viernes, 20 de mayo de 2011

El derecho a quitarse la vida


EL DERECHO DE LAS PERSONAS A QUITARSE LA VIDA
Derecho del hombre a una muerte digna
Hace pocos días un medio me preguntaba sobre lo que pienso sobre la aprobación de las leyes, por parte de los legisladores, sobre el derecho de las personas a quitarse la vida; es decir, en favor de la legalización de la cooperación al suicidio, o, si se prefiere, su apología de la muerte voluntaria y del asesinato filantrópico, o si se refiere el derecho a la asistencia médica para morir, esto es, la eutanasia. Esto me ha movido a ofrecer una respuesta sobre el tema, de de forma más razonada y dentro de la investigación, por este medio.
La vida es un don que no se recibe a beneficio de inventario. ¿Es que, acaso, es menos digna la vida de los enfermos incurables o terminales que deciden seguir viviendo? Por lo demás, el de eutanasia es un pésimo término para designar lo que pretende. No hay otra buena muerte que la que pone fin (para los creyentes en la inmortalidad, un final sólo mundano o terreno) a una vida buena. Es grave irresponsabilidad promover una decisión definitiva y mortal para quienes pueden padecer un transitorio episodio depresivo. Se invoca la libertad. Pero, ¿es imposible manipular la voluntad de quien sufre? ¿No es irresponsable ofrecerle una salida fácil a quien no tendrá la oportunidad de arrepentirse?
Estamos ante una cultura que no valora al ser humano por lo que es, sino por lo que tiene o pueda aportar al conjunto de la sociedad es una cultura llamada a la muerte. Bajo la supuesta compasión solidaria se alberga una actitud de evasión, egoísmo, y soberbia de querer ser el dueño de la vida y de la muerte, apropiándose de potestades divinas. En los países en los que impera el utilitarismo, los ancianos, enfermos y discapacitados son seres absolutamente indefensos ya que su sola existencia es declarada non grata; son personas cuya presencia molesta y estorba al Estado y como gran remedio están destinadas a una muerte cruel, fría y demoledora.
Se argumenta que todo hombre tiene derecho a decidir sobre sí mismo. Pero quienes sostienen esta premisa muchas veces se olvidan de los derechos de los demás y de los derechos de Dios. Por tanto, así como el hombre tiene derechos; por encima de todo, Dios tiene derechos sobre sus creaturas, por ser el Creador y Padre de todos los vivientes.
El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no tiene un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre poseedor de la misma, pero no puede disponer de ella a capricho. Así se expresa Dios en el Antiguo Testamento: "Ved ahora que yo, sólo yo soy, y no existe otro dios frente a mí. Yo doy la muerte y yo doy la vida, yo hago la herida y yo mismo la curo, y no hay quien pueda librar de mi mano (Dt 32,39). La Biblia y la Tradición es unánime en la condena de todo tipo de suicidio.
El acabar con la propia vida no es fruto de una opción valiente y decisiva de la persona, al contrario, significa una debilidad y falta de voluntad, dado que el suicida no es capaz de asumir las grandes dificultades que pueden acontecer en su existencia. Para el creyente significa además una falta de confianza en Dios. Con frecuencia, el suicidio se consuma cuando el individuo está sometido a profundas debilidades psicológicas que le impiden asumir valientemente las dificultades que entraña la vida. Además, el suicidio supone un desprecio de la propia persona y causa un grave mal a la convivencia social.
Ante el aumento del fenómeno social del suicidio, la Santa Sede emitió un documento, en el cual enjuicia las causas que lo provocan, ofrece los remedios para evitarlo, argumenta sobre su no licitud y finaliza con la condena en estos términos: "La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad" (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia, I, 3. Vaticano 27-VI-1980).
Hay dos maneras muy diferentes de defender los derechos humanos. La primera consiste en hacer una reflexión antropológica profunda, seria, sobre la condición humana, sobre lo que significa ser persona, sobre lo específico del hombre. A través de ella, muchos pensadores del pasado y del presente han descubierto que el hombre está dotado de una dignidad profunda debida a su condición de ser superior a lo simplemente material. Esta superioridad se funda en la condición espiritual, transcendente, del ser humano.
La otra manera de defender los derechos humanos consiste en dejar de lado las discusiones filosóficas y antropológicas para limitarse a analizar y elaborar leyes, constituciones, resoluciones, declaraciones nacionales o internacionales. Creen que esta estrategia permitiría promover aquellos derechos, por el hecho de estar apoyados en muchas resoluciones y leyes.
En realidad, el más rico conjunto de resoluciones, por muy perfectas que puedan parecer, no es capaz de fundar ni el más “pequeño” derecho humano. Como tampoco será capaz de “demostrar” que lo blanco es negro. O, por poner dos ejemplos tristemente famosos, una resolución nunca probará realmente que el aborto sea un derecho, cuando en realidad es un crimen; o que existe un “matrimonio entre personas del mismo sexo”, lo cual es una afirmación sin sentido, pues sólo hay matrimonio entre personas de distinto sexo.
Al respecto decía Juan Pablo II: “El hombre de hoy vive como si Dios no existiese y por ello se coloca a sí mismo en el puesto de Dios, se apodera del derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana y esto quiere decir que aspira a decidir mediante manipulación genética en la vida del hombre y a determinar los límites de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales atenta abiertamente contra la familia. Intenta de muchas maneras hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. El misterio de la iniquidad continúa marcando la realidad de este mundo.» (Juan Pablo II, Homilía en Cracovia, 18/8/2002).
En efecto, ante todo los legisladores que viven y dictan leyes al margen de Dios, no ven o no quieren ver la voluntad santo de Dios: “No matarás”, y por ende, deciden legislar sobre mal llamado derecho a morir con dignidad –amparándose en el derecho a establecer la fecha de su muerte, y el derecho a no sufrir. Bien se comprende que es desalentador ver que el enferma no mejora; que pasan los días, meses y años; y su estado va en detrimento; la esperanza se desvanece ante tan triste panorama; pero, poner fin a los tormentos con la muerte es huir de la realidad, es renunciar a enfrentarse al sufrimiento; es a fin de cuentas dejarse llevar por una auténtica desesperanza que no concluye nunca pues lo que a continuación acontece es un remordimiento que invade la capa más sublime del hombre: su conciencia.
Quizás lo que está ausente es la búsqueda del sentido del dolor, el misterio del sufrimiento –que bien merece una reflexión aparte– presente en la vida del hombre y que difícilmente puede eludir. Vienen a mi memoria tantos testimonios ejemplares, de personas que supieron aceptar –que no soportar– con profunda serenidad dentro de una agonía sin límites su enfermedad o la del familiar, transformando las pesadas cargas en valiosas oportunidades, con el fin de prepararse con paz y esperanza al tránsito a la otra vida.
Por tanto, el derecho a la asistencia médica para morir sería un autentico fracaso, se cometería una aberración con un mal uso de la libertad, pues sólo se es realmente libre cuando se procura el bien y cuando se sabe respetar y comprender la verdad sobre el ser humano y su dignidad.
La vida del hombre sobre la tierra está determinada en el tiempo. El hombre y la mujer clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, "la violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateísmo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una sobrecarga, parece que nuestra época -falta de fe y con una palpable pasión por el placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la defensa de la "muerte dulce", tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica ‘Evangelium vitae’ define así la eutanasia: "Es una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor" (EV 65). Y este documento magisterial concluye: "La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados". En consecuencia, para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
1) tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios adecuados para conseguirla;
2) aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y proporcionados para obtener la salud del enfermo;
3) que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la "autoeutanasia", que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a sí mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el médico) para que su muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La "heteroeutanasia" es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La "autoeutanasia" provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios. La "heteroeutanasia", además de ser un pecado grave, lesiona también gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse como "eutanasia". En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados, aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación, cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en este caso entra en juego el principio ético de "morir dignamente". El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la "distanasia", que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el "ensañamiento terapéutico" (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo II lo hizo con esta fórmula tan solemne: "De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal" (EV 65).
La razón última que justifica el quinto mandamiento es la defensa del valor inconmensurable de la vida humana. Pues bien, más que cualquier antropología filosófica, es la Revelación la que destaca la significación, el alcance, la calidad y la trascendencia de la vida. En efecto, la Biblia se inicia con la narración del origen del mundo y del hombre: Dios llama a la existencia a todas las criaturas y en ese relato se destaca el comienzo de los seres vivos, especialmente del hombre y de la mujer, como corona y reyes de la entera creación. Jesús afirmará, como tesis fundamental de la revelación, que el Dios cristiano "no es el Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12,27).
A partir de este dato inicial, la Revelación destaca en todo momento ese valor trascendente de la vida humana. Por eso, ante la muerte violenta de Abel, Dios lanza al asesino Caín esta dolorosa pregunta: "¿Qué has hecho?". Y el Señor clausuró su discurso con esta condena radical de la muerte: "La voz de la sangre de tu hermano clama hacia mí desde la tierra. Ahora, maldito seas, márchate de esta tierra que ha abierto su boca para recibir la sangre que has derramado de tu hermano" (Gn 4,10-11).
Esa significación valiosa de la vida y de la condena de la muerte violenta quedan consignadas gráficamente en el dato de que en el Paraíso sólo se hace mención de dos árboles: uno es el "árbol de la vida" (Gn 2,9), el otro es el árbol del "bien y de mal", del cual el hombre no debe comer, pues si come de él morirá (Gn 2,17).
Pero, según la Revelación, Dios no ha creado al hombre para la muerte, sino para la vida (Sap 2,22-23); de ahí que se alegre con la vida y "no se recrea en la destrucción de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera" (Sap 1,11). Dios asegura: "no me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18,32). Al contrario, el ideal divino es que el hombre goce de una larga vida. Por eso, se elogia la longevidad de Abraham, que murió "lleno de años" (Gn 25,8) y Dios premia a los buenos con una vida larga (Dt 4,40; Ecl 11,8-11). En consecuencia, quien desee vivir debe acudir a Yavéh, el cual "es la fuente de la vida! (Prov 14,27).
Pero es en el Nuevo Testamento en donde sobresale aún más la valoración de la vida. Jesús es "el Verbo de la vida" (1 Jn 1,1); Él posee la vida desde la eternidad (Jn 1,4); dispone de la vida (Jn 5,26) y vino, precisamente, para dar una vida abundante (Jn 10,10). Él mismo es "la vida" (Jn 14,6). Él puede comunicar una vida que "salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14). Y el Señor Jesús hace esta solemne promesa: "El que crea en mí no morirá para siempre" (Jn 11,25). En resumen, el tema de la vida es un recurso habitual del Nuevo Testamento. De ahí la abundancia de milagros en la vida histórica de Jesús dando la salud a muchos enfermos y aún devolviéndola a algunos muertos.
A la vista de estos datos, se entiende que el quinto precepto del Decálogo se enuncie con este grave y tajante imperativo: "No matarás" (Ex 20,13). Y Dios amenaza que quien mata a un hombre, será llamado asesino, y por ello merecerá la muerte: "Pediré cuentas de vuestra sangre y de vuestras vidas... si uno derrama sangre de hombre, otro hombre derramará su sangre; porque a imagen de Dios fue hecho el hombre" (Gn 9,5-6).
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Magisterio de la Iglesia enseña que toda vida humana es digna y sagrada: "La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde el comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente".
Según el pensar cristiano, en el origen y en el ser mismo de la vida humana se rastrea y se encuentra siempre a Dios. En consecuencia, la luz que brota de este postulado muestra la grandiosidad de la doctrina moral cristiana sobre el valor de la vida. Por el contrario, otras corrientes de pensamiento laicas y más aún las laicistas -sobre todo si son negadoras de Dios-, parten no del valor de la vida humana en sí misma, sino de la vida adjetivada como productiva, útil, placentera... Por eso, aunque aparentemente defiendan la vida, sin embargo sólo protegen la "vida sana" y "útil" y en su perspectiva la vida débil queda indefensa.