lunes, 2 de mayo de 2011

reflexiones del evangelio de cada día. Segunda semana de Pascua


¡Resucitó!

TIEMPO PASCUAL/A
PRIMERA SEMANA: NOVENARIO EN HONOR DE NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD

SEGUNDA SEMANA
Lunes
Jn 3, 1-8
El que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Recordemos las preguntas de Nicodemo al Señor “¿Y cómo puede uno nacer cuando es viejo? ¿Acaso podrá entrar otra vez dentro de su madre, para volver a nacer?” (Jn 3;4) y la respuesta de Jesús “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3;5). En otra parte del evangelio se nos dice: “Así también, el Padre de ustedes que está en el cielo no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños” (Mt 18; 14). Por tanto, el Padre nos quiere a todos en su Reino, el quiere que conservemos fresco, vivo, y activo la gracia de nuestro nuevo nacimiento.
Estamos hablando de nuestro bautismo, primer sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo, al que Jesús alude en el coloquio con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf. Jn 3, 14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3, 13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de abrir a los hombres “la entrada al reino de Dios”.
Dada esta presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo repite también a nosotros hoy: “No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el que fueron sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30).

Martes
Jn 3, 13-17
El Hijo del hombre tiene que ser levantado. El Misterio pascual de Cristo nos ha abierto la vida eterna, y la fe es el camino para alcanzarla. Lo vemos en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo y que recoge el evangelista san Juan: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Jesús, en la conversación con Nicodemo, desvela el sentido más profundo de ese acontecimiento de salvación (del levantamiento de la serpiente en el desierto por Moisés, como sanación de los israelitas, mordidos por las serpientes), relacionándolo con su propia muerte y resurrección: el Hijo del hombre tiene que ser levantado en el madero de la cruz para que todo el que crea tenga por él vida.
San Juan ve precisamente en el misterio de la cruz el momento en el que se revela la gloria regia de Jesús, la gloria de un amor que se entrega totalmente en la pasión y muerte. Así la cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte, de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el cual, con mirada de fe, se pueden vislumbrar los frutos de la salvación.
Todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, alcancemos la salvación.
Miércoles
Jn 14, 6-14
Tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche: “¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (...) Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.
En la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.
El objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida es encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.

Jueves
Jn 3, 31-36
El Padre ama a su Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. En la oración sacerdotal, dirigida al Padre en la Última Cena, Jesús dice: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Se trata del amor con el que el Padre ha amado al Hijo “antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). Según algunos exegetas recientes, las palabras de Jesús indican aquí, al menos indirectamente, el Espíritu Santo, el Amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo, eternamente amado por él.
“De la misma manera que decimos que el árbol florece en las flores, así decimos que el Padre se dice a sí mismo y a la creación en el Verbo, o Hijo, y que el Padre y el Hijo se aman a sí mismos y a nosotros en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor procedente”. (Summa Theologiae I, q. 37, a. 2).
También en el discurso de despedida, Jesús anuncia que el Padre enviará a los Apóstoles (y a la Iglesia) el “Paráclito... el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17), y que también él, el Hijo, lo enviará (cf. Jn 16, 7) “para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). Los Apóstoles, por tanto, recibirán al Espíritu Santo como Amor que une al Padre y al Hijo. Por obra de este Amor, el Padre y el Hijo harán morada en ellos (cf. Jn 14, 23).
San Agustín enseña que “El Amor es de Dios y es Dios: por tanto, propiamente es el Espíritu Santo, por el que se derrama la caridad de Dios en nuestros corazones, haciendo morar en nosotros a la Trinidad... El Espíritu Santo es llamado con propiedad Don, por causa del Amor” (De Trinitate, XV, 18, 32: PL 42, 1082 - 1083). Por ser Amor, el Espíritu Santo es Don.
Viernes
Jn 6, 1-15
Jesús distribuyó el pan a los que estaban sentados, hasta que se saciaron. Hemos escuchado la multiplicación de los panes: Jesús tomó cinco panes y dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y los dio a los Apóstoles para que los fueran distribuyendo a la gente (cf. Lc 9, 16).
No obstante, Jesús tiene su propia manera de solucionar los problemas. Como provocando a los Apóstoles, les dice: “Denles ustedes de comer” (Lc 9, 13). Conocemos bien la conclusión del episodio: “Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos” (Lc 9, 17).
La multiplicación de los panes, constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.
Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
Todos comieron hasta saciarse. En efecto, el Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para todos.

Sábado
Jn 6, 16-21
Vieron a Jesús caminando sobre las agua. El pasaje del evangelio de san Mateo que acabamos de leer nos lleva al lago de Genesaret. Los Apóstoles habían subido a la barca para ir a la otra orilla por delante de Cristo. Y he aquí que, remando en la dirección elegida, lo vieron precisamente a él caminando sobre el lago. Cristo caminaba sobre el agua como si se tratara de tierra sólida. Los Apóstoles se turbaron, creyendo que era un fantasma. Jesús, al oír el grito, les habló: “¡Ánimo!, soy yo; no tengan miedo” (Mt 14, 27).
El beato Juan Pablo II no se cansaba de hacer presentes estas palabras de Cristo: “¡No tengan miedo! Y añadía: ¡Abran, de par en par, las puertas a Cristo! No pocos tienen miedo de muchas cosas, e incluso, se tiene miedo a Jesucristo, sea porque no se le conoce o también porque entre los mismos cristianos no se llega a hacer la experiencia, exigente pero a la vez vivificante, de una existencia inspirada en el Evangelio.
Otro pensamiento, en esta misma línea, que el Beato Juan Pablo II decía en la Vigilia de 1998 era este: “¡Déjense guiar por el Espíritu del Señor! ¡No tengan miedo!”. En nuestro diario caminar, contamos con una aliada inestimable. Me refiero a María, la Madre de Jesús. Cada uno de nosotros, como san Juan en el Calvario, acojamos a la Virgen en nuestra casa, es decir, en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestras alegrías y dificultades (Cf. Jn 19, 25-27).