jueves, 9 de junio de 2011

Magisterio de los úlimos Papas sobre el laicismo y Estado laico


IV. LA VOZ DE LOS ÚLTIMOS PAPAS SOBRE LA CUESTIÓN LAICISMO Y ESTADO LAICO
Ofrecemos un resumen, tomando los puntos que responden al tema que traemos entre manos

a) Juan Pablo II, encuentro con los obispos cubanos, 25 de enero de 1998, expresaba que “El respeto de la libertad religiosa debe garantizar los espacios, obras y medios para llevar a cabo la misión cultual, profética y caritativa de la Iglesia, de modo que, además del culto, la Iglesia pueda dedicarse al anuncio del Evangelio, a la defensa de la justicia y de la paz, al mismo tiempo que promueve el desarrollo integral de las personas. Ninguna de estas dimensiones debe verse restringida, pues ninguna es excluyente de las demás ni debe ser privilegiada a costa de las otras.
Cuando la Iglesia reclama la libertad religiosa no solicita una dádiva, un privilegio, una licencia que depende de situaciones contingentes, de estrategias políticas o de la voluntad de las autoridades, sino que está pidiendo el reconocimiento efectivo de un derecho inalienable. Este derecho no puede estar condicionado por el comportamiento de Pastores y fieles, ni por la renuncia al ejercicio de alguna de las dimensiones de su misión, ni menos aún, por razones ideológicas o económicas: no se trata sólo de un derecho de la Iglesia como institución, se trata además de un derecho de cada persona y de cada pueblo. Todos los hombres y todos los pueblos se verán enriquecidos en su dimensión espiritual en la medida en que la libertad religiosa sea reconocida y practicada”.
El 24 febrero 2004 Juan Pablo II se dirigió al señor Javier Moctezuma Barragán en estos términos: “Es de desear que la Iglesia en México pueda gozar de plena libertad en todos los sectores donde desarrolla su misión pastoral y social. La Iglesia no pide privilegios ni quiere ocupar ámbitos que no le son propios, sino que desea cumplir su misión en favor del bien espiritual y humano del pueblo mexicano sin trabas ni impedimentos. Para ello es preciso que las instituciones del Estado garanticen el derecho a la libertad religiosa de las personas y los grupos, evitando toda forma de intolerancia o discriminación (…) No se debe ceder a las pretensiones de quienes, amparándose en una errónea concepción del principio de separación Iglesia-Estado y del carácter laico del Estado, intentan reducir la religión a la esfera meramente privada del individuo, no reconociendo a la Iglesia el derecho a enseñar su doctrina y a emitir juicios morales sobre asuntos que afectan al orden social, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o el bien espiritual de los fieles. A este respecto, quiero destacar el valiente compromiso de los Pastores de la Iglesia en México en defensa de la vida y de la familia”.
b) Benedicto XVI al señor Luis Felipe Bravo Mena embajador de de México ante la Santa Sede, el 23 de septiembre de 2005 le decía: “Un Estado democrático laico es aquel que protege la práctica religiosa de sus ciudadanos, sin preferencias ni rechazos (…) Ante el creciente laicismo, que pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública, la Iglesia sabe muy bien que el mensaje cristiano refuerza e ilumina los principios básicos de toda convivencia, como el don sagrado de la vida, la dignidad de la persona junto con la igualdad e inviolabilidad de sus derechos, el valor irrenunciable del matrimonio y de la familia que no se puede equiparar ni confundir con otras formas de uniones humanas.
Benedicto XVI dijo a la Unión de Juristas Católicos el 9 de diciembre de 2006, que por laicidad el mundo la entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifiesta como una total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad, así, comporta incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc., como es el caso muy concreto de nuestra patria, aunque la mayoría seamos católicos y no pocos “cristianos”.
El Papa continúa diciendo que “Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna.
Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete “la legítima autonomía de las realidades terrenas”, entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio Vaticano II- que “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente” .
Esta autonomía es una “exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues, por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte” . Por el contrario, si con la expresión “autonomía de las realidades terrenas” se quisiera entender que “las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador”, entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios y en su presencia trascendente en el mundo creado .
Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”, la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.
Por otra parte, la “sana laicidad” implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes.
A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.
Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino”, expreso el Papa.
En otro mensaje de Benedicto XVI, que envió al presidente del Senado italiano, Marcello Pera: …parece legítima y provechosa una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según normas que les son propias, a las que pertenecen también esas instancias éticas que tienen su fundamento en la existencia misma del hombre. …Un Estado sanamente laico (…) tendrá que dejar lógicamente espacio en su legislación a esta dimensión fundamental del espíritu humano. Se trata, en realidad, de una “laicidad positiva”, que garantice a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público.
Conclusiones
La práctica religiosa se expresa de manera individual y asociada, pública o privada, y es un derecho fundamental, como lo indica la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 18, así como otros pactos y acuerdos internacionales que México ha suscrito.
La Iglesia reconoce y promueve el derecho a la libertad religiosa y está en contra de “toda forma de discriminación de los derechos fundamentales de la persona” (GS 29). Para evitar el peligro de discriminación, es oportuno realizar de forma permanente una revisión sobre las características de un Estado laico garante de todos los derechos humanos. Esto pasa necesariamente por distinguir entre laicismo y laicidad del Estado y así evitar malas interpretaciones o reduccionismos que comprometen, por ejemplo, el ejercicio de la libertad religiosa.
Hoy más que nunca urge, que en México re-encontrarnos un nuevo escenario en el que no existan fáciles reduccionismos sino que prevalezca la apertura y el respeto del derecho a la libertad de conciencia, sobre todo en materia religiosa, que radica principalmente en la afirmación positiva de que la dimensión religiosa de la existencia pueda y deba manifestarse en todo ámbito de la vida privada y pública, con el único límite del derecho de terceros. Cuando un Estado promueve la libertad religiosa y, simultáneamente, se mantiene al margen de imponer cualquier forma de religiosidad o de irreligiosidad en su sociedad, se constituye como auténtico Estado laico.