sábado, 17 de septiembre de 2011

XXV Domingo ordinario/A Homilía sobre la segunda lectura


XXV Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 1, 20-24,27)
Para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia, nos ha dicho san Pablo en la Segunda lectura de hoy, a los filipenses. A la luz de la fe, la vida en su sentido pleno y más profundo, es la vida en Cristo y para Dios, como nos explica también el Apóstol en Gálatas: “yo vivo, pero no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal.2, 20). San Pablo encontró a Jesús en el camino de Damasco y quedó impactado por él: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Flp 1,21).
Por tanto, el Apóstol nos recuerda que no hay que temer la muerte, pues “la muerte es una ganancia”, y que no importa el momento de morir o cuánto nos toque vivir, si en todo momento buscar permanecer unidos a Jesús, como las ramas se unen al tronco para tener vida y dar fruto.
La hermoso y divina aventura de nuestra vida en Cristo comenzó e l día de nuestro Bautismo, que es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. La Carta a los Romanos dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás.
En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín.
San Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses, que estamos comentando: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir -es decir, ser ejecutado- y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos,... si morimos,... somos del Señor” (14,7s).
Por consiguiente, la novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor: San Ignacio de Antioquía, (Epistula ad Romanos 6, 1-2) nos dice: “Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima (...) Déjenme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre”.
En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): “Mi deseo terreno ha sido crucificado; [...] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” nos vuelve a decir san Ignacio de Antioquía (Epistula ad Romanos 7, 2).
La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte (“De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor”: Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros “en la hora de nuestra muerte” (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte: “Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?” (De imitatione Christi 1, 23, 1).
Desde esta perspectiva podemos orar como Francisco d Asís: “Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!”. (San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis).