lunes, 8 de agosto de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Décima novena semana del tiempo ordinario (I)


Décima novena semana
Lunes, (con motivo de la concelebración con mis hermanos sacerdotes de ordenación)
Mateo 17, 22-27
Lo matarán, pero resucitará. Los hijos están exentos de impuestos. El Evangelio de Mateo nos dice que al ser solicitado a Jesús y sus discípulos en Cafarnaúm el pago del tributo para el templo, éste ordena a Pedro que pesque un pez, en el cual encontrará la moneda del tributo.
Si nos pusiéramos a contar los sueños irrealizados, los proyectos personales sin concluir, las ideas que no han tomado forma, llenaríamos muchas cajas.
El joven que no concluye sus estudios, la chica que no se decide a formar un hogar, el empresario que no se atreve con un negocio, el profesor que no se actualiza, son ejemplos de personas que no llegan a realizarse en sus vidas.
Y tú, ¿quieres conseguir el ideal que te has propuesto en la vida?, ¿estás dispuesto a pagar el “impuesto” que supone el sacrificio de luchar hasta lograr el objetivo?
Nuestra vocación, a semejanza de la de Pedro, está orientada a pagar un tributo o impuesto por Cristo y por nosotros mismos, ideal que está propuesto en nuestra vida, ser signo y transparencia de Jesús en su ser y hacer de cada día: Muerte y resurrección, con nuestro morir y resucitar de de nuestra vida y misión que se nos ha encomendado.
“Paga por mi y por ti”, no es otra cosa que ser alter Christus y actuar en la persona de Cristo, Sí el sacerdote es, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios; su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas. Los intereses de Jesús son los del sacerdote, su vida nuestra vida, sus amores nuestros amores.
“Paga por ti y por mí”, es decir, Jesús nos da la potestad sobre su mismo cuerpo, poniéndolo presente en nuestros altares y ofreciéndolo por manos del mismo Jesucristo como víctima infinitamente agradable a la divina Majestad. Admirables cosas son éstas -exclama con razón San Juan Crisóstomo-, admirables y que nos llenan de estupor.
“Paga por ti y por mí”: el sacerdote está constituido dispensador de los misterios de Dios en favor de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, siendo, como es, ministro ordinario de casi todos los Sacramentos, que son los canales por donde corre en beneficio de la humanidad la gracia del Redentor.
“Paga por ti y por mí”, así nos dijo hace treinta años, a nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios, con aquel ministerio de la palabra, de los sacramentos y de la comunidad, que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible.
“La gracia y los carismas sacerdotales, por el hecho mismo de ser participación en el sacerdocio de Cristo, tienen relación con María, como la vocación, la consagración sacerdotal y las gracias necesarias para el ejercicio de su ministerio. El Señor ha concedido estas gracias queriendo también la asociación y la intercesión de María. Por esto se puede decir que el grado de configuración sacerdotal con Cristo tiene estrecha relación con el grado de espiritualidad mariana del sacerdote”.
Cristo nos invita a dar lo necesario de nuestra parte, para no quedarnos a medias, entre sueños e ilusiones, sino que nos ofrece el camino de su cruz, que es el sacrificio, para llevar nuestro ideal de vida hasta el fin.
Martes
Mateo 18, 1-5. 10. 12-14
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños. El Señor Jesús amaba a los niños y quería que estuvieran cerca de él. Muchas veces los bendecía e incluso, como en el evangelio de hoy, los ponía como ejemplo a los adultos. Decía que el reino de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (cf. Mt 18, 3). Naturalmente eso no significa que los adultos deban volver a hacerse niños desde todos los puntos de vista, sino que su corazón debe ser puro, bueno, confiado, y estar lleno de amor.
Desde que el Hijo de Dios se hizo niño, todos los pueblos cristianizados han tenido un gran respeto hacia los niños, sobre todo los niños inocentes. Cuántas instituciones han sido creadas por la Iglesia Católica para instruir, proteger y santificar a las niñas y a los niños. La influencia cristiana de 20 siglos acerca del respeto del niño es tan grande, que cuando los pueblos se alejan de la fe católica, el respeto y cariño para los niños subsiste en la opinión pública. Sin embargo, hoy el niño está conducido hacia lo que puede causar su desgracia durante esta vida y su perdición en la eternidad; el niño está siendo afectado en su fe, en su inocencia y en su inteligencia mediante una educación sin Dios, sin valores eternos, sin filosofía sana y realista.
Por esto, los padres tienen una misión muy importante con sus hijos: educarlos y formarlos en la fe para que sean según el corazón de Jesús. Al llevar un día a sus hijos para ser bautizados, se comprometieron a educarlos en la fe de la Iglesia y en el amor a Dios. Los padres son los primeros que tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos, en sintonía con sus propias convicciones. No cedan este derecho a las instituciones, que pueden transmitir a los niños y a los jóvenes la ciencia indispensable, pero no les pueden dar el testimonio de la solicitud y el amor de los padres.
Si quieren defender a sus hijos contra la corrupción y el vacío espiritual, que el mundo presenta con diversos medios e incluso en los programas escolares, rodeados del calor de su amor paterno y materno, denles el ejemplo de la vida cristiana, para crecer “en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).
Miércoles
Juan 12, 24-26
El que me sirve será honrado por mi Padre. En el Evangelio hemos escuchado la parábola del grano que muere y da mucho fruto, del cristiano que muere a sí mismo y se poner al servicio del Reino. Dios ama al que da con alegría. Darse significa que, como el grano de trigo, uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es imposible darse sin que nos cueste nada. Al contrario, el entregarse verdaderamente a las órdenes de Dios para construir el reino cuesta, pero el que llama a servirle, pone lo que nos hace falta para la entrega total.
Nuestra fe, Jesús resucitado, conocida y aceptado sin condiciones, nos hace ser personas emprendedoras y dinámicas. La fe dinamiza a ser testigos de Cristo en la vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo diario, en la comprensión diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás, por hacer que los demás se sientan más a gusto, más tranquilos, más felices. Ahí es donde está, para todos nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.
Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí mismo, acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más con el propio egoísmo, no se realiza en sus dones y carismas, se empobrece, porque la fe se robustece dándola. La riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de amor, su capacidad de vivir en caridad en cada uno de sus miembros. Una Iglesia que viviera nada más para sí misma, para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que estaría viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto, sería un cristiano a medias. No tengamos miedo, pongámonos al servicio de Dios, que nos dice: El que me sirve será honrado por mi Padre.
Jueves
Mateo 18, 21-35; 19,1-2ª
No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete; es decir, que el cristiano debe estar pronto a perdonar las ofensas recibidas del prójimo, sin limitación ni fin. Y el Divino Maestro enseñaba todavía más:”cuando oren, si tienen alguna cosa contra alguien, perdónenle para que su Padre, que está en los cielos, perdone también a ustedes sus pecados”. Y no basta ni siquiera no devolver mal por mal. “Sabemos, añadía Jesús, que fue dicho: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”. Esta es la doctrina cristiana del amor y del perdón, doctrina que erige a veces grandes sacrificios.
Por esto en la oración del Padre nuestro, la invocación —“como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”— pone una medida clara para nuestra conciencia, y al mismo tiempo constituye una exigencia según la cual nos comprometemos en el dinamismo de la cooperación, dejándonos impulsar por la gracia a hacer concreto el perdón y la reconciliación.
Por si fuera poco, tenemos la parábola del siervo malo que no perdonó a su hermano, que evidencia lo que pasa con aquel que en su engreimiento y ceguera pide perdón para sí por sus ofensas, pero no perdona las ofensas de las que ha sido víctima. Toda susceptibilidad propia que lleve a un tan mezquino proceder debe desvanecerse en el mar inmenso de la misericordia y caridad divinas que alcanza a las propias deudas. Esos dones de Dios invitan a vivir con ardor y perseverancia todo el alcance del perdón. La más intensa concordia fraterna, centrada en la verdad y la caridad, se abre como experiencia de vida.
Nunca debemos olvidar que la iniciativa del perdón viene del Padre que “nos reconcilió por la muerte de su Hijo” y “nos perdonó en Cristo”. Junto a un elemental sentido de equidad y de gratitud, se pone así de manifiesto la unidad indivisible del amor en la Iglesia: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.
Viernes
Mateo 19, 3-12
Por la dureza de su corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus esposas; pero al principio no fue así. Al Mesías acuden los fariseos, y le preguntan si al marido le es lícito repudiar a su mujer. Cristo, a su vez, les pregunta qué les ordenó hacer Moisés; ellos responden que Moisés les permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla. Pero Cristo les dice: "Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió Moisés para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10, 5-9).
Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.
“De la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece, además, con ellos para que, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad” (GS 48).
La familia es patrimonio de la humanidad, porque a través de ella, de acuerdo con el designio de Dios, se debe prolongar la presencia del hombre sobre la tierra. En las familias cristianas, fundadas en el sacramento del matrimonio, la fe nos hace ver de modo admirable el rostro de Cristo, esplendor de la verdad, que colma de luz y alegría los hogares que viven de acuerdo con el Evangelio.
Sábado
Mateo 19, 13-15
No les impidan a los niños que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos. El significado de estas palabras lo aclara el mismo Señor, cuando dice: “Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielo” (Mt 18,3; cf. Mt 19,14). Aquí no se refiere a la regeneración (cf. Jn 3,3), sino que nos recomienda imitar la sencillez de los niños.
El niño tiene el alma sincera, es de corazón inmaculado, y permanece en la sencillez de sus pensamientos, el no ambiciona los honores, ni conoce las prerrogativas, entendiéndose esto por el privilegio concedido por una dignidad o un cargo, tampoco teme ser poco considerado, ni se ocupa de las cosas con gran interés. A esto niños ama y abraza el Señor; se digna tenerlos cerca de sí, pues lo imitan. Por esto dice el Señor (Mt 11,29): “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo.