martes, 17 de mayo de 2011


"Señor mío y Dios mío"
Cuarta Semana
Lunes Jn 10, 11-18
El buen pastor de la vida por sus ovejas. Jesús se aplica a sí mismo esta imagen (cf. Jn 10, 6), arraigada en el Antiguo Testamento y muy apreciada por la tradición cristiana. Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se estable así una profunda comunión entre el buen Pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, “a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. (...) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 3-4). Una costumbre consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y ellas confían en él y lo siguen fielmente.
El buen pastor de la vida por sus ovejas, lo que equivale a decir: “En esto consiste mi conocimiento del Padre y el conocimiento que el Padre tiene de mí, en que doy mi vida por mis ovejas; esto es, el amor que me hace morir por mis ovejas demuestra hasta qué punto amo al Padre”. Referente a sus ovejas, dice también: Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Y un poco antes había dicho también acerca de ellas: El que entre por mí se salvará, disfrutará de libertad para entrar y salir, y encontrará pastos abundantes. Entrará, en efecto, al abrirse a la fe, saldrá al pasar de la fe a la visión y la contemplación, encontrará pastos en el banquete eterno.
Al meditar en el Evangelio del buen Pastor, pidamos al Señor que abra cada vez más nuestro corazón y nuestra mente para escuchar su llamada, y seguirlo acogiendo su persona, su vida y su mensaje, en la vida ordinaria de cada día.
Martes
Jn 10, 22-30
El Padre y Yo somos uno. Si ayer en el texto del Evangelio Jesús nos decía: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre; hoy nos dice: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 27-30); esto quiere decir que Jesús es Dios como el Padre. Jesucristo, en cuanto Dios, es Señor de la vida, es la resurrección para todo aquél que crea en Él.
Dios es Amor, Bien, Belleza, Verdad, es la fuente de la alegría. Esas realidades se manifiestan en Jesús, “totalmente Dios aunque hombre, y totalmente hombre aunque Dios”. Podríamos decir que Jesús es el rostro de Dios para la humanidad, haciéndonos eco del Apóstol, quien lo llama “Imagen de Dios invisible”. Desde que el Verbo Eterno pone su morada entre nosotros y se hace hombre en el vientre inmaculado de la siempre Virgen María, el misterio del ‘Unigénito del Padre’ se manifiesta entre los seres humanos.
El Señor expresa el gran misterio de su identidad divina cuando enseña: “Yo y el Padre somos uno”. Y en la línea de la manifestación lo hace al decir: “Si me conocen a mí, conocerán también a mi Padre; desde ahora lo conocen y lo han visto... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”: los dos somos de la misma naturaleza. Yo soy Dios como el Padre. Pero Jesús quiere que sus discípulos “…sean uno”, como él y el Padre son uno. Jesús nos pide la unidad fraterna: Los fieles hemos de vivir esta unidad del Padre y del hijo en el Espíritu Santo, para que el mundo crea en Él y se salve.
Así pues, por medio de su Hijo y por el Don de su Espíritu “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de unidad salvadora” (LG 9).
Miércoles
Jn 12, 44-50
Yo he venido al mundo como luz. Como dice el apóstol Juan: “Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). Dios no ha creado la oscuridad, sino la luz. Cristo es la luz, y la luz no puede oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Cristo ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como “hijo de la luz”.
Cristo, luz de la humanidad, disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre que viene al mundo. Cristo, que estaba en Dios desde el principio (cf. Jn 1, 4), es vida que se dona, que nada retiene para sí y que, sin cansarse, libremente se comunica. Es luz, "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9). Es Dios, que vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14) para indicarnos el camino de la inmortalidad propia de los hijos de Dios y para hacerlo accesible.
En otro lugar Jesús ha dicho: “Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas” (Jn 12,46). Él ha querido hacer brillar su Luz asociando a su misión a sus discípulos, quienes congregados en su Iglesia -desde que el Señor Resucitado ascendió a los cielos hasta que Él vuelva- han de hacer brillar “en su rostro”, es decir, en sí mismos la luz de Cristo para reflejarla al mundo entero: “Luz de los Pueblos es Cristo…” (LG 1).
San Gregorio de Nisa al respecto enseña: “Considerando que Cristo es la luz verdadera sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de Él emanan para iluminarnos, para que nos desnudemos de las obras de las tinieblas y andemos como en pleno día, con dignidad, y apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas y obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz y, según es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras”.

Jueves
Jn 13, 16-20
El que recibe al que yo envío, me recibe a mí. Al hacerse una sola cosa con el Maestro, los discípulos ya no están solos para anunciar el Reino de los cielos, sino que el mismo Jesús es quien actúa en ellos. Y además, como verdaderos testigos, “revestidos de la fuerza que viene de lo alto” (cf. Lc 24, 49), predican “la conversión y el perdón de los pecados” (Lc 24, 47) a todo el mundo.
Jesús los asocia los discípulos a su misión recibida del Padre: como “el Hijo no puede hacer nada por su cuenta” (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin El de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como “ministros de una nueva alianza” (2 Cor 3, 6), “ministros de Dios” (2 Cor 6, 4), “embajadores de Cristo” (2 Cor 5, 20), “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1).
Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión: “quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquél que me ha enviado” (Mt 10, 40).
Viernes Jn 14, 1-6
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Hablemos de cada término, aunque sea brevemente:
Por camino los judíos entendían la norma de conducta codificada en la Ley. Al decir Yo soy el Camino afirma que guardando sus mandamientos el creyente alcanza la salvación, al entrar en una profunda comunión de amor con Él y con el Padre: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama… Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,21.23). De aquí se desprende que cuando Cristo dice Yo soy el Camino no se refiere sólo a sus mandamientos, sino también a su propia Persona. En este sentido es fundamental comprender la identidad del Señor Jesús, quién es Él: Él es el Camino, Él es Dios mismo que se ha hecho verdaderamente hombre para que el hombre, entrando y permaneciendo en comunión con Él, pueda llegar a participar plenamente de la naturaleza divina (Cfr 2Pe 1,4).
Cuando Jesús dice: Yo soy la Verdad, quiere decir que, Él es el único capaz de hablar verazmente de Dios porque “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1,18). Él es el único que viniendo de Dios conoce a Dios y puede dar testimonio de Él. En cuanto que es el único que posee la verdad sobre Dios es también el único que posee la verdad completa sobre el ser humano: su origen, su identidad, el sentido de su existencia, su destino último. Él, que es la Verdad y ha venido a dar testimonio de la verdad (ver Jn 18,37), revela al hombre el propio hombre y le muestra la sublimidad de su altísima vocación.
Y cuando el Señor afirma: “Yo soy la Vida”, quiere decir que, en cuanto Señor de la Vida, Él es para el ser humano la fuente de su propia existencia y el fundamento de una vida que luego de la muerte y resurrección se prolongará por toda la eternidad en la comunión y participación con Dios, uno y trino.
Concluyamos con el pensamiento magistral de San Agustín: “’Yo soy el camino, la verdad y la vida’ Con estas palabras Cristo parece decirnos: “¿Por dónde quieres tú pasar? Yo soy el camino. ¿Dónde quieres llegar? Yo soy la verdad, ¿Dónde quieres residir? Yo soy la vida.” Caminemos, pues, con toda seguridad sobre el camino; fuera del camino, temamos las trampas, porque en el camino el enemigo no se atreve atacar -el camino, es Cristo- pero fuera del camino levanta sus trampas”.
Sábado Jn 14, 7-14
Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”» (Ad Rom., 7). “Déjame ver, por favor, tu gloria” (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.
“A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado” (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: “Señor, muéstranos al Padre”. Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 8-11).
Por tanto, también el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, “el que me odia, odia también a mi Padre” (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, “síntesis de todo el Evangelio” (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4).