viernes, 15 de julio de 2011

Décima sexta semana Reflexiones del evangelio de cada día


Décima sexta semana
Lunes
Mateo 12, 38-42
La reina del sur se levantará el día del juicio contra esta generación. La ceguera de escribas y fariseos se pone singularmente de manifiesto ante los signos y milagros que hace Jesús. Éstos le piden alguna señal. Jesús se niega a darles ninguna, excepto la que es El mismo: “Se presentaron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ‘'¿Por qué esta generación pide una señal? Yo les aseguro: No se le dará a esta generación ninguna señal’”.
Jesús reprocha a los judíos que saben leer los signos de la Naturaleza pero no saben descubrir los signos de Dios en la vida de su pueblo: el gran signo de la aparición de Jesús de Nazaret, su predicación, sus milagros que invitan a vivir de un modo nuevo. La “señal de la que habla Jesús a los escriba y fariseos es su muerte de Jesús..., su resurrección de y la conversión y la salvación de los paganos.
Por esto Jesús les dice: en el juicio se alzarán los habitantes de Nínive... Y la reina de Sur... al mismo tiempo que esta generación, y harán que la condenen, pues ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás, y hay algo más que Jonás aquí.
El Señor dice que cuando resucitemos para ser juzgados, esta Reina se levantará con la generación de los que no escucharon sus palabras ni creyeron en él, para juzgarlos (Mt 12,42); porque ella aceptó la sabiduría que Dios le enseñaba por Salomón, en cambio ellos despreciaron la sabiduría que les predicaba el Hijo de Dios. Y eso que Salomón era un siervo, en cambio Cristo es el Hijo de Dios y el Señor de Salomón.
También a nosotros nos dice Jesús que no habrá más señal que la de Jonás. ¿En qué consiste esa señal? En que los pecadores y los que según nuestros criterios “ya no cambian más” se arrepienten de su mala conducta y vuelven a Dios. Jesús está indicando que muchas veces las personas religiosas se vuelven rígidas y autosuficientes, y entonces Dios ya no puede obrar en sus vidas.
Martes
Mateo 12, 46-50
Señalando a los discípulos, dijo: éstos son mi madre y mis hermanos. El episodio, que hemos escuchado en el evangelio es sencillo: la madre y los parientes de Jesús quieren saludarle, y alguien se lo viene a decir: tu madre y tus hermanos te buscan, es decir sus primos; y Él aprovecha para anunciarnos el nuevo concepto de familia que se va a establecer en torno a él. No van a ser decisivos los vínculos de la sangre: “el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”.
El discípulo es “un pariente de Jesús”. Jesús ofrece a los hombres la cálida intimidad de su familia. Entre Dios y los hombres ya no hay sólo relaciones frías de obediencia y sumisión como entre un amo y los subalternos... Con Jesús entramos en la familia divina, como sus hermanos y hermanas, como su madre.
La característica esencial del discípulo de Jesús: es “hacer la voluntad de Dios”. El que actúa así es un verdadero pariente de Jesús: entrar en comunión con Dios, haciendo su Voluntad... Y María, que hizo la voluntad de Dios a la perfección, es, por ello, de forma plena ‘su madre: por los lazos de la sangre y del espíritu. Que ella nos ayude a seguir su ejemplo.
Miércoles
Mateo 13, 1-9
Algunos granos dieron el ciento por uno. La lectura del evangelio de san Mateo nos recuerda la parábola del sembrador. Ya la conocemos, pero podemos releer continuamente las palabras del Evangelio y encontrar siempre en ellas una luz nueva. Salió un sembrador a sembrar. Mientras sembraba unas semillas cayeron a lo largo del camino, otras en un pedregal; algunas entre abrojos, otras en tierra buena, y sólo éstas dieron fruto (cf. Mt 13, 3-8).
Lo sembrado en tierra buena, que significa el que escucha la Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno”. Se trata de quienes han aceptado el dinamismo reconciliador que permite coordinar las energías humanas y ponerlas en la línea del designio divino, avanzando por el camino de la paz consigo mismo, con Dios, con los hermanos.
La semilla de la vida que ha sido depositada en nuestro corazón, ha de madurar por la gracia y la fe. La gracia es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, como él mismo nos enseña en la carta del Apóstol a los Romanos (ver Rom 5, 5), y la fe que recibimos como un don, requiere de la escucha; y ésta, del silencio.
Así pues, la fe, que es posible en virtud del don divino, requiere ser escuchada. La fe se transmite por la Palabra, por el Anuncio, y este anuncio debe ser escuchado. La fe es la acogida al anuncio que nos viene; es un anuncio perceptible por mí. Cuando realizo el acto de fe, acojo ese anuncio, esa Palabra que me interpela, que me invita a dar fruto, como anuncia el profeta Isaías: “Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero, y cumple su misión” (Is 55,10-11).

Jueves
Mateo 13, 10-17
A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos; pero a ellos no. Las parábolas del Señor tenían esta finalidad pedagógica, la intención de hacer asequible los misterios del Reino a gente muy sencilla. Por ello “les anunciaba la Palabra con muchas parábolas… según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas” (Mc 4,33-34).
No hay que ver en los misterios del Reino una doctrina secreta, reservada únicamente para un puñado de iniciados, a pesar de la aparente contradicción de la frase con la que hemos iniciado. Los Apóstoles tendrán la misión de “proclamar desde las azoteas” todo lo que el Señor les había explicado y enseñado en privado (ver Mt 10,27). Si a los Apóstoles se les concedía conocer y comprender los misterios del Reino de los Cielos de una forma privilegiada era para que pudiesen luego proclamar y explicar esos misterios a cuantos estuviesen dispuestos a “oír”.
La doctrina del Reino es incomprensible para quien endurece el corazón. Requiere por parte de quien la escucha una actitud de humilde acogida. Lamentablemente muchos carecen de tal disposición interior, cerrándose ellos mismos a la salvación y reconciliación ofrecida por Dios por medio de su propio Hijo. En cambio, son dichosos los Apóstoles y discípulos que “ven” y “oyen” lo que muchos profetas y justos desearon ver y oír, es decir, al mismo Mesías enviado por Dios y sus palabras de Vida.
Viernes: Memoria de santa María Magdalena
Juan 20, 1.11-18
Aparición a la Magdalena y a los Apóstoles. A las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce. El carácter velado de la gloria del Resucitado se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Gracias a su encuentro con el Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensión pascual, Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María Magdalena “la apóstol de los apóstoles”.
Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (ver Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (ver Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (ver Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (ver Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso.
Ahora viendo nuestra vida y nuestro mundo en el que vivimos, en nuestros encuentros con el Resucitado, con el mismo que se encontró la Magdalena, podemos escuchar una exhortación de san Agustín: “Ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo…”.
Sábado
Mateo 13, 24-30
Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha. En el Reino misterioso, que el Señor Jesús ha venido a instaurar ya en la tierra, los malos coexistirán con los buenos así como el trigo y la cizaña coexisten en un mismo campo hasta el tiempo de la cosecha. Para el judaísmo esta coexistencia del bien y del mal en el Reino que Dios instauraría en los tiempos mesiánicos era absolutamente impensable. En el concepto de los judíos el Mesías que habría de venir no sólo eliminaría a los enemigos de Israel, sino que realizaría también una purificación total de todo mal.
Con esta parábola del trigo y la cizaña Jesús responde a la pregunta del mal en el mundo. Afirma que el mal que existe, que está presente y actúa en el campo del mundo y de la historia de los hombres, no viene de Dios que sólo ha sembrado la buena semilla, que lo ha hecho todo bueno (ver Gen 1,31). El mal en cambio viene de su “enemigo” y de sus secuaces: “la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo”. El mal en el corazón del hombre y en el mundo es consecuencia de un mal uso de la libertad por parte del ser humano, que antes que escuchar a Dios prefirió escuchar la voz del enemigo de Dios y hacer lo que éste le sugería. Esta desobediencia y rechazo de Dios es la causa de que haya germinado la cizaña en la vida de las personas y en la historia de la humanidad.
El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia.