jueves, 19 de mayo de 2011

Quinta Semana de Pascua/A Seguna lectura


QUINTO DOMINGO DE PASCUA/A
Ustedes son piedras vivas, estirpe elegida, sacerdocio real
Nosotros, la Iglesia no vive ‘frente a’ la Trinidad, sino ‘en’ la Trinidad, amada con el mismo amor con que se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu. Y, contemplando una realidad tan inefable, el apóstol san Pedro, en la segunda lectura de hoy, puede definir al nuevo pueblo de los bautizados como “piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual..., linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 P 2, 5-9). Se trata de hacer de la propia vida un don, una oblación a Dios, que nos llama a construir el edificio espiritual que es la Iglesia.
Estas palabras, dirigidas a los cristianos de la Iglesia naciente, vinieron a ser una realidad para nosotros el día de nuestro bautismo, cuando quedaos consagrados a la Santísima Trinidad. Al bendito día de nuestro bautismo se refiere la exhortación citada de san Pedro contenida en la segunda lectura: Todos nosotros fuimos llamados a formar parte del edificio espiritual que es la Iglesia, cuya piedra angular es Cristo Jesús.
“Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes”. El prefacio nos dice: Cristo ‘no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión” (Prefacio IV de la Pasión del Señor).
Por consiguiente, La liturgia, el culto, es acción de todo el Cuerpo místico de Cristo, Cabeza y miembros (cf. ib., n. 1071). Es acción de todos los fieles, porque todos participan en el sacerdocio de Cristo (cf. ib., nn. 1141 y 1273). Pero no todos tienen la misma función, porque no todos participan del mismo modo en el sacerdocio de Cristo. “Por el bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama “sacerdocio común de los fieles”. A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio conferido por el sacramento del orden” (ib., n. 1591), o sea, el “sacerdocio ministerial”. “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras” (LG 10).
El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberíamos hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2, 4-10)” (n. 10).
Por esto, san Pedro también nos dice: “Cristo sufrió por ustedes, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Seguir las huellas de Jesucristo quiere decir revivir en nosotros su vida santa, de la que hemos sido hechos partícipes con la gracia santificante y consagrante recibida en el bautismo. La Iglesia necesita hoy laicos maduros que actúen como discípulos y testigos de Cristo, artífices de comunidades cristianas, transformadores del mundo con los valores del Evangelio.
Todos los cristianos, pues, debemos pues mirar a María, que precede en la fe a la Iglesia, para comprender y llevar a la práctica el sentido de la propia misión: cooperar en la obra de la salvación operada por Cristo hasta su conclusión definitiva en el reino de los cielos.