sábado, 19 de marzo de 2011

Hmilía II Domingo de Cuaresma/A. Segunda lectura


II Domingo de Cuaresma/A
Cristo ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad por medio del evangelio
Cristo ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad por medio del evangelio, dice san Pablo en la segunda lectura, luz que vemos en el rostro de Cristo, que nos muestra la plenitud de su divinidad, en el monte de la transfiguración. La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo" (2 Co 4, 6).
Por eso adquieren un relieve especial el mensaje de Pablo, Cristo ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad, conectadas a las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Para todos aquellos que al principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están impresos en lo más íntimo de cada ser humano.
El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad (cf. Veritatis splendor, 88).
En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, la santería y los cultos satánicos y ante el acoso de los evangélicos…, es necesario que reafirmemos que la fe es una decisión personal que compromete toda nuestra existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el rumbo de nuestra vida! De este modo nos haremos discípulos misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajemos y vivamos, seamos signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidemos que “Cristo ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad por medio del evangelio, no podemos ocultar la luz del resucitado que brilla en nuestros corazones.
Cristo se ha convertido para nosotros en luz y salvación a partir de nuestro bautismo, en el que se nos aplican los frutos infinitos de su bendita muerte en la cruz: entonces viene a ser “para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1, 30). Por esto san Pablo exhorta a los corintios y hoy a nosotros, así: “Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Cor 4, 6; cf. He 9, 3). Hoy vemos cómo esta luz brilla particularmente sobre el rostro de Cristo transfigurado como el “Señor de la gloria” (1 Cor 2, 8). Los que han entregado su vida a Jesús, como un cheque en blanco, lo han hecho porque han encontrado en El la luz y la salvación, como dice el salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación”.
A partir de esta reflexión podemos cuestionarnos: ¿Cómo es mi seguimiento de Jesús?, ¿brilla en mi la luz de la vida y la inmortalidad del Evangelio?, ¿Lo conocemos verdaderamente?, ¿Sabemos y estamos convencidos a fondo de que El es la luz y la salvación de nosotros y de todos? Este es un conocimiento que no se improvisa; es necesario que nos ejercitemos en él cada día, en las situaciones concretas en que está colocado cada uno de nosotros. Se puede, al menos, intentar y llevar esta luz al propio ambiente de vida y de trabajo y dejar que ella ilumine todas las cosas para mirarlo todo a través de esa luz. Sea cual sea nuestra respuesta a estos cuestionamientos, creo que todos podemos y demos gritar desde lo hondo de nuestro espíritu, como el salmista: “Señor, Tú eres mi lámpara; Dios mío, Tú alumbras mis tinieblas” (Sal 18 [17], 29).
De este y de todo el mensaje de Cristo, evangelio del Padre, queda excluido, vale para todos: efectivamente, Cristo es luz y salvación de las familias, de los cónyuges, de la juventud, de los niños, y luego también de todos los que se ejercitan en varias profesiones: para los políticos, para el Obispo y para el párroco, para los médicos, los empleados, los obreros; cada una de estas categorías, aunque sea en modos diversos, en todos Cristo ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad por medio del evangelio, desde el día de nuestro bautismo.
Mas para que todo esto se logre bien es preciso que cada uno sepa decir al Señor con humildad y con deseo: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119 [118], 105). Esto es posible si juntamente, y a fondo, se vive la vida parroquial, donde cada uno recibe alimento de todos y todos concurren al crecimiento de cada uno.
Que la Virgen María de “La Soledad” nos ayude a vivir como hijos de la luz para ser testigos cada día en nuestra vida de que Cristo es nuestra luz, nuestra esperanza y nuestra vida.