sábado, 11 de junio de 2011

Solemnidad de Pentecostés

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
La fiesta de Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección del Señor, recuerda que el Espíritu Santo bajó sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego e hizo que se abrieran sus mentes y sus corazones. En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo y los hizo capaces de predicar con valentía el Evangelio a todas las naciones (cf. Hch 2, 1-13).
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1).
Jesús, Antes de su ascensión al cielo, “les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre” (cf. Hch 1, 4-5); es decir, les pidió que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).
Por lo tanto, no hay Iglesia sin Pentecostés. Y quiero añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos», como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (1, 14).
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Sin él, ¿a qué se reduciría? Ciertamente, sería un gran movimiento histórico, una institución social compleja y sólida, tal vez una especie de agencia humanitaria. Y en verdad es así como la consideran quienes la ven desde fuera de la perspectiva de la fe. Pero, en realidad, en su verdadera naturaleza y también en su presencia histórica más auténtica, la Iglesia es plasmada y guiada sin cesar por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del Espíritu divino invisible.
Además, El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro peregrinar a la meta a que hemos sido llamados. Y ¿cuál es esa meta? Es el Cielo que el Señor nos muestra en su Ascensión y que ha prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad del Padre.
Es el Espíritu Santo quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho. El nos recuerda todo lo que el Señor nos enseñó. El nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad. El Espíritu Santo -el Espíritu de la Verdad- nos lleva a la Verdad plena.
En efecto, el Espíritu Santo se va derramando en cada uno de nosotros con sus gracias, dones, frutos y carismas (Cfr. 1Co.12, 3-7. 12-13). Todos estos son regalos del Espíritu Santo; es decir, cosas que recibimos gratis, como un obsequio y, además... sin merecerlas.
Y todos estos regalos del Espíritu Santo son los auxilios que Dios nos da para el desarrollo de nuestra vida espiritual, para ayudarnos en nuestra santificación, para ayudarnos a llegar a nuestra meta definitiva que es el Cielo.
¿Qué hacer para poder recibir todos estos regalos del Espíritu Santo? Lo mismo que hacían los Apóstoles antes de Pentecostés: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús... Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).
He aquí el secreto para recibir al Espíritu Santo. He aquí el secreto de la acción del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros. Ese secreto está en la oración: en una oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María. ¡Ven, Espíritu Santo!