre y de su cooperación voluntaria.
En cuanto Dios-hombre, Jesús es el mediador perfecto, que une a los hombres con Dios, proporcionándoles los bienes de la salvación y de la vida divina. Se trata de una mediación única, que excluye cualquier otra mediación complementaria o paralela, aunque puede admitir mediaciones participadas o dependientes .
“Jesucristo es el alfa y la omega, ‘el principio y el fin’ de todo. (...) Él es el único maestro que debe instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza a la que debemos estar unidos, el único modelo al que debemos asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que nos debe alimentar, el único camino que debemos seguir, la única verdad que debemos creer, la única vida que debe vivificarnos, lo único que nos debe bastar en todo. (...) Todo fiel que no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo está en nosotros, no debemos temer ninguna condena. Ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni ninguna otra creatura podrán producirnos mal alguno, porque no podrá separarnos jamás del amor de Dios, en Jesucristo. Todo lo podemos por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la perfección y ser perfume de vida eterna para el prójimo” .


1. EL PECADO ORIGINAL EN LA ENSEÑANZA DE SAN PABLO
Este tema es uno de los dogmas más descuidados y negados. No solamente el Siervo de Dios Juan Pablo II, sino también Benedicto XVI, ha hablado sobre él, aunque nos centraremos sólo en la doctrina de su Antecesor. Sin el este dogma la redención cristiana “perdería su fundamento”.
Así, pues, el tema de partida de este capítulo es la analogía entre Adán y Cristo, desarrollada por san Pablo en la primera carta a los Corintios y más aún en la carta a los Romanos. Recorriendo esta analogía, san Pablo evoca el pecado de Adán para dar la mayor relevancia a la gracia salvadora donada por Cristo.
No solo en este número, sino en todo este capítulo iremos presentando las catequesis de 1999 del siervo de Dios Juan Pablo II, como centro de la doctrina que pretendemos poner a su consideración. En efecto, Juan Pablo II, sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original.
«En verdad, dice el Papa, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del ‘mucho más’ referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: “Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.
Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que “a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte” (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.
Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?
Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible yo diría, tangible para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.
San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: “Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.
Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una “segunda naturaleza”, que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta “segunda naturaleza” nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión “esto es humano” tiene un doble significado. “Esto es humano” puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero “esto es humano” puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.
Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.
En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.
Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.
¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.
Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: “Las criaturas del mundo son saludables” (Sb 1, 14).
Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso (...)».
En conclusión, con el catecismo de la Iglesia Católica , decimos que “La doctrina del pecado original es, por así decirlo, ‘el reverso’ de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.
Así mismo, con GS 37,2 vemos que “A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo”.


2. EL MANDAMIENTO FUNDAMENTAL DEL AMOR A DIOS
“Escucha, ¡oh, Israel!: El Señor Dios nuestro es el solo Señor. Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5). La Sagrada Escritura enseña constantemente que el amor al prójimo ha de tener como fundamento el amor a Dios, pues éste lleva a amar lo que Dios ama: a imitar el amor que Dios tiene a todos.
Los Israelitas comprendieron bien que Dios esperaba de ellos una respuesta activa y responsable. Por esto prometieron a Moisés: “Nos dirás todo lo que el Señor nuestro Dios te haya dicho y nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Dt 5,27).
Al asumir este compromiso, sabían lo que tenían que hacer con un Dios del cual podían fiarse. Dios amaba a su pueblo y quería su felicidad. En cambio, Él pedía el amor. En el “Shema Israel”, que hemos oído en la primera Lectura, junto a la petición de fe en el único Dios, se manifiesta el mandamiento fundamental, el del amor a Él: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (DT 6,5).
La relación del hombre con Dios no es una relación de temor, de esclavitud o de opresión; al contrario, es una relación de serena confianza, que brota de una libre elección motivada por el amor. El amor que Dios espera de su pueblo es la respuesta a aquel amor fiel y diligente que Él le ha manifestado primeramente a través de las distintas etapas de la historia de la salvación.
Juan Pablo II, Audiencia, Miércoles 13 de Octubre de 1999 decía que «En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del amor a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: “El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y cuando te levantes” (Dt 6, 4-7)
En la base de esta exigencia de amar a Dios de modo total se encuentra el amor que Dios mismo tiene al hombre. Del pueblo al que ama con un amor de predilección espera una auténtica respuesta de amor. Es un Dios celoso (cf. Ex 20, 5), que no puede tolerar la idolatría, la cual constituye una continua tentación para su pueblo. De ahí el mandamiento: “No tendrás otros dioses delante mí” (Ex 20, 3).
Israel comprende progresivamente que, por encima de esta relación de profundo respeto y adoración exclusiva, debe tener con respecto al Señor una actitud de hijo e incluso de esposa. En ese sentido se ha de entender y leer el Cantar de los cantares, que transfigura la belleza del amor humano en el diálogo nupcial entre Dios y su pueblo.
El libro del Deuteronomio recuerda dos características esenciales de ese amor. La primera es que el hombre nunca sería capaz de tenerlo, si Dios no le diera la fuerza mediante la “circuncisión del corazón” (cf. Dt 30, 6), que elimina del corazón todo apego al pecado. La segunda es que ese amor, lejos de reducirse al sentimiento, se hace realidad “siguiendo los caminos” de Dios, cumpliendo “sus mandamientos, preceptos y normas” (Dt 30, 16). Ésta es la condición para tener “vida y felicidad”, mientras que volver el corazón hacia otros dioses lleva a encontrar “muerte y desgracia” (Dt 30, 15).
El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la enseñanza de Jesús, que lo define “el mayor y el primer mandamiento”, uniéndole íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a proponer ese mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús muestra que en este punto la Revelación ya había alcanzado su cima.
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús el sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en él se realiza la máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor mismo de Cristo, derramado en nosotros “por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5, 5).
La caridad constituye la esencia del “mandamiento” nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: “En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1 Jn 5, 3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre: “El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como él mismo afirma en la oración sacerdotal: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y resurrección.
La Iglesia ha expresado esta sublime realidad enseñando que la caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se refiere directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el círculo del amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo, viendo en nosotros su imagen. Esta, por decirlo así, es dibujada en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo.
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más íntimo de nuestra persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana. El dinamismo del amor a Dios brota de una especie de “connaturalidad” realizada por el Espíritu Santo, que nos “diviniza”, según el lenguaje de la tradición oriental.
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima la vida moral del cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las cuales edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, “el ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino” (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre llamados al amor.
Resumiendo y recordando la Encíclica de Benedicto XVI, “Dios es amor”, reiteramos que el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un ‘mandamiento’, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.


3. DIOS ES AMOR
Ahora, nos introducimos directamente en lo más íntimo del misterio del amor de Dios: “Dios es amor” (1Jn 4,8.16); esto no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor. Estamos aquí ante la revelación más luminosa de la fuente del amor que es el misterio trinitario: en Dios, uno y trino, hay un eterno intercambio de amor entre las personas del Padre y del Hijo, y este amor no es una energía o un sentimiento, sino una persona, es el Espíritu Santo.
Juan Pablo II en la audiencia general del miércoles 2 de octubre de 1985 al tratar la esencia de Dios: Dios es amor dice: “estas palabras, contenidas en uno de los últimos libros del Nuevo Testamento, la Primera Carta de San Juan (4, 16),constituyen como la definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios, que se abrió camino mediante numerosas palabras y muchos acontecimientos, hasta convertirse en plena certeza de la fe con la venida de Cristo, y sobre todo con su cruz y su resurrección. Son palabras en las que encuentra un eco fiel la afirmación de Cristo mismo: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).
La fe de la Iglesia culmina en esta verdad suprema: ¡Dios es amor! Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo. “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene -continúa diciendo el Apóstol Juan en su Primera Carta-. Dios es amor, y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4, 16).
La verdad de que Dios es Amor constituye como el ápice de todo lo que fue revelado “por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo...”, como dice la Carta a los Hebreos (Heb 1, 1). Esta verdad ilumina todo el contenido de la Revelación divina, y en particular la realidad revelada de la creación y de la Alianza. Si la creación manifiesta la omnipotencia del Dios-Creador, el ejercicio de la omnipotencia se explica definitivamente mediante el amor. Dios ha creado porque podía, porque es omnipotente; pero su omnipotencia estaba guiada por la Sabiduría y movida por el Amor. Esta es obra de la creación. Y la obra de la redención tiene una elocuencia aún más potente y nos ofrece una demostración todavía más radical: frente al mal, frente al pecado de las criaturas permanece el amor como expresión de la omnipotencia. Sólo el amor omnipotente sabe sacar el bien del mal y la vida nueva del pecado y de la muerte.
El amor como potencia, que da la vida y que anima, está presente en toda la Revelación. El Dios vivo, el Dios que da la vida a todos los vivientes es Aquel de quien hablan los Salmos: “Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas y la atrapan, abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo” (Sal 103; 104, 27-29). La imagen está tomada del seno mismo de la creación. Y si este cuadro tiene rasgos antropomórficos (como muchos textos de la Sagrada Escritura), este antropomorfismo posee una motivación bíblica: dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, hay una razón para hablar de Dios “a imagen y semejanza” del hombre. Por otra parte, este antropomorfismo no ofusca la trascendencia de Dios: Dios no queda reducido a dimensiones de hombre. Se conservan todas las reglas de la analogía y del lenguaje analógico, así como las de la analogía de la fe.
En la Alianza Dios se da a conocer a los hombres, ante todo a los del Pueblo elegido por Él. Siguiendo una pedagogía progresiva, el Dios de la Alianza manifiesta las propiedades de su ser, las que suelen llamarse sus atributos. Estos son ante todo atributos de orden moral, en los cuales se revela gradualmente el Dios-Amor. Efectivamente, si Dios se revela -sobre todo en la alianza del Sinaí- como Legislador, Fuente suprema de la Ley, esta autoridad legislativa encuentra su plena expresión y confirmación en los atributos de la actuación divina que la Sagrada Escritura nos hace conocer.
Los manifiestan los libros inspirados del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en el libro de la Sabiduría: “Porque tu poder es el principio de la justicia y tu poder soberano te autoriza para perdonar a todos... Tú, Señor de la fuerza, juzgas con benignidad y con mucha indulgencia nos gobiernas, pues cuando quieres tienes el poder en la mano” (Sab 12, 16.18).
Y también: “El poder de tu majestad ¿Quién lo cantará, y quién podrá enumerar sus misericordias”? (Sir 18, 4).
Los escritos del Antiguo Testamento ponen de relieve la justicia de Dios, pero también su clemencia y misericordia.
Subrayan especialmente la fidelidad de Dios en la alianza, que es un aspecto de su “inmutabilidad” (cf. por ejemplo, Sal 110/111, 7-9; Is 65, 1-2, 16-19).
Si hablan de la cólera de Dios, ésta es siempre la justa cólera de un Dios que, además, es “lento a la ira y rico en piedad” (Sal 144/145, 8). Si, finalmente, siempre en la mencionada concepción antropomórfica, ponen de relieve los ‘celos’ del Dios de la Alianza hacia su Pueblo, lo presentan siempre como un atributo del amor: “el celo del Señor de los ejércitos” (Is 9, 7).
Ya hemos dicho anteriormente que los atributos de Dios no se distinguen de su Esencia; por esto, sería más exacto hablar no tanto del Dios justo, fiel, clemente, cuanto del Dios, que es justicia, fidelidad, clemencia, misericordia, lo mismo que San Juan escribió que “Dios es amor” (1 Jn 4, 16).
El Antiguo Testamento prepara a la revelación definitiva de Dios como Amor con abundancia de textos inspirados. En uno de ellos leemos: “Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes... Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si hubieses odiado alguna cosa, no la habrías formado. ¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida” (Sab 11, 23-26).
¿Acaso no puede decirse que en estas palabras del libro de la Sabiduría, a través del ‘Ser’ creador de Dios, se transparenta ya con toda claridad Dios-Amor (Amor-Caritas)?.
Pero veamos otros textos, como el del libro de Jonás: “Sabía que Tú eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad, y que te arrepientes de hacer el mal” (Jon 4, 2).
O también el Salmo 144.145: “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con sus criaturas” (Sal 144/145, 8-9).
Cuanto más nos adentramos en la lectura de los escritos de los Profetas Mayores, tanto más se nos descubre el rostro de Dios-Amor. He aquí cómo habla el Señor por boca de Jeremías a Israel: “Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido con favor” (en hebreo hesed) (Jer 31, 3).
Y he aquí las palabras de Isaías: “Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría” (Is 49, 14-15). Qué significativa es en las palabras de Dios esta referencia al amor materno: la misericordia de Dios, además de a través de la paternidad, se hace conocer también por medio de la ternura inigualable de la maternidad. Dice Isaías: “Que se retiren los montes, que tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el Señor que se apiada de ti” (Is 54, 10).
Esta maravillosa preparación desarrollada por Dios en la historia de la Antigua Alianza, especialmente por medio de los Profetas, esperaba el cumplimiento definitivo. Y la palabra definitiva del Dios-Amor vino con Cristo. Esta palabra no se pronunció solamente sino que fue vivida en el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Lo anuncia el Apóstol: “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados” (Ef 2, 4-5).
Verdaderamente podemos dar plenitud a nuestra profesión de fe en “Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra” con la estupenda definición de San Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 16).
Verdaderamente, en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. De hecho, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento -ha escrito Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est- no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (n. 12). La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Cada uno de nosotros, por lo tanto, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cfr. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites .
La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan tocar hasta en lo más profundo del propio ser, “porque lo que es necedad de Dios es más sabio que los hombres, y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1Cor 1,24-25) .
Es más, el Crucificado, que después de la resurrección lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las “falsificaciones” y mentiras sobre Dios, que se ocultan bajo el manto de la violencia, la venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y erradica el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor .



4. JUICIO Y MISERICORDIA
“La misericordia triunfa sobre el juicio” (St, 2, 13). Demostrando una exquisita comprensión del mensaje bíblico, Santo Tomás explica que toda obra de la justicia divina presupone siempre la obra de su misericordia y se funda en ella; es la misericordia la raíz primera de todas las obras de Dios. Esto significa que lo último en una reducción al fundamento, vale decir, lo absolutamente primero, es la sola bondad de la voluntad divina, la sobreabundante generosidad del Creador, que excede la proporción que podría requerirse y que bastaría para conservar el orden de la justicia (cf. S. Th. I, q. 21).
Jesús lo ilustró sencillamente con la parábola del patrón generoso; el argumento puede resumirse en la respuesta del propietario a los obreros que protestaban considerando que se había violado el orden de la justicia: amigo, no soy injusto contigo… ¿por qué tomas a mal que yo sea bueno? (Mat 20, 13.15). El Señor justificaba de este modo el Evangelio; decía, simplemente: así es Dios. Nosotros intentamos imitarlo, desde lejos.
Los conceptos humanos de justicia y misericordia sólo pueden aplicarse analógicamente a la soberana elevación de su esencia, a su realidad inefable. Dios es Dios, y aunque parezca una paradoja, habría que decir que es justo porque es misericordioso y es misericordioso porque es justo. Por eso suena tan exacta y atinada, como guía para la imitación humana de la actitud divina, la expresión del Doctor Angélico antes citada: la justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución.

Juan Pablo II, Audiencia, Miércoles 7 de julio de 1999, en el tema ‘Juicio y misericordia’, tomado punto de partida, El salmo 116 dice: «“El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es misericordioso” (Sal 116, 5). A primera vista, juicio y misericordia parecen dos realidades inconciliables; o, al menos, parece que la segunda sólo se integra con la primera si ésta atenúa su fuerza inexorable. En cambio, es preciso comprender la lógica de la sagrada Escritura, que las vincula; más aún, las presenta de modo que una no puede existir sin la otra.
El sentido de la justicia divina es captado progresivamente en el Antiguo Testamento a partir de la situación de la persona que obra bien y se siente injustamente amenazada. Es en Dios donde encuentra refugio y protección. Esta experiencia la expresan en varias ocasiones los salmos que, por ejemplo afirman: “Yo sé que el Señor hace justicia al afligido y defiende el derecho del pobre. Los justos alabarán tu nombre; los honrados habitarán en tu presencia” (Sal 140, 13-14).
En la sagrada Escritura la intervención en favor de los oprimidos es concebida sobre todo como justicia, o sea, fidelidad de Dios a las promesas salvíficas hechas a Israel. Por consiguiente, la justicia de Dios deriva de la iniciativa gratuita y misericordiosa por la que él se ha vinculado a su pueblo mediante una alianza eterna. Dios es justo porque salva, cumpliendo así sus promesas, mientras que el juicio sobre el pecado y sobre los impíos no es más que otro aspecto de su misericordia. El pecador sinceramente arrepentido siempre puede confiar en esta justicia misericordiosa (cf. Sal 50, 6. 16).
Frente a la dificultad de encontrar justicia en los hombres y en sus instituciones, en la Biblia se abre camino la perspectiva de que la justicia sólo se realizará plenamente en el futuro, por obra de un personaje misterioso, que progresivamente irá asumiendo caracteres mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf. Sal 72, 1), un retoño que “brotará del tronco de Jesé” (Is 11, 1), un “vástago justo” (Jr 23, 5) descendiente de David.
La figura del Mesías, esbozada en muchos textos sobre todo de los libros proféticos, asume, en la perspectiva de la salvación, funciones de gobierno y de juicio, para la prosperidad y el crecimiento de la comunidad y de cada uno de sus miembros.
La función judicial se ejercerá sobre buenos y malos, que se presentarán juntos al juicio, donde el triunfo de los justos se transformará en pánico y en asombro para los impíos (cf. Sb 4, 20-5, 23; cf. también Dn 12, 1-3). El juicio encomendado al “Hijo del hombre”, en la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, tendrá como efecto el triunfo del pueblo de los santos del Altísimo sobre las ruinas de los reinos de la tierra (cf. Dn 7, 18 y 27).
Por otra parte, incluso quien puede esperar un juicio benévolo, es consciente de sus propias limitaciones. Así se va despertando la conciencia de que es imposible ser justos sin la gracia divina, como recuerda el salmista: “Señor, (...) tú que eres justo, escúchame. No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre es inocente frente a ti” (Sal 143, 1-2).
La misma lógica de fondo se vuelve a encontrar en el Nuevo Testamento, donde el juicio divino está vinculado a la obra salvífica de Cristo.
Jesús es el Hijo del hombre, al que el Padre ha transmitido el poder de juzgar. Él ejercerá el juicio sobre todos los que saldrán de los sepulcros, separando a los que están destinados a una resurrección de vida de los que experimentarán una resurrección de condena (cf. Jn 5, 26-30). Sin embargo, como subraya el evangelista san Juan, “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17). Sólo quien haya rechazado la salvación, ofrecida por Dios con una misericordia ilimitada, se encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo.
San Pablo profundiza, en sentido salvífico, el concepto de ‘justicia de Dios’, que se realiza “por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 22). La justicia de Dios está íntimamente unida al don de la reconciliación: si por Cristo nos dejamos reconciliar con el Padre, podemos llegar a ser, también nosotros, por medio de él, justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 18-21).
Así, justicia y misericordia se entienden como dos dimensiones del mismo misterio de amor: “Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11, 32). Por eso, el amor, que constituye la base de la actitud divina y debe llegar a ser una virtud fundamental del creyente, nos impulsa a tener confianza en el día del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1 Jn 4, 18). A imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse de acuerdo con una ley de libertad, en la que debe prevalecer precisamente la misericordia: “Hablen y obren tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad, porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio” (St 2, 12-13).
Dios es Padre de misericordia y de toda consolación. Por esto, en la quinta petición del Padre nuestro, la oración por excelencia, “nuestra petición empieza con una confesión en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su misericordia” . Jesús, al revelarnos la plenitud de la misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan justo y misericordioso sólo se accede por la experiencia de la misericordia que debe caracterizar nuestras relaciones con el prójimo. “Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. (...) Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre” ».
Benedicto XVI con motivo de la XXII jornada mundial de la juventud 2007, decía que “Toda persona siente el deseo de amar y de ser amado. Sin embargo, ¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Las carencias afectivas o las desilusiones sentimentales pueden hacernos pensar que amar es una utopía, un sueño inalcanzable, ¿habrá, pues, que resignarse? ¡No! El amor es posible...” Es necesario cada día de la mano de Dios y de María reavivar “…la fe en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que produce paz y alegría; un amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres en el respeto mutuo…”.
La única fuente del amor verdadero es Dios. San Juan nos dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16): el ser mismo de Dios es amor: en Dios, uno y trino, hay una eterna comunicación de amor entre las personas del Padre y del Hijo, y este amor no es una energía o un sentimiento, sino una persona: el Espíritu Santo.
Y sólo a partir del encuentro con El Dios del Amor, que cambia la existencia, podemos vivir en comunión con él y entre nosotros, y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Una fe adulta, capaz de abandonarse totalmente a Dios con actitud filial, alimentada por la oración, por la meditación de la Palabra de Dios y por el estudio de las verdades de fe, es condición para poder promover un humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.





5. EL “CIELO” COMO PLENITUD DE INTIMIDAD CON DIOS
El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, (cf. Sal 6, 6; 87, 6). Y san pablo lo expresa diciendo: “No permitirás que tu santo experimente la corrupción: Dios resucitó a Jesucristo, quien no experimentó la corrupción” (Hch 13, 35-37). Por consiguiente, en Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios.
Así, el ‘cielo’, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre.
El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Juan Pablo II, Audiencia, miércoles 21 de julio de 1999, en el tema “El “cielo” como plenitud de intimidad con Dios, dice que «Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, “esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ilel cielols. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” .
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del ‘cielo’, para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
En el lenguaje bíblico el ‘cielo’, cuando va unido a la ‘tierra’, indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: “En un principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos ‘el cielo’ es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60; 4, 24.55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de “recompensa en los cielos” (Mt 5, 12) y exhorta a “amontonar tesoros en el cielo” (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús “penetró los cielos” (Hb 4, 14) y “no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo” (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: “Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el ‘cielo’ o la ‘bienaventuranza’ en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, “por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él, y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él” .
Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre “lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 20)».
Claro que nuestro cielo lo debemos iniciar en esta vida, en medio de las vicisitudes de esta vida, como ha sido la experiencia de los santos, en efecto, ellos se extasiaban a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedían la iluminación interior, mientras intercedían de modo especial por sus hermanos los hombres. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: “Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas”. En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ellos, el cielo y la tierra se unen.


6. EL INFIERNO COMO RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS
La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). Y al final, frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49).
Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9): “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos” (MR Canon Romano 88)
Juan Pablo II, Audiencia, miércoles 28 de julio de 1999, en el tema ‘El Infierno como rechazo definitivo de Dios’, comienza diciendo que «Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en ‘un infierno’.
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.
Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado “de acuerdo con sus obras” (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde “será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de “fuego que no se apaga” (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un ‘lago de fuego’ a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una ‘segunda muerte’ (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a “una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Ts 1, 9).
Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” .
Por eso, la ‘condenación’ no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La ‘condenación’ consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
La fe cristiana enseña que, en el riesgo del ‘sí’ y del ‘no’ que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya ‘no’. Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios . Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo ‘sí’ a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar ‘Abbá, Padre’ (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos”».
Por consiguiente, nuestra oración no puede ser otra, más que dirigirnos a nuestro Padre con éstas o semejantes palabras: “Escúchanos, Señor Dios nuestro, ayúdanos y sálvanos. Dígnate recibir nuestras oraciones y súplicas y aleja de nosotros, por tu misericordia, toda condenación, todo castigo y toda ira. Concédenos la seguridad, la paz y un final tranquilo y feliz que das a los fieles de la paz. Danos el final cristiano que tú deseas para nosotros y que es digno de tu majestad divina, a fin de que te demos gracias y alabanza, ahora y siempre.


7. EL PURGATORIO:
PURIFICACIÓN NECESARIA PARA EL ENCUENTRO CON DIOS
En la solemnidad de Todos los Santos la liturgia cristiana nos introduce en la conmemoración de todos los fieles difuntos que no se encuentran todavía en la plena visión de Dios, pero lo esperan vivamente en una purificación misteriosa. Durante la visita a los cementerios, se elevan en este día oraciones de sufragio por los difuntos, para que entren pronto en la luz y en la paz. Este día nos unimos en oración por las almas que necesitan nuestra solidaridad espiritual.
Es decir, nos unimos en nuestra liturgia con la iglesia que se llama purgante para orar por su pronta visión plena con Dios; por aquellos que murieron en gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
Así, pues, la Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador: Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, dial. 4, 39) .
Continuando con las catequesis de Juan Pablo II, en Audiencia, miércoles 4 de agosto de 1999, cuando expone el tema ‘El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios’, dice: «Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del ‘purgatorio’ .
En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: “Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (1 Co 3, 14-15).
Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él “verá la luz” y ‘justificará a muchos’, cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o “lavado” (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama “vínculo de la perfección” (Col 3, 14).
Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de “la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos” (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a “purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu” (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección .
Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: “Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 y 25, 30)” .
Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre .
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna».
Por tanto, es necesario para la plena remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa infligida a su sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios. De la existencia y gravedad de las penas se deduce la insensatez y malicia del pecado, y sus malas secuelas .
La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa; pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que “hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión”. Las mismas preces litúrgicas, empleadas desde tiempos remotos por la comunidad cristiana reunida en la sagrada misa, lo indican suficientemente diciendo: “Pues estamos afligidos por nuestros pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre” .
Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias, y, por ello, todos están necesitados de la misericordia de Dios "para verse libres de las penas debidas por los pecados .


8. LA VIDA CRISTIANA COMO
CAMINO HACIA LA PLENA COMUNIÓN CON DIOS
Introducimos esta catequesis de Juan Pablo II, con un testimonio del Señor José H. Prado Flores, laicos católico comprometido con la Iglesia. Como todo laico debería serlo. Él dijo en torno al congreso eucarístico internacional en Canadá: “Mi vida cristiana era monótona: católico por tradición, acostumbrado a la mediocridad: misa de rutina o por obligación y algunas devociones. Conocía la fe, estudié filosofía, teología y Biblia, pero lo tenía todo únicamente en la cabeza: frío, y con cero calorías. Cero calorías. Trabajaba en la viña del Señor, pero no conocía al Viñador; y por lo tanto, sólo trasmitía doctrina y repetía lo que yo había estudiado, leído o escuchado; pero no comunicaba el poder de la Palabra de Dios. Hasta enseñaba exégesis, hermenéutica y lenguas bíblicas en un Instituto de Biblia. La Biblia que enseñaba, me interesaba, pero no la amaba. Sabía de memoria textos y citas, pero no había bajado a mi corazón.
Mi fe era de católico light: baja en calorías. O mejor, con cero calorías. Era como un steak congelado, que sí, tiene las mismas cualidades y proteínas que un churrasco argentino, pero que nadie podía comer; era lógico, porque ni yo lo podía digerir.
¡Cuántas veces hemos querido que la gente se coma nuestro steak congelado! Nuestras conferencias son tan sólidas que hasta las tenemos que escribir y leer para trasmitirlas.
En mi Bautismo yo había recibido, sí, el Espíritu Santo; y en mi Confirmación el mandato de anunciar a Jesús, pero en vez de manifestarse el poder del viento huracanado de Pentecostés, yo tenía, como muchos, un control para moderar y manejar al Espíritu que había inspirado las Escrituras. Había convertido el viento huracanado de Pentecostés en aire acondicionado que manejaba a mi comodidad y necesidad.
Hay personas que creen que en el Bautismo recibieron un control, y no un poder, que nunca usan porque, tal vez como los discípulos de Éfeso, ?ni siquiera han experimentado que existe el Espíritu Santo? (Cf Hech 19, 2).
Hasta que un día, bendito día, el fuego del Espíritu hizo arder mi corazón con la Palabra de Dios. Entonces, los demás, motivados por el olor de la carne en la parrilla, comenzaron a decir: “¡Aquí hay fiesta, aquí hay fiesta!”.
Entonces decidí dejarme seducir y arrastrar por el viento impetuoso, que no sabemos de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8).2
Juan Pablo II, en Audiencia, miércoles 11 de agosto de 1999, cuando expone el tema ‘La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios’, dice que «Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra existencia, es decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a ella. Por eso, desarrollamos la perspectiva presentada en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: “Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera” .
En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.
El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6, 6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre. Obviamente, la diferencia es fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades humanas; en cambio, el nuevo ‘Éxodo’ consiste en el itinerario hacia la casa del Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que trasciende la historia humana y cósmica. La tierra prometida del Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del cual se desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político, sino que se abrió a una visión ‘escatológica’ que ya preludiaba la revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías, describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).
El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena tendrá lugar en la ‘parusía’, en la última venida de Cristo.
Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del “misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 9-10) .
En este designio divino, el presente es el tiempo del ‘ya, pero todavía no’, tiempo de la salvación ya realizada y del camino hacia su actuación perfecta: “Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).
El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la experiencia del misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc 22, 16). Pero el acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la resurrección constituye ya la revelación definitiva de Dios. El ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la invitación de salvación.
La vida cristiana es participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en el creyente, el ‘juicio de la cruz’ se convierte en ‘justicia de Dios’, es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la perversidad del mundo.
La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo, comprometerse en las realidades ‘penúltimas’: entre éstas y la meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas .
Se trata de purificar toda expresión de lo humano y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es purificada y elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de modo que “los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” .
Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre sobre la tierra».
Así mismo concluimos con otro testimonio en el mismo contexto que el de la introducción, ahora de Ejemplo de la provincia de Alberta, en Canadá: Gracias a la Palabra, pero Palabra incendiada, como los discípulos de Emaús, se me abrieron los ojos, valoré la fracción del Pan, y la Eucaristía se convirtió en la fuente y la cumbre de mi vida cristiana, de mi fe y de mi ministerio. Pero una Eucaristía con sus dos dimensiones: liturgia de la Palabra, donde Jesús mismo explica las Escrituras y las Escrituras explican a Jesús y liturgia eucarística, donde compartimos el pan vivo que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Así como los discípulos de Emaús, que tenían un velo en los ojos que les impedía reconocer a Jesús, también yo necesité una cirugía mayor para que se derritieran las cataratas de mis ojos y reconociera a Jesús como el único Salvador y Señor. Inmediatamente después, emprendí el camino para dar testimonio¡ ¡Verdaderamente el Señor ha resucitado! Ya no era reportero, era testigo.
Mi conversión la puedo resumir en dos fases y dos frases: primero, de justo a hijo: Yo no cometía pecados escandalosos y mi vida era regida por la moral cristiana, así que yo pensaba que ni necesitaba conversión. Sin embargo, la conversión más profunda no es la de pecador a justo, sino la de justo a hijo. La conversión más difícil no es la de pecador a justo, sino la de fariseo a hijo y heredero... y si Dios me convirtió a mí, puede convertir a cualquiera.
En segundo lugar, mi conversión fue de maestro a testigo, de maestro de Biblia a testigo de la Palabra, que ha sido incendiado por el fuego de las Escrituras. Yo ya no era maestro de Biblia sino la voz de la Palabra de salvación. La simple voz. Ya no me limitaba a transmitir lo que había leído o estudiado. Ahora ya no podía dejar de hablar de lo que había visto y oído.



9. EL CAMINO DE CONVERSIÓN COMO LIBERACIÓN DEL MAL
Jesús comenzó su vida misionera predicando en Galilea: “Se ha cumplido el plazo; está cerca el reino de Dios: conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15). La ‘Conversión de San Pablo’, es un modelo extraordinario de cómo responder a la exhortación de Jesús; en ella podemos comprender el verdadero significado de la conversión evangélica ‘metanoia’ considerando la experiencia del Apóstol. En verdad, en el caso de san Pablo, algunos prefieren no utilizar el término ‘conversión’, porque dicen: él ya era creyente; más aún, era un judío fervoroso, y por eso no pasó de la no fe a la fe, de los ídolos a Dios, ni tuvo que abandonar la fe judía para adherirse a Cristo. En realidad, la experiencia del Apóstol puede ser un modelo para toda auténtica conversión cristiana .
La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, ‘creyó en el Evangelio’. En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado .
Esta verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús "se entregó a sí mismo por mí", muriendo en la cruz (cf. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí. Confiando en la fuerza de su perdón, dejándome llevar de la mano por él, puedo salir de las arenas movedizas del orgullo y del pecado, de la mentira y de la tristeza, del egoísmo y de toda falsa seguridad, para conocer y vivir la riqueza de su amor .
Juan Pablo II en la Audiencia del miércoles 18 de agosto de 1999, cuando expone el tema ‘El camino de conversión como liberación del mal’, que «…toda la historia personal y comunitaria se presenta en gran parte como una lucha contra el mal. La invocación ‘líbranos del mal’ o del ‘maligno’, contenida en el Padre nuestro, enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo, nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Jesús .
El mal moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre todo en el Antiguo Testamento, como castigo debido a comportamientos en contraste con la ley de Dios. Por otra parte, la sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del pecado, se puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la culpa y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la liberación del mal son dos aspectos de un único camino. Así, por ejemplo, Jeremías exhorta al pueblo: “Vuelvan, hijos apóstatas; yo remediaré sus apostasías” (Jr 3, 22). En el libro de las Lamentaciones se subraya la perspectiva de la vuelta al Señor (cf. Lm 5, 21) y la experiencia de su misericordia: “Que el amor de Dios no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renuevan: ¡grande es tu lealtad!” (Lm 3, 22-23).
Toda la historia de Israel se relee a la luz de la dialéctica “pecado-castigo, arrepentimiento-misericordia” (cf., por ejemplo, Jn 3, 7-10): éste es el núcleo central de la tradición deuteronomista. La misma destrucción histórica del reino y de la ciudad de Jerusalén se interpreta como un castigo divino por la falta de fidelidad a la alianza.
En la Biblia, la lamentación que el hombre dirige a Dios cuando se encuentra sumido en el dolor, va acompañada por el reconocimiento del pecado cometido y por la confianza en su intervención liberadora. La confesión de la culpa es uno de los elementos que manifiestan esta confianza. A este propósito, son muy indicativos algunos Salmos que expresan con fuerza la confesión de la culpa y el dolor por el propio pecado (cf. Sal 38, 19; 41, 5). Esta admisión de la culpa, descrita eficazmente en el Salmo 50, es imprescindible para empezar una vida nueva. La confesión del propio pecado pone de relieve, indirectamente, la justicia de Dios: “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces; en la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente” (Sal 50, 6). En los Salmos se repite continuamente la invocación de ayuda y la espera confiada de la liberación de Israel (cf. Sal 88 y 130). Jesús mismo en la cruz oró con el Salmo 22 para obtener la intervención amorosa del Padre en la hora suprema.
Jesús, dirigiéndose con esas palabras al Padre, manifiesta la espera de la liberación del mal que, según la visión bíblica, se realiza a través de una persona que acepta el sufrimiento con su valor expiatorio: es el caso de la figura misteriosa del Siervo del Señor en Isaías (cf. Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-53, 12). También otros personajes cumplen la misma función, como el profeta que carga con la culpa y expía las injusticias de Israel (cf. Ez 4, 4-5), el traspasado, al que mirarán (cf. Za 12, 10-11 y Jn 19, 37; cf. también Ap 1, 7), y los mártires, que aceptan su sufrimiento como expiación por los pecados de su pueblo (cf. 2 M 7, 37-38).
Jesús asume todas estas figuras y las reinterpreta. Sólo en él y por él tomamos conciencia del mal, e invocamos al Padre para que nos libere.
En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término ponerós (cf. Mt 6, 13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2851 s). La «malignidad» humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del ‘misterio de iniquidad’, del que habla san Pablo (cf. 2 Ts 2, 7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, “mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él” .
Por desgracia, los seres humanos pueden llegar a ser protagonistas de maldad, es decir, “generación malvada y adúltera” (Mt 12, 39).
Creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás, y que, de este modo, ha logrado que ya no le temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de Nazaret, que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38).
Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21, 4).
Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de Cristo: “En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33)».
Así pues, el Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación. La liberación es ante todo y principalmente liberación de la esclavitud radical del pecado. Su fin y su término es la libertad de los hijos de Dios, don de la gracia. Lógicamente reclama la liberación de múltiples esclavitudes de orden cultural, económico, social y político, que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen tantos obstáculos que impiden a los hombres vivir según su dignidad.
Cristo es el Salvador, que ha venido al mundo para liberar, por el precio de su sacrificio pascual, al hombre de la esclavitud del pecado. Al liberar a los hombres del mal del pecado, Jesús desenmascara a aquél que es el ‘padre del pecado’. Justamente en él, en el espíritu maligno, comienza ‘la esclavitud del pecado’ en la que se encuentran los hombres. “En verdad, en verdad les digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre; si, pues, el Hijo les da la libertad, serán realmente libres” (Jn 8, 34-36).
Por consiguiente, la invitación a la conversión y a la fe en el Evangelio, que Jesús proclamó al comienzo de su ministerio público, no ha perdido su actualidad y nos recuerda que también nosotros estamos llamados a dejar todo lo que sea contrario a nuestra condición de discípulos del Señor y a identificarnos cada vez más con sus sentimientos, para ser realmente libres, con la libertad de los hijos de Dios.

CAPÍTULO PRIMERO: ¿Qué es el pecado?. De mi libro "Creo en el erdón de los pecados".


CAPÍTULO PRIMERO
¿Qué es el pecado?



La página del libro del Génesis (cf. Gn 3, 1-7) indica bien qué es el pecado y las consecuencias que produce en la vida del hombre. Nuestros antepasados cedieron a las lisonjas del tentador, interrumpiendo bruscamente el diálogo de confianza y de amor que tenían con Dios. El mal, el sufrimiento y la muerte entran así en el mundo, y habrá que esperar al Salvador prometido para restablecer, de modo incluso más admirable, el plan originario del Creador (cf. Gn 3, 8-24).
Juan Pablo II, Audiencia general, 27 de agosto de 198, hablando del mal en el hombre y en el mundo y el plan divino de salvación, enseña que “Según la Revelación, el pecado es el mal principal y fundamental porque en él está contenido el rechazo de la voluntad de Dios, de la verdad y de la Santidad de Dios, de su paterna bondad, como se ha revelado ya en la obra de la creación y sobre todo en la creación de los seres racionales y libres, hechos ‘a imagen y semejanza’ del Creador. Precisamente esta ‘imagen y semejanza’ es usada contra Dios, cuando el ser racional con la propia libre voluntad rechaza la finalidad del ser y del vivir que Dios ha establecido para la criatura. En el pecado está, por tanto, contenida una deformación particularmente profunda del bien creado, especialmente en un ser, que, como el hombre, es imagen y semejanza de Dios.
El misterio de la redención está, en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre. Por eso, al explicar con una catequesis sistemática los artículos de los Símbolos (credos) que hablan de Jesucristo, en el cual y por el cual Dios ha obrado la salvación, debemos afrontar, ante todo, el tema del pecado, esa realidad oscura difundida en el mundo creado por Dios, la cual constituye la raíz de todo el mal que hay en el hombre y, se puede decir, en la creación. Sólo por este camino es posible comprender plenamente el significado del hecho de que, según la Revelación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre ‘por nosotros los hombres’ y ‘por nuestra salvación’.
La historia de la salvación presupone ‘de facto’ la existencia del pecado en la historia de la humanidad, creada por Dios. La salvación, de la que habla la divina Revelación, es ante todo la liberación de ese mal que es el pecado. Es esta una verdad central en la soteriología cristiana: ‘propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis’.
Y aquí debemos observar que, en consideración de la centralidad de la verdad sobre la salvación en toda la Revelación divina y, con otras palabras, en consideración de la centralidad del misterio de la redención, también la verdad sobre el pecado forma parte del núcleo central de la fe cristiana. Sí, pecado y redención son términos correlativos en la historia de la salvación. Es necesario, por tanto, reflexionar ante todo sobre la verdad del pecado para poder dar un sentido justo a la verdad de la redención operada por Jesucristo, que profesamos en el Credo.
El pecado, pues, es en sí mismo, un misterio de iniquidad, cuyo comienzo en la historia, y también su desarrollo sucesivo, no se pueden comprender totalmente sin referencia al misterio de Dios-Creador, y en particular del Creador de los seres que están hechos a imagen y semejanza suya. El Vaticano II dice que el misterio del mal y del pecado, el ‘mysterium iniquitatis’, no puede comprenderse sin referencia al misterio de la redención, al ‘mysterium paschale’ de Jesucristo.



1. El pecado
El pecado es descrito en la Biblia como la trasgresión a la ley de Dios (1 Juan 3:4) y rebelión contra Dios (Deuteronomio 9:7; Josué 1:18). Por su parte el Catecismo de la Iglesia Católica enseña en el 1849, que “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como "una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna" (S. Agustín, Faust. 22,27; S. Tomás de Aquino, s.th., 1-2, 71,6)”.
Por consiguiente, “El pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí’ (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse "como dioses", pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (S. Agustín, civ. 1, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,6-9) .”
Entender el pecado es comprender nuestra conducta humana, y su relación con Dios; una conducta que puede contravenir a su voluntad y a sus mandamientos. En nuestra sociedad actual se tiende a ver todo como algo relativo, y que nuestros actos no tienen consecuencias. El primer efecto es una grave (muy grave) constancia en la ofensa a Dios, y ha sido tan difundido este efecto, que actualmente nuestra sociedad humana comienza a plagarse de problemas como la deshonestidad, la mentira, la deslealtad y en casos muy graves, la perversión misma comienza a verse como algo ‘normal’.
Y es que el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’ (S. Agustín, Faust. 22, 27; S. Tomás de A., s. th., 1-2, 71, 6).
En efecto, el pecado no es sólo cuestión de infringir la ley: sin duda lo es, pero es mucho, mucho más. En primer lugar es un crimen contra el amor. Comprender qué es el pecado es importante porque nos puede hacer comprender mejor nuestra relación con Dios y los efectos de nuestras acciones. Ser católicos cabales significa comprender lo bueno y malo de nuestros actos. Los católicos debemos saber en qué creemos y por qué lo creemos. Este Capítulo y los demás que integran esta obra, buscan dar una perspectiva clara de qué es el pecado y por qué hay que evitarlo.

a) Las causas internas son las heridas que el pecado original dejó en la naturaleza humana:
1) la herida en el entendimiento: la ignorancia que nos hace desconocer la ley moral y su importancia;
2) la herida en el apetito concupiscible: la concupiscencia o rebelión de nuestra parte más baja, la carne, contra el espíritu;
3) la herida en el apetito irascible: la debilidad o dificultad en alcanzar el bien arduo, que sucumbe ante la fuerza de la tentación y es aumentada por los malos hábitos;
4) la herida en la voluntad: la malicia que busca intencionadamente el pecado, o se deja llevar por él sin oponer resistencia.

b) Las causas externas son:
1) el demonio, cuyo oficio propio es tentar o atraer a los hombres al mal induciéndolos a pecar. "Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros en busca de presa que devorar" (I Pe. 5, 8; cfr. también Sant. 4, 7);
2) las criaturas que, por el desorden que dejó en el alma el pecado original, en vez de conducirnos a Dios en ocasiones nos alejan de El. Pueden ser causa del pecado ya sea como ocasión de escándalo (ver 7.3.3.d), bien cooperando al mal del prójimo (ver 7.3.3.e).

c) El doble elemento de todo pecado
1) El alejamiento de Dios: Es su elemento formal y, propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pecado. Al transgredir el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios y, sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador se de cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios.
2) La conversión a las criaturas: Como se deduce de lo ya dicho, en todo pecado hay también el goce ilícito de un ser creado, contra la ley o mandato de Dios. Casi siempre es esto precisamente lo que busca el hombre al pecar, más que pretender directamente ofender a Dios: deslumbrado por la momentánea felicidad que le ofrece el pecado, lo toma como un verdadero bien, como algo que le conviene, sin admitir que se trata sólo de un bien aparente que, apenas gustado, dejar en su alma la amargura del remordimiento y de la decepción.


2. El pecado es un mal
El mal más profundo, más destructor, más nefasto, más dañino que pueda afectar a un ser humano es el pecado. No resulta fácil descubrir esta verdad en el mundo moderno. Si no tenemos una idea clara de quién es Dios; si no comprendemos la vocación profunda del hombre al amor; si no sentimos lo hermoso que es vivir como amigos de Cristo; si no aceptamos que somos seres espirituales y que nuestro destino eterno es el cielo... entonces el pecado no resulta un mal: simplemente no existe.
Existirán, ciertamente, otros males: enfermedades, accidentes, injusticias, crímenes, traiciones, engaños, robos, fraudes, violaciones, guerras... Males terribles, males desastrosos, males dramáticos. Algunos, incluso, males “culpables”. Pero ninguno de ellos sería pecado, y cualquiera de ellos sería más serio, más grave, más “mal” que el pecado.
Si no creemos que existe el pecado, entonces empezamos a hablar, al menos, de errores, de fallos, de deslices, de incoherencias, de injusticias. Reconocemos que algo no estuvo bien, aceptamos que existen miserias entre los hombres, llegamos a declararnos culpables ante la propia conciencia o ante la sociedad. Pero nada de lo anterior llega a las profundidades terribles de lo que significa un pecado.
Porque el pecado, en su radicalidad, implica algo sumamente grave: una ofensa a Dios que, al mismo tiempo, destruye lo más hermoso que existe en el corazón del hombre, y que por eso provoca daños incalculables en la sociedad y en el mismo universo.
En cambio, cuando aceptamos que somos creaturas de Dios, que estamos orientados constitutivamente al amor, que tenemos nuestra meta definitiva en la Patria celeste... entonces sí que podemos reconocer todo el terrible drama que se produce en cada pecado. Y podemos calificar a tantos males absurdos (guerras, odios, violencias) con la palabra que mejor los etiqueta: son pecados contra Dios y contra el hombre.
Por el pecado se hunde el hombre en una situación de suyo sin salida, sin fundamento para la esperanza. Rota la alianza con Dios, el hombre queda abandonado a sí mismo y a los acontecimientos naturales. La imagen del polvo (v. 19) expresa la inconsistencia del hombre apartado de Dios. El hombre ha encontrado la muerte; éste es el salario del pecado (Rm 6, 23; 7, 11). Así, por el pecado queda el hombre despojado de toda esperanza, aun de la esperanza de vivir gozosa y plenamente para siempre; sin Dios, el hombre queda también sin futuro, abandonado al proceso de suyo natural de la muerte.
Hay que tener en cuenta que el pecado no consiste en una prohibición. El pecado es un mal y, por eso, está prohibido, y no al revés. ‘el pecado’ es un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el Hijo. Así, pues, ‘el mundo’ (contemporáneo), y ‘el príncipe de este mundo’ trabaja muchísimo para ofuscar y aniquilar en el hombre este aspecto.
Por el pecado, el hombre queda fuera del Paraíso, se produce la escisión entre lo sagrado y lo profano, entre el lugar donde mora Dios y el lugar donde el hombre hace su historia. Así el hombre vive fuera del Paraíso y fuera del templo. “Echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y la espada llameante que se agitaba para cerrar el camino del árbol de la vida” (Gn, 3-24).
En realidad, como hemos citado anteriormente, “Según la Revelación, el pecado es el mal principal y fundamental porque en él está contenido el rechazo de la voluntad de Dios, de la verdad y de la Santidad de Dios, de su paterna bondad, como se ha revelado ya en la obra de la creación y sobre todo en la creación de los seres racionales y libres, hechos "a imagen y semejanza" del Creador. Precisamente esta ‘imagen y semejanza’ es usada contra Dios, cuando el ser racional con la propia libre voluntad rechaza la finalidad del ser y del vivir que Dios ha establecido para la criatura. En el pecado está, por tanto, contenida una deformación particularmente profunda del bien creado, especialmente en un ser, que, como el hombre, es imagen y semejanza de Dios” .
El hombre ha entrado por el pecado en una situación de la que no puede salir por sí mismo, sin la acción salvadora de Dios. El pecado, en efecto, introduce el drama: “Por eso toda la vida humana, individual o colectiva, se nos presenta como una lucha, por añadidura dramática, entre el mal y el bien, entre las tinieblas y la luz. Más aún, el hombre se encuentra incapacitado para resistir eficazmente por sí mismo a los ataques del mal, hasta sentirse como aherrojado con cadenas. Y el pecado, ciertamente, empequeñece al hombre, alejándole de la consecución de su propia plenitud” (GS 13).
A causa del pecado, actualmente se encuentra violentada:“La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación
entera está gimiendo toda ella con dolores de parto” (Rm 8, 19-22). Así pues, el mundo acusa también el impacto del pecado, como dice el salmista: “Él cambia los ríos en desierto, y en sequedad los manantiales, la tierra fértil en salinas, por la malicia de sus habitantes” (Sal 106.107, 33-34).
En cambio, la perfección moral consiste en la exclusión de todo pecado y en la absoluta afirmación del bien moral. Para los hombres, para las criaturas racionales, esta afirmación se traduce en la conformidad de la voluntad con la ley moral. Dios es santo en Sí mismo, es la santidad sustancial, porque su voluntad se identifica con la ley moral. Esta ley existe en Dios mismo como en su eterna Fuente y, por eso, se llama ley Eterna (Lex Aeterna) (Cf. Summa Theol. I-II q. 93, a. 1) .
Dios es la santidad porque es amor (1 Jn 4, 16). Mediante el amor está separado absolutamente del mal moral, del pecado, y está esencial, absoluta y trascendentalmente identificado con el bien moral en su fuente, que es Él mismo. En efecto, amor significa precisamente esto: querer el bien, adherirse al bien. De esta eterna voluntad de Bien brota la infinita bondad de Dios respecto a las criaturas y, en particular, respecto al hombre. Del amor nace su clemencia, su disponibilidad a dar y a perdonar, la cual ha encontrado, entre otras cosas, una expresión magnífica en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo, que refiere Lucas (Cf. Lc 15, 11-32). El amor se expresa en la Providencia, con la cual Dios continúa y sostiene la obra de la creación .

3. El pecado original
Juan Pablo II, audiencia general, 24 de septiembre de 1986, en su catequesis sobre ‘Las enseñanzas de la Iglesia sobre el pecado original’, enseña, según la descripción contenida en Gén 3: «…vemos que el hombre, tentado por el Maligno (“el día que de él coman... serán como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5), “abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” (GS 13). Entonces "se les abrieron los ojos", de ambos (es decir del hombre y de la mujer) “,...y vieron que estaban desnudos” (Gén 3, 7). Y cuando el Señor “llamó al hombre, diciendo: ‘¿Dónde estás?’, Éste contestó: ‘Temeroso porque estaba desnudo, me escondí’” (Gén 3, 9-10). Una respuesta muy significativa.
El hombre que anteriormente (en estado de justicia original), se entretenía amistosa y confiadamente con el Creador en toda la verdad de su ser espiritual-corpóreo, creado a imagen de Dios, ha perdido ahora el fundamento de aquella amistad y alianza. Ha perdido la gracia de la participación en la vida de Dios: el bien de pertenecer a Él en la santidad de la relación original de subordinación y filiación. El pecado, por el contrario, hizo sentir inmediatamente su presencia en la existencia y en todo el comportamiento del hombre y de la mujer: vergüenza de la propia transgresión y de la condición consecuente de pecadores y, por tanto, miedo a Dios. Revelación y análisis psicológico se asocian en esta página bíblica para expresar el ‘estado’ del hombre tras la caída.
De los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento surge otra verdad: algo así como una ‘"invasión’ del pecado en la historia de la humanidad. El pecado se ha convertido en el destino común del hombre, en su herencia ‘desde el vientre materno’. ‘Pecador me concibió mi madre’, exclama el Salmista en un momento de angustia existencial, en el que se unen el arrepentimiento y la invocación de la misericordia divina (Sal 50.51).
Por su parte, San Pablo, que se refiere con frecuencia a esa misma angustiosa experiencia, formula teóricamente esta verdad en la Carta a los Romanos: “Todos nos hallamos bajo el pecado” (Rom 3, 9). “Que toda boca se cierre y que todo el mundo se confiese reo ante Dios” (Rom 3, 19). “Éramos por naturaleza hijos de la ira” (Ef 2, 3).
En todos estos textos se trata de alusiones a la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin la ayuda de la gracia, comentan los biblistas; a la naturaleza tal como se ha visto reducida por el pecado de los primeros padres, y, por consiguiente, a la condición de todos sus descendientes y herederos.
Los textos bíblicos sobre la universalidad y sobre el carácter hereditario del pecado, casi ‘congénito’ a la naturaleza en el estado en el que todos los hombres la reciben en la misma concepción por parte de los padres, nos introduce en el examen más directo de la doctrina católica sobre el pecado original.
Se trata de una verdad transmitida implícitamente en las enseñanzas de la Iglesia desde el principio y convertida en declaración formal del Magisterio en el Sínodo XV de Cartago el año 418 y en el Sínodo de Orange del año 529, principalmente contra los errores de Pelagio (cf. DS 222-223; 371-372). Posteriormente, en el período de la Reforma dicha verdad fue formulada solemnemente por el Concilio de Trento en 1546 (cf. DS 1510-1516). El Decreto tridentino sobre el pecado original expresa esta verdad en la forma precisa en que es objeto de la fe y de la doctrina de la Iglesia. Podemos, pues, referirnos a este Decreto para deducir los contenidos esenciales del dogma católico sobre este punto.
Nuestros primeros padres, en el paraíso terrenal pecaron gravemente, transgrediendo el mandato divino. Debido a su pecado perdieron la gracia santificante; perdieron, por tanto, además la santidad y la justicia en las que habían sido ‘constituidos’ desde el principio, atrayendo sobre sí la ira de Dios. Consecuencia de este pecado fue la muerte como nosotros la experimentamos.
Hay que recordar aquí las palabras del Señor en Gén 2, 17: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Como consecuencia del pecado, Satanás logró extender su ‘dominio’ sobre el hombre. El Decreto tridentino habla de “esclavitud bajo el dominio de aquel que tiene el poder de la muerte” (cf. DS 1511). Así, pues, la situación bajo el dominio de Satanás se describe como ‘esclavitud’.
El Decreto tridentino, se refiere al “pecado de Adán” en cuanto pecado propio y personal de los primeros padres, pero no olvida describir las consecuencias nefastas que tuvo ese pecado en la historia del hombre.
La cultura moderna manifiesta serias reservas sobre todo frente al pecado original en este segundo sentido. No logra admitir la idea de un pecado hereditario, es decir, vinculado a la decisión de uno que es ‘cabeza de una estirpe’ y no con la del sujeto interesado. Considera que una concepción así contrasta con la visión personalista del hombre y con las exigencias que se derivan del pleno respeto a su subjetividad.
Y sin embargo la enseñanza de la Iglesia sobre el pecado original puede manifestarse sumamente preciosa también para el hombre actual, el cual, tras rechazar el dato de la fe en esta materia, no logra explicarse los subterfugios misteriosos y angustiosos del mal, que experimenta diariamente, y acaba oscilando entre un optimismo expeditivo e irresponsable y un radical y desesperado pesimismo».
Juan Pablo II, Audiencia general 1 de octubre de 1986, en la catequesis sobre, ‘Las enseñanzas de la Iglesia sobre el pecado original. Las consecuencias que el pecado ha tenido para la humanidad, haciendo referencia al Concilio de Trento, que formuló la fe de la Iglesia sobre el pecado original en un texto solemne, afirma que, «El pecado de Adán ha pasado a todos sus descendientes, es decir, a todos los hombres en cuanto provenientes de los primeros padres y sus herederos en la naturaleza humana, ya privada de la amistad con Dios.
El Decreto tridentino (cf. DS 1512) lo afirma explícitamente: el pecado de Adán procuró daño no sólo a él, sino a toda su descendencia. La santidad y la justicia originales, fruto de la gracia santificante, no las perdió Adán sólo para sí, sino también ‘para nosotros’ (‘nobis etiam’).
Por ello transmitió a todo el género humano no sólo la muerte corporal y otras penas (consecuencias del pecado), sino también el pecado mismo como muerte del alma (‘peccatum, quod mors est animae’).
El Decreto tridentino afirma que el pecado de Adán pasa a todos los descendientes, a causa de su origen de él, y no sólo por el mal ejemplo. El Decreto afirma: “Este pecado de Adán que es uno solo por su origen y transmitido por propagación y no por imitación, está en cada uno como propio” (DS 1513).
Así, pues, el pecado original se transmite por generación natural. Esta convicción de la Iglesia se indica también en la práctica del bautismo de los recién nacidos, a la cual se remite el Decreto conciliar. Los recién nacidos, incapaces de cometer un pecado personal, reciben sin embargo, de acuerdo con la Tradición secular de la Iglesia, el bautismo poco después del nacimiento en remisión de los pecados. El Decreto dice: “Se bautizan verdaderamente para la remisión de los pecados, a fin de que se purifiquen en la regeneración del pecado contraído en la generación” (DS 1514).
Por consiguiente, debemos considerar el pecado original en constante referencia con el misterio de la redención realizada por Jesucristo, Hijo de Dios, el cual “por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se hizo hombre”. Este artículo del Símbolo sobre la finalidad salvífica de la Encarnación se refiere principal y fundamentalmente al pecado original. También el Decreto del Concilio de Trento esta enteramente compuesto en referencia a esta finalidad, introduciéndose así en la enseñanza de toda la Tradición, que tiene su punto de arranque en la Sagrada Escritura, y antes que nada en el llamado ‘protoevangelio’, esto es, en la promesa de un futuro vencedor de Satanás y liberador del hombre, ya vislumbrada en el libro del Génesis (Gen 3, 15) y después en tantos otros textos, hasta la expresión más plena de esta verdad que nos da San Pablo: Adán es “figura del que había de venir” (Rom 5, 14). “Pues si por la transgresión de uno mueren muchos, cuánto más la gracia de Dios y el don gratuito (conferido) por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, ha abundado en beneficio de muchos” (Rom 5, 15).
“Pues como, por la desobediencia de un solo hombre, muchos se constituyeron en pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos se constituirán en justos” (Rom 5, 19). Por consiguiente, como por la transgresión de uno solo llegó la condenación a todos, así también por la justicia de uno solo llega a todos la justificación de la vida” (Rom 5, 18)».

4. Pecado personal
El pecado personal se distingue del pecado original con el que todos nacemos y que hemos contraído por la desobediencia de Adán. El pecado original infiere personalmente en cada uno, aunque no haya sido cometido personalmente. Es como una enfermedad heredada, que se cura por el Bautismo (al menos, por su deseo implícito), pero permaneciendo una debilidad que facilita caer en nuevos pecados personales.
El pecado actual o personal, pero siempre en referencia al primer pecado, que dejó sus secuelas en los descendientes de Adán, y que por eso se llama pecado original. Como consecuencia del pecado original los hombres nacen en un estado de fragilidad moral hereditaria y fácilmente toman el camino de los pecados personales si no corresponden a la gracia que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de la redención obrada por Cristo.
Lo hace notar el Concilio Vaticano II cuando escribe, entre otras cosas: “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente” (GS 13). En este contexto de tensiones y de conflictos unidos a la condición de la naturaleza humana caída, se sitúa cualquier reflexión sobre el pecado personal.
Así, pues, el pecado personal es un “acto, palabra o deseo contrario a la ley eterna” . Esto significa que el pecado es un acto humano, puesto que requiere el concurso de la libertad , y se expresa en actos externos, palabras o actos internos. Además, este acto humano es malo, es decir, se opone a la ley eterna de Dios, que es la primera y suprema regla moral, fundamento de las demás. De modo más general, se puede decir que el pecado es cualquier acto humano opuesto a la norma moral, esto es, a la recta razón iluminada por al fe.
Se trata, por tanto, de una toma de posición negativa con respecto a Dios y, en contraste, un amor desordenado a nosotros mismos. Por eso, también se dice que el pecado es esencialmente ‘aversio a Deo et conversio ad creaturas’. La ‘aversio’ no representa necesariamente un odio explícito o aversión, sino el alejamiento de Dios, consiguiente a la anteposición de un bien aparente o finito al bien supremo del hombre (conversio). San Agustín lo describe como “el amor de sí que llega hasta el desprecio de Dios” . “Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cfr. Flp 2, 6-9)” . El pecado es el único mal en sentido pleno. Los demás males (p. e. una enfermedad) en sí mismos no apartan de Dios, aunque ciertamente son privación de algún bien.
Juan Pablo II, Audiencia general, 29 de octubre de 1986, en las catequesis de los miércoles, sobre el pecado original, cuando habla de “Pecado: ruptura de la Alianza con Dios”, dice que «…el pecado ‘actual’, perteneciente a la vida de todo hombre, se hace plenamente comprensible en referencia al pecado del primer hombre. Y no sólo porque lo que el Concilio de Trento llama ‘inclinación al pecado’ (fomes peccati), consecuencia del pecado original, es en el hombre la base y la fuente de los pecados personales. Sino también porque ese ‘primer pecado’ de los primeros padres queda en cierta medida como el ‘modelo’ de todo pecado cometido por el hombre personalmente. El ‘primer pecado’ era en sí mismo también un pecado personal: por ello los distintos elementos de su ‘estructura’ se hallan de algún modo en cualquier otro pecado del hombre.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio... abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” (GS 13). Con estas palabras el Concilio trata del pecado de los primeros padres cometido en el estado de justicia original. Pero también en todo pecado cometido por cualquier otro hombre a lo largo de la historia, en el estado de fragilidad moral hereditaria, se reflejan esos mismos elementos esenciales. Efectivamente, en todo pecado entendido como acto personal del hombre, está contenido un particular “abuso de la libertad”, es decir, un mal uso de la libertad, de la libre voluntad. El hombre, como ser creado, abusa de la libertad de su voluntad cuando la utiliza contra la voluntad del propio Creador, cuando en su conducta “se levanta contra Dios”, cuando trata de “alcanzar su propio fin al margen de Dios”.
En todo pecado del hombre se repiten los elementos esenciales, que desde el principio constituyen el mal moral del pecado a la luz de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. Se presentan en un grado de intensidad diverso del primer pecado, cometido en el estado de justicia original. Los pecados personales, cometidos después del pecado original, están condicionados por el estado de inclinación hereditaria al mal (‘fomes peccati’), en cierto sentido ya desde el punto de arranque. Sin embargo, dicha situación de debilidad hereditaria no suprime la libertad del hombre, y por ello en todo pecado actual o personal está contenido un verdadero abuso de la libertad contra la voluntad de Dios. El grado de este abuso, como se sabe, puede variar, y de ello depende también el diverso grado de culpa del que peca. En este sentido hay que aplicar una medida diversa para los pecados actuales, cuando se trata de valorar el grado del mal cometido en ellos. De aquí proviene así mismo la diferencia entre el pecado ‘grave’ y el pecado ‘venial’. Si el pecado grave es al mismo tiempo ‘mortal’, es porque causa la pérdida de la gracia santificante en quien lo comete.
El pecado como ‘desobediencia’ a la ley se manifiesta mejor en su característica de ‘desobediencia’ personal hacia Dios: hacia Dios como Legislador, que es al mismo tiempo Padre que ama. Este mensaje expresado ya profundamente en el Antiguo Testamento (cf. Os 11, 1-7), hallará su enunciación más plena en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 18-19, 21). En todo caso la desobediencia a Dios, es decir, la oposición a su voluntad creadora y salvífica, que encierra el deseo del hombre de ‘alcanzar su propio fin al margen de Dios’ (GS 13), es “un abuso de la libertad” (GS 13.)».
El Siervo de Dios, en esta misma catequesis que hemos presentado, hablando sobre el pecado contra el Espíritu Santo, dice: «Cuando Jesucristo, la vigilia de su pasión, habla del ‘pecado’ sobre el que el Espíritu Santo debe ‘amonestar al mundo’, explica la esencia de este pecado con las palabras: ‘porque no creyeron en mí’ (Jn 16, 9). Ese ‘no creer’ a Dios es en cierto sentido la primera y fundamental forma de pecado que el hombre comete contra el Dios de la Alianza. Esta forma de pecado se había manifestado ya en el pecado original del que se habla en el Génesis 3. A ella se refería, para excluirla, también la ley dada en la Alianza del Sinaí: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí” (Ex 20, 2-3). A ella se refieren así mismo las palabras de Jesús en el Cenáculo y todo el Evangelio y el Nuevo Testamento.
Esta incredulidad, esta falta de confianza en Dios que se ha revelado como Creador, Padre y Salvador, indican que el hombre, al pecar, no sólo infringe el mandamiento (la ley), sino que realmente ‘se levanta contra’ Dios mismo, “pretendiendo alcanzar su fin al margen de Dios” (GS 13). De este modo, en la raíz de todo pecado personal podemos encontrar el reflejo, tal vez lejano pero no menos real, de esas palabras que se hallan en la base del primer pecado: las palabras del tentador, que presentaban la desobediencia a Dios como camino para ser como Dios; y para conocer, como Dios, ‘el bien y el mal’».
Por consiguiente, el pecado actual, cuando se trata de pecado grave (mortal), el hombre se elige a sí mismo contra Dios, elige la creación contra el Creador, rechaza el amor del Padre como el hijo pródigo en la primera fase de su loca aventura. En cierta medida todo pecado del hombre expresa ese ‘mysterium iniquitatis’ (2 Tes 2, 7), que San Agustín ha encerrado en las palabras: “Amor sui usque ad contemptum Dei”: El amor de sí hasta el desprecio de Dios (De Civitate Dei, XIV, 28; PL 41, 436).
Juan Pablo II, Audiencia general, 5 de noviembre de 1986, en el tema “El pecado del hombre y el ‘pecado del mundo’”, toca el tema del pecado social: El pecado aun conservando su esencial carácter de acto personal, posee al mismo tiempo una dimensión social: “hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la Comunión de los Santos, merced a la cual se ha podido decir que ‘toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley de descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero” (Exhortación Apostólica postsinodal sobre la reconciliación y la penitencia 16: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 16 de diciembre de 1984, Pág. 9).
Por tanto, sea el pecado personal o contra el Espíritu Santo o social, todo pecado es ‘...como alienación del hombre’: el pecado desde el ‘principio’ hace que el hombre esté en cierto modo ‘desheredado’ de su propia humanidad. «El pecado ‘quita’ al hombre, de diversos modos, lo que decide su verdadera dignidad: la de imagen y semejanza de Dios. ¡Cada pecado en cierto modo ‘reduce’ esta dignidad! Cuanto más “esclavo del pecado se hace el hombre” (Jn 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser persona, es decir, de criatura racional, libre, responsable .
La Sagrada Escritura subraya muestra una triple dimensión de alienación del hombre: la alienación del pecador de sí mismo (cf. Sal 57.58, 4), de Dios (cf. Ez 14, 7; Ef 4, 18), de la comunidad (cf. Ef 2, 12). El pecado es por lo tanto no sólo ‘contra’ Dios, sino también contra el hombre. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: “El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud” (Gaudium et spes, 13). Como vemos, la real “alienación” del hombre -la alienación de un ser hecho a imagen de Dios, racional y libre- no es más que “la esclavitud del pecado” (Rom 3, 9). Y este aspecto del pecado lo pone de relieve con toda fuerza la Sagrada Escritura. El pecado es no sólo ‘contra’ Dios, es al mismo tiempo ‘contra’ el hombre .
Sin embargo, el mal no es completo o al menos es remediable, mientras el hombre es consciente de ello, mientras conserva el sentido del pecado. Pero cuando falta también esto, es prácticamente inevitable la caída total de los valores morales y se hace terriblemente amenazador el riesgo de la perdición definitiva. Por eso, hemos de recordar siempre y meditar con gran atención estas graves palabras de Pío XII (una expresión que se ha hecho casi proverbial): “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (cf. Discorsi e Radiomessaggi, VIII, 1946, 288).

a) Pecados mortales
Un pecado serio grave o mortal es la violación con pleno conocimiento y deliberado consentimiento de la Ley de Dios en una materia grave, por ejemplo, idolatría, adulterio, asesinato o difamación. Todas estas son gravemente contrarias al amor que debemos a Dios y por Él, a nuestro prójimo. Como enseñó Jesús al condenar hasta al que mira con malos deseos a una mujer, el pecado puede ser interior (selección del deseo solamente) y exterior (selección del deseo seguido por la acción). La persona que por su propia voluntad desea fornicar, robar, matar o cometer otro pecado grave, ya ha ofendido seriamente a Dios al escoger interiormente lo que Dios ha prohibido.
El pecado mortal se llama mortal porque es la muerte ‘espiritual’ del alma (separación de Dios). Si estamos en un estado de gracia nos hace perder esta vida sobrenatural. Si morimos sin arrepentirnos, lo perdemos a Él por la eternidad. Sin embargo, si volvemos nuestro corazón a Él y recibimos el Sacramento de la Penitencia, nuestra amistad con Él queda restaurada. A los católicos no les está permitido recibir la Comunión si tienen pecados mortales sin confesar.
El catecismo de la Iglesia Católica en los números 1855-1856, enseña lo siguiente sobre los efectos del pecado mortal:
1) El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
2) El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación: Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc. En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 88, 2).
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones :
1) ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’.
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.
2) El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.
3) La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.
Efectos del pecado mortal: los principales efectos que causa en el alma un solo pecado mortal voluntario son: Pérdida de la Gracia santificante, de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo; Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma, que es incompatible con la aversión a Dios propia del pecado mortal; Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda su vida pasada; mancha en el alma (Macula animae); esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimiento e inquietud de conciencia; Reato de pena eterna.
El pecado mortal entraña, pues, la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira .
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14): Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes' (LG 48) .

b) Los pecados veniales
Los pecados veniales son pecados leves. No rompen nuestra amistad con Dios, sin embargo la afectan. Incluyen desobediencia a la Ley de Dios en materias leves (veniales). Si por chismes destruimos la reputación de una persona, esto es un pecado mortal. Sin embargo, los chismes normales son sobre asuntos insignificantes y solo son pecados veniales. Adicionalmente, algo que de otra manera sería un pecado mortal por ejemplo la calumnia) puede ser en un caso particular solo un pecado venial. La persona puede haber actuado sin reflexionar o bajo la costumbre de un hábito. Pero, por no tener plena intención, su culpa ante Dios se ve reducida. Es bueno recordar especialmente para aquellos que están tratando de serle fieles a Dios, pero caen algunas veces, que el pecado mortal no solo debe ser 1) materia grave, sino 2) que la persona esté consciente de ello, y entonces 3 ) lo cometa libremente.
“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” .
Venial viene de la palabra venia, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios.
El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado, la aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta conversión a las criaturas compatible con la amistad divina.
De acuerdo a la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva la ordenación fundamental al último fin: los pecados que incurren en desorden respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin último, son m s reparables y se llaman veniales (S. Th., I-II, q. 88, a. 1).
El Papa Juan Pablo II explica: “...cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni por lo tanto, de la bienaventuranza eterna” .
Para clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se dirige.
Un pecado puede ser venial por dos razones:
1) porque la materia es leve (por ejemplo, una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo en los estudios -que no tienen consecuencias graves en los exámenes-, una pequeña desobediencia a los padres, etc.);
2) porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos (por ejemplo, los pensamientos impuros semi-consentidos, una ofensa en un partido de fútbol por apasionamiento, etc.).
Conviene tener en cuenta también que el pecado venial objetivamente considerado puede hacerse subjetivamente mortal por las siguientes causas:
1) por conciencia errónea (p. ejemplo, si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente);
2) por un fin gravemente malo (p. ejemplo, si se dice una pequeña mentira deseando cometer, gracias a ella, un hurto grave);
3) por acumulación de materia (p. ejemplo, cuando se roba 10 más 10 más 10...);
4) por el grave detrimento que se siga del pecado venial:
 de daños materiales (por ejemplo, el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del paciente);
 de peligro de pecado mortal (por ejemplo, el que por curiosidad acude a un espectáculo sospechando que ser para él ocasión de pecado);
 por peligro de escándalo (por ejemplo, el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer pecados).
Efectos del pecado venial:
 debilita la caridad,
 entraña un afecto desordenado a bienes creados,
 impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral,
 merece penas temporales,
 el pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.
“No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. No priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” .


5. Los siete pecados capitales
Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana caída está principalmente inclinada. Es por eso muy importante para todo el que desee avanzar en la santidad aprender a detectar estas tendencias en su propio corazón y examinarse sobre estos pecados.
Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza .
Los pecados capitales son enumerados por Santo Tomás (I-II: 84: 4) como siete: vanagloria (orgullo), avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura (Brevil., III, IX) enumera los mismos. El número siete fue dado por San Gregorio el Grande (Lib. mor. in Job. XXXI, XXVII), y se mantuvo por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores enumeraban 8 pecados capitales: San Cipriano (De mort., IV); Cassian (De instit. cænob., v, coll. 5, de octo principalibus vitiis); Columbanus ("Instr. de octo vitiis princip." in "Bibl. max. vet. patr.", XII, 23); Alcuin (De virtut. et vitiis, XXVII y sgtes.)
El término ‘capital’ no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo a Santo Tomás (II-II: 153: 4) “un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal”.
Soberbia: Consiste en una estima de sí mismo, o amor propio indebido, que busca la atención y el honor y se pone uno en antagonismo con Dios
Avaricia: Inclinación o deseo desordenado de placeres o de posesiones. Es uno de los pecados capitales, está prohibido por el noveno y décimo mandamiento.
Lujuria: El deseo desordenado por el placer sexual. Los deseos y actos son desordenados cuando no se conforman al propósito divino, el cual es propiciar el amor mutuo de entre los esposos y favorecer la procreación. Es un pecado contra el Sexto Mandamiento. Es una ofensa contra la virtud de la castidad.
Ira: El sentido emocional de desagrado y, generalmente, antagonismo, suscitado por un daño real o aparente. La ira puede llegar a ser pasional cuando las emociones se excitan fuertemente.
Gula: La gula es el deseo desordenado por el placer conectado con la comida o la bebida. Este deseo puede ser pecaminoso de varias formas:
1) Comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita.
2) Cortejar el gusto por cierta clase de comida a sabiendas que va en detrimento de la salud.
3) Consentir el apetito por comidas o bebidas costosas, especialmente cuando una dieta lujosa está fuera del alcance económico
4) Comer o beber vorazmente dándole más atención a la comida que a los que nos acompañan.
5) Consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de perder control total de la razón. La intoxicación injustificada que termina en una completa pérdida de la razón es un pecado mortal.
Envidia: Rencor o tristeza por la buena fortuna de alguien, junto con el deseo desordenado de poseerla. Es uno de los siete pecados capitales. Se opone al décimo mandamiento.
Pereza: Falta culpable de esfuerzo físico o espiritual; acedía, ociosidad. Es uno de los pecados capitales.


6. La gracia de Dios, vida que da paz y salvación.
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo, por el sacrificio de la cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia” .
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo, por el sacrificio de la cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia” . Según esta doctrina, fundada en la Revelación, la naturaleza humana está no sólo ‘caída’, sino también ‘redimida’ en Jesucristo; de modo que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). Este es el verdadero contexto en el que se deben considerar el pecado original y sus consecuencias.
En efecto, el proyecto eterno fue alterado por la culpa original, pero “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). En el misterio pascual se nos ofrece de nuevo la amistad de Dios, y el hombre que acoge a Cristo puede llegar a ser, en Él y a través de Él, “hijo de Dios” (cf. Jn 1, 12).
Si bien, desde un punto de vista humano, la potencia del mal muy frecuentemente parece estar por encima de la del bien, la tierna misericordia de Dios la supera infinitamente a los ojos de la fe: “Allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Dios, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), no abandona al pecador a su destino. Mediante la potestad concedida a los Apóstoles y a sus sucesores, hace operante en él, si está arrepentido, la redención adquirida por Cristo en el misterio pascual. Esta es la admirable eficacia del sacramento de la reconciliación, que sana la contradicción producida por el pecado y restablece la verdad del cristiano como miembro vivo de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De esta forma, el sacramento aparece orgánicamente vinculado a la Eucaristía, que, al ser memorial del sacrificio del Calvario, es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, una y santa .
Jesús es mediador único y necesario de la salvación eterna. A este propósito, san Pablo es explícito: “hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2, 5-6). De aquí deriva la necesidad, con vistas a la salvación eterna, de aquellos medios de gracia, instituidos por Jesús, que son los sacramentos. Por tanto, es ilusoria y nefasta la pretensión de arreglar las propias cuentas con Dios prescindiendo de la Iglesia y de la economía sacramental. Es significativo que el Resucitado, la tarde de Pascua, en un mismo contexto, haya conferido a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados y haya declarado su necesidad (cf. Jn 20, 23) .
A todo hombre, independientemente de sus circunstancias, la Inmaculada le recuerda que Dios lo ama de modo personal, quiere únicamente su bien y lo sigue constantemente con un designio de gracia y misericordia, que alcanzó su culmen en el sacrificio redentor de Cristo.
La vida de María remite a Jesucristo, único Mediador de la salvación, y ayuda a ver la existencia como un proyecto de amor, en el que es preciso cooperar con responsabilidad. María es modelo de la llamada y también de la respuesta. En efecto, dijo ‘sí’ a Dios al comienzo y en cada momento sucesivo de su vida, siguiendo plenamente su voluntad, incluso cuando le resultaba oscura y difícil de aceptar