domingo, 29 de mayo de 2011

Homilia del sexto domingo de pascua sobre la segunda lectura


SEXTO DOMINGO DE PASCUA/A
Dar razón de nuestra esperanza
La segunda lectura de la primera carta de san Pedro, nos dice: “Glorifiquen en su corazón a Cristo Señor y estén siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se las pida” (1 P 3, 15). Esto es una invitación que nos hace el Espíritu Santo a una relación personal de amor con Cristo, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar todas nuestras relaciones.
Nuestra esperanza en Cristo, que murió en su cuerpo y resucitó glorificado, está vinculada a esta ‘glorificación’, a este amor a Cristo, que por el Espíritu, habita en nosotros. Nuestra esperanza, su esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. Esta esperanza es de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a nosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que sufren y para los heridos por la vida.
Nuestra esperanza se manifiesta en el compromiso común, a través de la oración y la activa coherencia de vida, con vistas al establecimiento del reino de Dios. Para nosotros, los cristianos, sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Un poeta francés escribió: “Esperar es lo más difícil (...). Lo fácil, la gran tentación, es desesperarse” (Charles Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, ed. Pléyade, p. 538). Pero para nosotros, los cristianos, nos reconforta y nos anima el saber que El Espíritu es el “custodio de la esperanza en el corazón humano” (“Dominum et Vivificantem”, 67), por esto sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15).
La esperanza en la que el Espíritu Santo sostiene a los creyentes es sobre todo la esperanza de la salvación: esperanza en el Cielo, esperanza en la perfecta comunión con Dios. Esta esperanza es, como afirma la Carta a los Hebreos, “un ancla para el alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allá donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb 6,19-20). Sí, además, Jesucristo es el centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad.
En efecto, El Resucitado vuelve a nosotros con la plenitud de la alegría y con una sobreabundante riqueza de vida. La esperanza se convierte en certeza, porque, si él ha vencido a la muerte, también nosotros podemos esperar triunfar un día en la plenitud de los tiempos, contemplando de modo definitivo a Dios.
Que la virgen de la esperanza nos lleve hacia su Hijo, que murió y resucitó para nuestra salvación, pues, Jesús vino a ofrecernos su Palabra como lámpara que guía nuestros pasos; viene a ofrecerse a sí mismo; y en nuestra existencia cotidiana debemos saber dar razón de él, nuestra esperanza cierta, conscientes de que “el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado”, (Gaudium et spes, 22), y resucitado para nuestra salvación.