jueves, 6 de octubre de 2011

XXVIII Domingo Ordinario/A sobre la segunda lectura


XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 4, 12-14, 19-20)
Todo lo puede en Aquel que me conforta. Hoy san Pablo en la segunda lectura nos ha recordado que con Dios todo es posible, puesto que nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. Es decir, que en esta vida tenemos todas las fuerzas necesarias venidas de Dios, para soportar cualquier dificultad, o vivir simplemente nuestra vida como Dios manda, porque “Dios, con su infinita riqueza, remediará con esplendidez todas nuestras necesidades”.
En efecto, Jesús es nuestra fuerza. Lo es sobre todo cuando la cruz resulta demasiado pesada y, como le sucedió a él, experimentamos miedo y angustia (cf. Mc 14, 33). Acordémonos entonces de las palabras que dijo a sus discípulos: “Velen y oren” (Mc 14, 38). Velando y orando con él entramos en el misterio de su Pascua: nos da a beber su cáliz, que es cáliz de pasión, pero sobre todo cáliz de amor. El amor de Dios es capaz de transformar el mal en bien, la oscuridad en luz, la muerte en vida.
Mantener encendida la antorcha de la fe en el mundo herido por la cultura de la muerte y envuelto en su oscuridad, constituye un llamado a todo bautizado, quien debe ser siempre consciente que la victoria que vence al mundo es nuestra fe. Ante los obstáculos que se puedan presentar hay que recordar bien las palabras del Apóstol Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Alguno puede olvidar esta visión que alimenta el ardor y dejarse atenazar por el miedo, quizá disfrazado de molicie. Pero, precisamente el Santo Padre viene recordando con insistencia que hay que escuchar a Dios que nos invita a no tener miedo, a no acobardarse. Por el contrario, hay que acoger el soplo del Espíritu que impulsa a elevar muy en alto la enseña de la esperanza y confiar siempre en las promesas del Señor.
El sufrimiento, en efecto, es siempre una prueba -a veces una prueba bastante dura-, a la que es sometida la humanidad. Desde las páginas de las cartas de San Pablo nos habla con frecuencia aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos de Cristo. El escribe en la segunda carta a los Corintios: “Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo”. En la segunda carta a Timoteo leemos: “Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé a quién me he confiado”. Y en la carta a los Filipenses dirá incluso: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (SD 23).
En definitiva, san Pablo, ante el miedo que podemos experimentar, nos invita a confiar en Dios y lanzarnos hacia adelante para conquistar el horizonte que el Señor nos propone: el horizonte de la propia grandeza, el horizonte de ser también nosotros pescadores de hombres, según la vocación particular a la que el Señor te llame: el matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada. El miedo se resuelve en un profundo acto de confianza en Dios: “En la confianza estará nuestra fortaleza” (Is 30,15). “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor” (Sal 40,5).
¡Que el poder de Cristo se manifieste con toda su potencia y esplendor en nuestra propia vida, en una vida nueva, a través de todos tus actos nutridos de fe, esperanza y caridad! ¡Al Señor que sale victorioso del sepulcro abrámosle la mente y el corazón! ¡Brillemos con la luz y el esplendor de Aquel en el que lo podemos todo! ¡Es hora de luchar! ¡Es hora de morir a todo lo que es muerte para triunfar con Cristo! ¡Dejemos atrás nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestras mezquindades, nuestras vanidades y soberbias, tus sensualidades, tus odios y rencores, tus amarguras y resentimientos, tus hipocresías y tinieblas, nuestras envidias e indiferencias, nuestras perezas y avaricias! ¡Pidámosle al Señor Jesús que con su fuerza nos ayude a liberarnos de esos pecados que nos atan, que con pesadas aunque invisibles cadenas nos mantienen esclavizado a la muerte!
Así, quien se abre a la fuerza y potencia del Hijo de Dios, quien se deja tocar por Él, quien no abandona la lucha, puede -contando incluso con la propia fragilidad e inclinación al mal- decir perfectamente: “Todo lo puedo hacer con la ayuda de Cristo, quien me da la fuerza que necesito” (Flp 4,13).