sábado, 13 de agosto de 2011

XX Domingo ordinario/A Segunda lectura


XX Domingo del Tiempo Ordinario/A
(Rom 11, 13-15.29-32)
Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Continuamos con el tema del Domingo pasado: En la Segunda Lectura (Rm 11, 13-15.29-32) de San Pablo, vemos que el Apóstol se dirige especialmente a los no-judíos, lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo. Decíamos que los Judíos no aceptaron el Evangelio, y no pocos aun se opusieron a su difusión. Ello no obstante, según el Apóstol, los Judíos continúan todavía siendo muy amados de Dios a causa de sus Padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación.
También el domingo decíamos que nosotros... ¡cuántas veces no hemos rechazado a Cristo! ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda! ¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos! ¡Cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos empecinamos más en nuestro mal! ¡Cuántas veces, porque Dios no nos complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos alejamos de El! ¡Qué diferente nuestra fe a la de la mujer cananea del Evangelio!
El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse. Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita. Y si perseveramos hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió a todos los que aman a Dios. Es decir, a todos los que -como nos dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan culto y cumplan su alianza: a todos los que hagan su Voluntad.
Por esto el Beato Juan Pablo II enseñaba que (“la reconciliación y la penitencia” en el n 10) Dios es fiel a su designio eterno de salvación, incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a reconocer y obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios, se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con el buen Padre Dios que lo creó.
A pesar de esta prevaricación del hombre, Dios permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso del Edén nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y hermano. También la parábola evangélica de los dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos- es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad…
Pero nosotros sabemos que Dios "rico en misericordia" a semejanza del padre de la parábola, no cierra el corazón a ninguno de sus hijos. Él los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.
Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia.
En efecto, según nuestra fe, el Verbo de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha entrado en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí. Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho "reconciliación" para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo.
La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina, no cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya la apelación del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por eso os rogamos: reconcíliense con Dios”.
Por tanto, todos -cada hombre, cada pueblo- hemos sido llamados a gozar de los frutos de esta reconciliación querida por Dios, que no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Pero Dios que te creo sin ti no te salvará sin ti.