jueves, 4 de agosto de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Décima octava semana


Décima octava semana
Lunes
Mt 14, 22-33
Mándame ir a ti caminando sobre el agua. En el Evangelio de hoy hemos escuchado al caer la noche, el Señor sube a solas al monte a orar. Era usual que el Señor Jesús se retirase a orar de noche, y ya en otras ocasiones el Señor había elegido un monte como lugar de oración (ver Lc 6,12; 9,28).
Mientras Él rezaba, la barca con los discípulos avanzaba con dificultad en el Mar de Galilea. Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. A los asustados discípulos el Señor les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. Entonces Pedro le contestó: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Invitado por el Señor, Pedro se puso a andar sobre las aguas. Mas al sentir la fuerza del viento se llenó de miedo y empezó a hundirse. El Señor relaciona el hundimiento de Pedro con un momento de duda, de poca fe y confianza en Él.
Ante tantos signos realizados por el Señor, sobre todo por aquellos que manifestaban un dominio total sobre la naturaleza, “los de la barca se postraron ante él, diciendo: ‘Realmente eres Hijo de Dios’”.
Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra terrible fragilidad e inconsistencia. Es entonces cuando experimentamos las dificultades, la inseguridad, la fragilidad, cuando debemos aprender a mantenernos firmes en la fe.

Martes
Mateo 15, 1-2.10-14
Las plantas que no haya plantado mi Padre serán arrancadas de raíz. El Evangelio relata la controversia del Señor Jesús con los fariseos y escribas venidos de Jerusalén. El lugar de encuentro es en Galilea. Estos hombres cultos y observantes, escandalizados, plantean al Señor la siguiente cuestión: “¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?”. El cuestionamiento iba dirigido asimismo contra el Señor, que permitía a sus discípulos violar dicha tradición sin corregirlos. Para ellos tal trasgresión era a todas luces grave.
Evidentemente no se trataba de una mera recomendación higiénica. Lavarse las manos para acceder a los alimentos tenía, según “la tradición de los mayores”, el sentido de una purificación ritual, una purificación de toda contaminación legal que por el contacto tornase impuros los alimentos que iban a consumir, llevando esa impureza a su interior. La tradición rabínica —explica el evangelista— prohibía a todo judío comer sin realizar esta meticulosa purificación.
En un segundo momento, suponemos que, sin la presencia de aquellos fariseos, el Señor llama a la gente para instruirlos sobre este punto y dar razón de su durísima respuesta: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre».
Una purificación ritual, exterior, de nada sirve, porque no puede purificar el corazón de la maldad que hay en él, del pecado que concibe en lo íntimo y escondido. Lo que hace impuro al ser humano, lo que lo aparta de Dios, brota de un corazón herido por el pecado: «fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad». Para cambiar eso no basta lavarse las manos, sino que se hace necesaria la obediencia a Dios, a sus normas y mandamientos. Y añade: Las plantas que no haya plantado mi Padre serán arrancadas de raíz. San Gregorio de Nisa: «Si tú purificas tu corazón de toda escoria por el esfuerzo de una vida perfecta, la belleza divina volverá a brillar en ti.
Miércoles
Mt 15, 21-28
Mujer, que grande es tu fe. En el Evangelio vemos al Señor en la región de Tiro y Sidón. Éstas dos ciudades eran presentadas como símbolo de los pueblos paganos (ver Is 23,2.4.12; Jer 47,4). Aquí se le acerca “una mujer cananea, procedente de aquellos lugares”. Ella tiene la gran osadía de dirigirse al Señor para gritarle: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Nada responde. Y aunque no le hace caso, la mujer no por ello desiste.
Ante la insistencia de la mujer Jesús responde: El Señor le responde: “No está bien echar a los perritos el pan de los hijos”. Con “el pan de los hijos” el Señor se refiere al don del Reino de Dios y de su salvación, reservado a los israelitas. Admirable es la respuesta de la mujer: “también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. La mujer cananea reconoce y acepta con humildad que Israel es el único destinatario de los bienes mesiánicos, pero en su condición de pagana pide al menos beneficiarse de las “migajas” de esos bienes.
La actitud de aquella mujer cananea, alabada por el Señor, se constituye en modelo de la oración para el creyente. Comenta San Jerónimo: “Son ensalzadas la fe, la humildad y la paciencia admirables de esta mujer. La fe, porque creía que el Señor podía curar a su hija. La paciencia, porque cuantas veces era despreciada, otras tantas persevera en sus súplicas. La humildad, porque no se compara ella sólo a los perros, sino a los cachorrillos”.
Sin embargo, la perseverancia de la mujer le ha valido ser escuchada. Aquella, que no era sino una perrilla, Jesús la levanta a la nobleza de los hijos de la casa. Más aún, la colma de alabanzas. Le dice al despedirla: “¡Mujer, qué grande es tu fe! Que te suceda lo que pides”. Cuando se oye a Cristo decir: “Tu fe es grande” no hace falta buscar otras pruebas para ver la grandeza de alma de esta mujer. Ha salido de su indignidad por la perseverancia en la petición». Hagamos nosotros lo mismo.
Jueves
Mt 16, 13-23
Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del reino de los cielos. En el Evangelio el Señor pregunta a sus apóstoles: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Los Apóstoles le refirieron varias opiniones que circulaban entre los judíos. Las respuestas tienen algo en común: se trataría de un gran profeta, con el mismo poder de Elías, o de Jeremías o de Juan el Bautista.
Pedro tomando la palabra respondió en nombre de los Doce: “Tú eres el Cristo [Mesías], el Hijo de Dios vivo”. A la pregunta que el Señor les hace sobre su identidad, Pedro responde en primera instancia que Jesús es más que un gran profeta: Él es el Mesías prometido por Dios y al fin enviado por Él para instaurar definitivamente Su Reino. Hasta aquí quizá otros podrían haber reconocido en Él al Mesías. Mas la respuesta de Pedro va ahora más allá, va a la esencia de quién es ese Mesías: Él es “el Hijo del Dios vivo.”
La profesión de fe en su filiación divina es fundamental para que el Señor anuncie a Simón: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De la boca del Hijo de Dios escuchamos por primera vez la palabra “Iglesia”. Iglesia viene del griego ekklesía, que traducido significa asamblea, reunión de aquellos que han sido convocados por Él, de aquellos que se congregan en torno a Él. La Iglesia que Él funda sobre Pedro es la Iglesia que le pertenece a Él, la Iglesia que Él ama, custodia y ofrece esta promesa: “el poder del infierno no la derrotará.”
Finalmente le dice: “Te daré las llaves del Reino de los Cielos”. Cristo anuncia a Pedro la entrega de «las llaves del Reino de los Cielos.» Las llaves indican potestad, indican la facultad de disponer, de abrir y de cerrar las puertas de la casa. La entrega de las llaves es el poder con que el dueño de la casa reviste a un siervo para manejar todos los asuntos de su casa. El Apóstol es el depositario de las llaves del tesoro de la redención, tesoro que trasciende la dimensión temporal. Éste es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. Por esto San Ambrosio expresó: Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la Iglesia, allí no hay muerte, sino vida eterna.
Viernes
Mt 16, 24-28
¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Antes que “ganar” el mundo, el discípulo de Cristo debe preocuparse por conquistar el Reino venidero, la vida eterna. Antes que en el dinero o en las riquezas pasajeras, la confianza debe estar puesta en Dios, pues Él cuida de sus hijos. Lo necesario no les faltará jamás. A buscar en primer lugar el Reino de Dios, todo lo demás Dios lo dará por añadidura.
Con esta pregunta el Señor nos invita a dirigir nuestras miradas más allá de la vida presente. Esta vida es pasajera, y ninguna riqueza de este mundo es capaz de “comprar” al hombre la vida eterna. Al contrario, las riquezas pueden llevar a quien les entrega el corazón a perder la vida eterna: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!” (Lc18,24). ¿Dónde quedarán las riquezas, la fama y el poder que alcanzó en esta vida? “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16,26) Sólo Dios puede dar al hombre la vida eterna. Sólo quien cree en Él y en su enviado, Jesucristo, tiene la garantía de que heredará la vida eterna. Sólo quien sabe vivir desapegado de lo temporal y sabe usar rectamente de sus bienes, abriéndose a su comunicación generosa, puede “atesorar en el Cielo”.
Jesucristo es el mayor tesoro para el ser humano. Al conocerlo a Él, nos adentramos en el propio conocimiento, descubrimos nuestra propia identidad, podemos hallar la verdadera respuesta a las preguntas fundamentales: ¿quién soy? ¿Cuál es mi origen, cuál mi destino, cuál el sentido de mi existencia? En la amistad con Él aprendo a vivir la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente el amor, y en la escuela de su Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de sentido. Él no sólo es la respuesta a todos nuestros anhelos y búsquedas de felicidad, sino que en Él podemos saciar nuestra sed de Infinito. Él es la fuente de nuestra vida, de nuestro amor, de nuestra felicidad
Sábado Transfiguración del Señor
Mt 17, 1-9
Su rostro se puso resplandeciente como el sol. El Señor tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y subía a lo alto de un monte y se transfiguró delante de ellos. En su transfiguración el Señor Jesús manifiesta su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad. ¿Quién es Él? Pedro había dicho de Él: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» (Mt 16,16) Ahora el Señor transfigurado se revelaba ante ellos, les mostraba lo que cotidianamente quedaba oculto bajo el velo de su carne.
“Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. En Cristo transfigurado es el rostro mismo de Dios que brilla y se manifiesta a los discípulos. Mas no sólo mediante el brillo de su rostro se manifiesta la divinidad de Jesucristo, sino también por el resplandor de sus vestiduras que se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar así su divinidad ante los asombrados apóstoles: el Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.
El Señor enseña sus discípulos que si bien no hay cristianismo sin Cruz, ni tampoco hay Pascua de Resurrección sin Viernes de Pasión, no todo queda en el Viernes de Pasión, sino que éste es camino a la Pascua de Resurrección y a la Ascensión. Para quien sigue al Señor, la Cruz es y será siempre el camino que conduce a la Luz, a la gloriosa transfiguración de su propia existencia. La Transfiguración es, por tanto, «el sacramento de la segunda regeneración», signo visible y esperanzador de nuestra futura resurrección (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
Por tanto, la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.