sábado, 10 de septiembre de 2011

XXIV Domingo ordinario/A Sobre la segunda lectura


XXIV Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 14, 7-9)
San Pablo nos dice en la carta a los romanos que: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7-8).
Por tanto, el hombre no se pertenece, es propiedad de Dios, dueño de la vida y de la muerte, es decir, no somos dueños de la vida, sólo somos administradores. Por esto Dios nos manda respetar la vida propia y la ajena. En el Catecismo de la Iglesia Católica está establecido claramente que somos los administradores de la vida y no dueños de la misma, ya que sólo Dios tiene el poder de dar la vida o quitarla: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39).
Así, pues, la persona humana no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. “Somos hechura suya”. Se sigue, entonces, que el hombre en todo su ser y existir, en su vida, en su sufrimiento, en su muerte, no se pertenece a sí mismo, sino a Dios. Entonces la vida y la muerte son propiedad de Dios, porque el hombre como tal es propiedad de Dios.
Por consiguiente, el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Sin embargo, hoy proliferan nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineado y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y podría decirse más inicuo, ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual.
La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que la vida tiene un carácter sagrado y que nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes hemos de ver a la vez en ella un don del amor de Dios, que somos llamados a conservar y hacer fructificar. De esta última consideración brotan las siguientes consecuencias:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad.
2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios. Esta le ha sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí en la tierra, pero que encuentra su plena perfección solamente en la vida eterna.
3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio y el suicidio; el aborto o la eutanasia; semejantes acciones constituyen, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor.
Esta es la luminosa conciencia que tenía San Pablo cuando en la Carta a los Romanos de la segunda lectura escribía: “sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor”. La conclusión es que la identidad del hombre es la del ser un don; proviene de Dios, que es amor donante, y su ser más profundo es ser un don. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Romanos 14,7-8). Nuestra vida, lo que somos y tenemos, son propiedad del Señor. El ha puesto en nuestras manos este don y este misterio, del cual somos administradores, y del cual, al final de la vida daremos cuentas a Dios.