lunes, 17 de octubre de 2011

XXIX Semana Reflexiones del Evangelio de cada día


XXIX Semana
Lunes (Lucas 12, 13-21)
“¿Para quién serán todos tus bienes?”. El hombre vive contemporáneamente en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. En esta relación la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirse de los bienes terrenos y materiales.
Un hombre que centra su seguridad en sus posesiones y que no tiene en cuenta la caducidad de esta vida sólo puede ser calificado de necio, poco inteligente. La expresión usada por el Señor busca despertar y hacer salir de la ilusión a quien cree que lo más importante es atesorar para sí, poner en los bienes materiales y riquezas su gozo y confianza, cuando éstos son incapaces de asegurarle la Vida eterna.
Es sabio quien pone su confianza en Dios y encuentra su seguridad en Él, consciente de que la muerte le puede sobrevenir en cualquier momento. Para lo que hay que estar preparados es para el encuentro final con Dios, que puede llegar ese mismo día. Entonces cada uno se encontrará cara a cara ante Dios, y la riqueza entonces no se medirá por los bienes temporales que uno haya acumulado en el terreno peregrinar, sino por el amor y la caridad vivida en el compartir.
San Ambrosio enseña que “En vano amontona riquezas el que no sabe si habrá de usar de ellas; ni tampoco son nuestras aquellas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud es la que acompaña a los difuntos. Únicamente nos sigue la caridad, que obtiene la vida eterna a los que mueren”.
Martes: San Lucas, el Evangelista (Lucas 10, 1-12)
“La mies es abundante y los obreros son pocos”. La primera reacción del Señor al ver a la muchedumbre “como ovejas sin pastor” es la de invitar a sus discípulos a rogar “al dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla”, dado que “la cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”.
Ante la abundancia de la cosecha han de pedirle al “dueño”, es decir, a Dios que envíe más obreros para ayudar en la recolección de la mies. La oración de petición es fundamental. También Moisés, siglos atrás, había elevado a Dios esta oración: “Que el Señor… ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre delante de ellos y que los haga salir y entrar, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor” (Núm 27, 15-17).
Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (CIgC 463).
“Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia”, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, “que es como el alma de todo apostolado” (CIgC 464).
Miércoles
Lucas 12, 39-48
“Al que mucho se le da, se le exigirá mucho”. A la pregunta de Pedro si la parábola la había dicho sólo por ellos o por todos, el Señor responde con otra parábola. En ella se refiere a un administrador. De éste se espera que sea “fiel y solícito”, que cumpla cabalmente con lo que su señor le confía mientras éste se ausenta.
La parábola es un llamado a la vigilancia, una vigilancia que implica cumplir fielmente, día a día, con las propias responsabilidades y deberes delegados por su señor. Cuando vuelva el dueño de la hacienda, el administrador deberá responder por la fidelidad con la que cumplió su gestión. Lo mismo hará el Señor con sus apóstoles y con todos aquellos a quienes les confía un puesto de gobierno en su Iglesia: “A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más”.
El criado que conoce la voluntad de su señor, pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. En cambio, el que, sin conocer esa voluntad, hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor. A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más.
Por tanto, todos y cada uno de nosotros tenemos un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos con fidelidad.
Que por intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra cultivemos un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.
Jueves
Lucas 12, 49-53
“No he venido a traer paz, sino más bien división”. En el evangelio, que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Sin embargo, el evangelio de Cristo es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, "es nuestra paz" (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz.
Entonces, ¿A qué se refiere el Señor cuando dice que ha venido a traer la “división”. Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
La paz que Jesús nos ha venido a traer no es una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, interceda por nosotros para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Viernes
Lucas 12, 54-59
“Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?”. El concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús mismo, designa como “signos de los tiempos” (ib., 4) los indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia.
La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: “Saben interpretar el aspecto del cielo y no pueden interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás” (Mt 16, 3-4).
Jesús invita al discernimiento con respecto a las palabras y las obras que atestiguan la llegada inminente del reino del Padre. En Jesús crucificado se da una especie de transformación y concentración de los signos: él mismo es el ‘signo de Dios’, sobre todo en el misterio de su muerte y resurrección. Para discernir los signos de su presencia en la historia es preciso liberarse de toda pretensión mundana y acoger el Espíritu de Jesús que “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10).
Jesús hoy nos pide a nosotros que acojamos la fuerza del Espíritu Santo, para ser sus testigos en donde cada uno de nosotros vivimos, nos movemos y somos, para convertirnos en signos del Hijo de Dios, crucificado y resucitado (cf. 1 P 1, 19-21). Durante el arco de toda nuestra vida, se presenta ante nosotros, la invitación a “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” para irnos “llenando hasta la total plenitud de Dios” (Ef 3, 19). El secreto de este camino es el Espíritu Santo, que nos guía “hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).
Sábado
Lucas 13, 1-9
“Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante”. Hemos escuchado en el Evangelio que en medio de aquel diálogo con sus discípulos que algunos traen la dramática noticia de la masacre de los galileos en el Templo. El Señor sale inmediatamente al paso de lo primero que se les puede venir a la mente: la muerte violenta de aquellos hombres se trataría de un “castigo divino”, debido a la maldad de sus pecados. El Señor afirma categóricamente que aquellos galileos no eran “más pecadores que los demás galileos” por haber padecido esa muerte terrible, y advierte a sus oyentes: “si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.
La misma advertencia la hace por segunda vez a propósito del accidente en el que dieciocho hombres murieron aplastados al desplomarse la torre de Siloé: “si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera”. Así pues, a decir del Señor, si de justicia pura se tratara, incluso aquellos que se creían buenos merecerían igual muerte, dado que todos eran igualmente pecadores. Por tanto, la muerte violenta sufrida por aquellos hombres no era un castigo divino.
La grave y repetida advertencia del Señor: «si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera», es una seria invitación al cambio. Quien se obstina en el mal camino y no se convierte al Señor de corazón camina hacia la propia y definitiva destrucción, a la muerte eterna. Es de esta “segunda muerte” (ver Ap 20,6.13-15; 21,8) de la que advierte el Señor. Por tanto esta exhortación de Jesús: “Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante”, es una exhortación a la conversión del corazón y a la esperanza. Pidamos a María, la gracia de una conversión profunda, de modo que podamos morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.