miércoles, 19 de octubre de 2011

XXX Semana Reflexiones al Evangelio de cada día


XXX Semana
Lunes
Lucas 13, 10-17
“¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”. El Evangelio refiere la curación en sábado de la mujer encorvada, que provocó la indignación del jefe de la sinagoga; Jesús reprende a los que lo criticaban diciéndoles: “¡Hipócritas!” (Lc 13,15). Jesús sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
“¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”. Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Con estas palabras, Jesús no sólo condena la actitud de falsedad y el afán de hacerse notar, sino también la presunción de creerse justos, que excluye toda posibilidad de auténtica conversión y de fe en Dios.
Por esto, el comportamiento que, más que ningún otro indignaba a Jesús era la hipocresía. Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagan “como los hipócritas” (Mt 6, 2.5.16), o a los que desacreditaban sus buenas acciones: “¡Ay de ustedes hipócritas!” (Mt 23, 13.15). En efecto, Jesús no soportaba la hipocresía porque ésta es la falsificación de la vida, la perversión del pensamiento, la profanación de la palabra. Al mentir, el hipócrita quiere pensar como habla, y vivir después como piensa, es decir, siempre en contradicción con la verdad.
Por tanto, con esta pregunta que Jesús hace a sus enemigos “¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”, les dice a ellos y a nosotros que la ley tiene que desembocar en el amor. El corazón del hombre no está hecho para la ley. Está hecho para el amor. Y una religión que no se traduzca en amor merece un solo nombre: hipocresía.

Martes
Lucas 13, 18-21
“Creció la semilla y se convirtió en un arbusto”. En la página evangélica que la liturgia nos propone, Jesús compara el reino de los cielos con un grano de mostaza, una de las semillas más pequeñas que, en cambio, cuando crece, se convierte en un lozano arbusto.
El Señor Jesús ha utilizado muchas veces en sus parábolas la imagen de la semilla, porque expresa bien muchos aspectos del dinamismo del reino de los cielos: se desarrolla por su propia fuerza; tiene que morir antes en la tierra para poder brotar y fructificar; al principio es invisible y oculta, pero luego se manifiesta en la bondad y belleza de sus frutos.
También nosotros, hermanos y hermanas, hemos de convertirnos en semilla que, oculta en la tierra, es decir, en la humildad y en la obediencia a la voluntad divina, brota y produce frutos abundantes de amor y vida eterna.
La semilla está destinada ‘a dar fruto’, por su propia virtualidad interior, sin duda alguna, pero el fruto depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23), es decir, de la respuesta de cada uno de nosotros, y todos los días en nuestra vida diaria, pública u oculta.
Miércoles (Lucas 13, 22-30)
“Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones. La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad.
La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento. Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo.
En efecto, al decir Jesús que “Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”, nos está diciendo que “(Dios) quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2,4-6). Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos.
Jueves (Lucas 13, 31-35)
“No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”. “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33) (CIgC 557), porque esta ciudad es signo de “la ciudad del Dios vivo”.
Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no han querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón: “Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42) (CIgC 558).
La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Así, Jerusalén nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial, por esto Jesús dijo: “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”.
Ahora nosotros, “en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8).
Viernes: Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles
Lucas 6, 12-16
“Eligió a doce de ellos y los nombró apóstoles”. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia.
Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’, sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18).
El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes.
Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como un lábaro alzado entre todos los pueblos, al comunicar el Evangelio de la paz a todo el género humano, se siente conducida por la esperanza en su peregrinación hacia la meta de la patria celestial

Sábado
Lucas 14, 1. 7-11
“El que se engrandece a sí mismo será humillado; y el que se humilla será engrandecido”. El Señor tiene una intención muy clara cuando contrapone la oración del fariseo a la del publicano: educar a quienes se tenían por justos y despreciaban a los demás. Esta actitud la conocemos con el nombre de soberbia.
Sí, hay en cada uno de nosotros una profunda raíz de soberbia, raíz que debemos arrancar. Y no hay otro modo de vencer la soberbia sino ejercitándonos en la virtud contraria: la humildad.
La humildad es andar en verdad, es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, nuestra absoluta dependencia de Él. La humildad es reconocerme pecador ante Dios, necesitado de su misericordia, de su perdón y de su gracia. En cuanto al prójimo, es no creerme más, ni mejor, ni superior a nadie.
San Juan Crisóstomo: «Aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios. Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade (Sal 50,19): “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado”».
Cristo es el modelo de humildad, y María, la mujer humilde. Que Ella nos ayude a seguir al Señor que dijo: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

XXX Domingo O/A Homilía sobre la segunda lectura


XXX Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 10, 9-18)
Hay dos hechos muy relevantes en la vida y misión de la Iglesia:
1º.) La celebración del día mundial de las misiones, que nos recuerda, que la Iglesia existe para “evangelizar, es su dicha y su vocación propia, su identidad más profunda Cfr. EN 14). E mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser “siervos y apóstoles de Cristo Jesús”. Ser cristiano es ser misionero. No se es cristiano si no se es misionero. El anuncio es un deber de la Iglesia y del cristiano. El anuncio respetuoso y pacífico no es proselitismo.
2º.) El lunes pasado Benedicto XVI instituyó el Año de la fe con la Carta Apostólica Porta Fide en forma de Motu proprio que va del el 11 de octubre de 2012 (50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II) y acabará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo, Rey del Universo. El Año de la Fe “es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo”.
Estos dos hechos: evangelizar para suscitar la fe o despertarla o hacerla crecer, y el año de la fe son iluminados por la Palabra de Dios de este Domingo. El tema que propongo hoy, en el contexto de estas celebraciones, es la afirmación de san Pablo en la segunda Lectura: “La fe viene de la predicación y la predicación consiste en anunciar la palabra de Cristo”. Esta ley enunciada un día por San Pablo conserva hoy todo su vigor.
“El tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de comunicación, no deben sin embargo disminuir el valor permanente de la palabra, ni hacer prender la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (70). Por esto conserva también su actualidad el axioma de San Pablo: “la fe viene de la audición”, es decir, es la Palabra oída la que invita a creer” (EN 42).
En efecto, “Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios, mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: ‘¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad’ (Mc 1, 27); ‘Todos le aprobaron, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca...’ (Lc 4, 22); ‘Jamás hombre alguno habló como éste’ (Jn 7, 46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino” (EN 11).
Así, todo discípulo de Jesús, por el hecho de ser seguir del Maestro, está llamado a suscitar la fe por la predicación, a través de su vida íntima con Jesús: en la vida de oración, en la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida; de tal modo que cada creyente, se convierte en testimonio, provocando la admiración y la conversión de los que viven en su entorno; y así, cada uno se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto (Cfr. EN 15, 4).
Benedicto XVI en la Carta Apostólica Porta Fide con la que ha instituido el Año de la fe, en el n. 6, dice que la renovación de la Iglesia pasa “a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó”.
Continúa el Papa diciendo el no. 7 que “…hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo» (De utilitate credendi, 1, 2).
La fe sólo crece y se fortalece creyendo y compartiendo lo que se cree. Así el testimonio de vida de los creyentes será cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada (Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum), y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio. (Cf. Ibidem 9).