sábado, 20 de agosto de 2011

XXI Domingo ordinario/A Sobre la segunda lectura


XXI Domingo del Tiempo Ordinario/A
(Rom 11, 33-36)
Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él y todo está orientado hacia Él. Dios, y sólo Dios, es la fuente de la vida, una fuente viva, activa, abundante y desbordante. Él lo ha creado todo, lo penetra todo con su soplo de vida; él conserva todo en la vida y al final lleva todo a la plenitud de la vida. "En él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28).
Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él, es lo mismo que decimos en el credo: ‘Creador del cielo y de la tierra’, y confesar a Dios como ‘Creador del cielo y de la tierra’, quiere decir, que todo el mundo, la realidad entera que me envuelve y me hace estar enclavado en el tiempo y en el espacio, es creación divina, obra de sus manos. Buena, por tanto: “Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno” (Gén 1,4.10.12.18.21.31). Buena, y querida por Dios. Este mundo ha brotado de la bondad y del amor de Dios: “Tú has creado el universo; por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4,11). “Porque El es bueno, existimos”, sintetiza San Agustín.
Dios crea para dar amor al ser creado, es decir, para hacer felices a las criaturas que salen de sus manos. Por eso, la creación es un acto de amor que sólo desde el amor puede funcionar correctamente. Cuando se rompe el vínculo del amor, se introduce el mal y se arruina la creación. Por ese amor la sostiene en la creación. Ese amor se manifiesta a través de la divina providencia, que actúa a veces misteriosamente en medio del dolor.
Dios es amor y, por lo tanto, todo lo hace desde el amor y por amor. En el amor está, pues, la causa, la motivación de la Creación. Dios crea el mundo que conocemos, “lo visible y lo invisible” -incluidos los ángeles, que también son criaturas de Dios-, por amor.
“…y todo está orientado hacia Él”. La creación, en el plan de Dios, desde el comienzo, está orientada a la plenitud. Al acabar la obra de los seis días, Dios descansó, creando el descanso. La corona de la creación es el sábado. Toda la creación está orientada a la glorificación de Dios, a entrar en la libertad de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de Dios (Rom 8,19-24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el nuevo cielo y la nueva tierra (Cfr. Is 65,17; 66, 22; Ap 21,2). Alcanzará su plenitud cuando Dios sea “todo en todo” (1Cor 15,28).
En el centro está Cristo, como cúspide o piedra angular de la creación y de la historia: “El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de El fueron creadas todas las cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por El y para El. El es anterior a todo, y todo se mantiene en El” (Col 1,15-17).
Cristo es nuestro futuro y, como escribíó el´Papa en la carta encíclica Spe salvi, su Evangelio es comunicación que “cambia la vida”, da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cf. n. 2).
Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra ‘sombra’. Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.
Que por intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra, esta reflexión sobre la creación nos conduzca al descubrimiento de que, en el acto de la fundación del mundo y del hombre, Dios ha sembrado el primer testimonio universal de su amor poderoso, la primera profecía de la historia de nuestra salvación; y de que “Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 27-28).