sábado, 26 de marzo de 2011

Homilías III domingo de Cuaresma/ Sobre la segunda lectura


III Domingo de Cuaresma/A
Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno desierto brotando de una roca (Ex.17, 3-7), y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la Samaritana (Jn. 4, 5-42). Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”, que quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.
¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada uno de nosotros? Es el agua viva de la Gracia, que es lo único que puede satisfacer nuestra sed de Dios. Por medio de la Gracia podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros. Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua viva” que nos lleva a la vida eterna.
Por eso nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 5, 1-2.5-8) que por Cristo “hemos obtenido la entrada al mundo de la gracia... para participar en la gloria de Dios”. Y esto es así pues, si nosotros respondemos a la Gracia, podemos llegar a la unión con Dios, primero en esta vida, y luego en el Cielo, para gozar de la gloria de Dios eternamente.
Ahora desde esta perspectiva, vamos a nuestro tema de hoy: Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo. En efecto, Infundido en nuestros corazones, el Espíritu Santo hace que sintamos de manera inefable al “Dios cercano” que Cristo nos ha revelado: “La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Gal 4, 6). El es el verdadero custodio de la esperanza de todas las criaturas humanas y, de manera especial, de aquéllas que “poseen las primicias del Espíritu” y “anhelan la redención de su cuerpo” (cfr. Rm 8, 23).
Como proclama la Secuencia litúrgica de la Solemnidad de Pentecostés, en el corazón del hombre el Espíritu Santo se convierte en verdadero “padre de los pobres, dador de dones, luz de los corazones”, en agua viva que salta hasta la vida eterna; Él, en nuestro corazón, se vuelve “dulce huésped del alma” que da “descanso” en la fatiga, “reparo” en el “calor” del día, “consuelo” en las inquietudes, en las luchas y peligros de todo tiempo. Es el Espíritu que da al corazón humano la fuerza para afrontar las situaciones difíciles y para superarlas; es el que nos refresca en nuestras sequías, es el que rompe el corazón duro, para que se abra a la gracia del Padre y del Hijo.
Así, pues, en el Espíritu está la fuente del conocimiento y de la ciencia, y la fuente de la fuerza necesaria para dar testimonio de la verdad divina. En el Espíritu está también el origen de ese “sentido de la fe” sobrenatural que, según el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 12), es herencia del pueblo de Dios, como dice san Juan: “todos vosotros lo sabéis” (1 Jn 2, 20).
El agua simboliza la vida concedida por Dios a la naturaleza y a los hombres. Las sagradas Escrituras aplican este símbolo al espíritu, uniendo agua y Espíritu de Dios, cuando proclama este oráculo: “Derramaré agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi Espíritu sobre tu linaje... Crecerán como en medio de hierbas, como álamos junto a corrientes de aguas” (Is 44, 3-4). Así se señala el poder vivificante del Espíritu, simbolizado por el poder vivificante del agua. Y san Pablo nos dice que nosotros hemos sido beneficiados con este manantial cuando dice: “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”.
La sed de agua se presenta como semejante a la sed de Dios, tal como se lee en el libro de los Salmos: “Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?” (Sal 41/42, 2-3).
El agua es, finalmente, el símbolo de la purificación, como se lee en Ezequiel: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré” (Ez 36, 25). Así, Jesús nos presenta el agua como símbolo del Espíritu Santo cuando, un día de fiesta, exclame ante la muchedumbre: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura. De su seno correrán ríos de agua viva”. Y el evangelista comenta: “Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 37-39).
Verdaderamente “fuentes de agua viva salen del interior” del misterio pascual de Cristo, llegando a ser, en las almas de los hombres, como don del Espíritu Santo “fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 14). Este don proviene de un Dador bien perceptible en las palabras de Cristo y de sus Apóstoles: la Tercera Persona de la Trinidad.
Si nosotros, pueblo de Dios, si hacemos lo que Dios nos manda en esta cuaresma, sin duda que “beberemos esta agua espiritual”. Sin embargo, este manantial inacabable puede ser interrumpido por nosotros mismos cuando pecamos... Y, por otra gracia -gratis- adicional, esa fuente de agua viva que interrumpimos al pecar, puede ser recuperado con el arrepentimiento y la Confesión.