sábado, 1 de octubre de 2011

XXVII Domingo ordinario/A sobre la segunda lectura


XXVII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 4, 6-9)
En el Evangelio el Señor nos dice que nos ha elegido para que demos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn. 15, 16). Él quiere que cada uno de nosotros seamos una viña fructífera que dé buenos frutos. El Señor nos está diciendo que nos da todo, nos da todo lo que nuestra alma necesita para dar frutos de santidad, para dar frutos de caridad, para dar lo que El espera de nosotros.
¿Cuáles son los frutos esperados? Los frutos son todas esas cosas buenas de que nos habla San Pablo, en la carta a los Filipenses, de la segunda lectura, que nos dice: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8). Obren bien y el Dios de la paz estará con ustedes. Este es nuestro tema de hoy.
En este mismo contexto de las virtudes, que nos presenta san Pablo, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. P in T., I: l.c., 265-266):
La verdad –dijo– será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros.
La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.
El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias, y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu.
Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
Caminando en la vida diaria, en donde cada uno de nosotros vivimos, para agradar a Dios, es el mayor y más noble fin de la vida y la fuente inagotable de las satisfacciones más puras. No olvidemos que desde el momento en que la religión cristiana arraigue en medio de nosotros, desde el momento en que no queramos otra cosa que agradar a Dios con una vida intachable y una práctica ejemplar del Cristianismo, el Dios de la paz estará siempre con nosotros, y si Dios está con nosotros, nada nos puede faltar: tendremos el amor y la paz.
La fe en el Dios que tiene rostro humano, en Cristo Jesús, trae la alegría y la paz a cada hombre y mujer, que le acoge en su corazón. En efecto, el cristianismo es fuente de todo lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia. "Cristo es nuestra paz”. ¡Él es el Príncipe de la paz! Él es el gran artesano de lo verdadero, noble y justo, del orden y la paz en el corazón del hombre, porque es él quien conduce la historia humana y el único que puede inclinar los corazones a renunciar a las malas pasiones que engendran el mal y la mentira, el pecado, que da muerte y quita la paz y del amor del corazón del hombre.
Cristo es la luz, el amor y la paz, y la luz, el amor y la paz no pueden ocultarse o desaparecer del corazón del hombre; sólo pueden iluminar, consolar y fortalecer. Por tanto, que nadie tenga miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los cristianos, por ser hombres limitados y pecadores, lo han traicionado a veces con sus comportamientos, esto hace resaltar aún más que la luz es Cristo y que la Iglesia Por consiguiente, los cristianos no tenemos permiso de sentarnos o retroceder en nuestro camino del seguimiento de Cristo. Hay que seguir siempre perfeccionándonos a sí mismos: procurar obrar bien, en paz con Dios y con el prójimo, persuadidos de que sólo así son modernos, completos; sólo así estaremos al día, en una perspectiva que une el tiempo con la eternidad, la criatura con Dios. Una vez más nos habla el Apóstol: “Todo es de ustedes, y ustedes de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Cor. 3, 22). Y de nuevo: "Consideren cuanto hay de verdadero, de digno, de honorable, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Phil. 4, 8), y el Dios de la paz estará con ustedes.
Que por manos de María, entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. “Y todo será bien”, “todo será para bien”: todo será para gloria de Dios y salvación de los hombres.