lunes, 31 de octubre de 2011

XXXI Semana Reflexiones del evangelio de cada día


XXXI Semana
Lunes
Lucas 14,12-14
“No invites a tus amigos, sino a los pobres”. Esto es lo que el Señor propone al que lo había invitado a comer, para que los pobres lo reciban “cuando resuciten los justos”. San Beda enseña que el Señor “No prohíbe como un delito que se convide a los hermanos, a los amigos y a los ricos, pero manifiesta que, como los otros comercios de la necesidad humana, de nada nos aprovecha para obtener la salvación. Por esto añade: “No sea que te vuelvan ellos a convidar y te lo paguen”. No dice que se pecará. Y esto se parece a lo que dice en otro lugar (Lc 6,36): “¿Y si hacen beneficios a los que se los hacen, en qué consistirán sus méritos?”.
Por esto, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. "Oh ricos —así los exhorta— hagan amigos... a los pobres, acójanlos en sus casas: luego serán ellos, los pobres, quienes los acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna” (ib., p. 29).
Por consiguiente, si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me diste de comer... estaba desnudo, y me vestiste”, recibe, por lo tanto, mi Reino eterno.
Martes
Mateo 5,1-12ª
“Estén alegres y contentos, porque su recompensa será grande en el cielo”. Inicia el Señor su “sermón” proclamando “dichosos” o “bienaventurados” a los pobres en el espíritu, a los que lloran, a los sufridos, a los que tienen hambre y sed de la justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia, por causa del Señor.
El discípulo está llamado a santificarse en Cristo, participando de su misma vida y destino. El discípulo debe aprender del Maestro. Él, que promulgó las Bienaventuranzas, es al mismo tiempo su Modelo supremo. Se santifican aquellos que, escuchando y siguiendo al Señor, asumen las Bienaventuranzas como programa de vida. Por tanto, la fiesta de todos los santos nos recuerda que también a nosotros Dios nos llama a ser santos: “santifíquense y sean santos, pues yo soy santo” (Lev 11,44; ver Mt 5,48).
Ante esta invitación más de uno puede preguntarse con escepticismo: “¿Yo, santo?”. Muchos se dicen a sí mismos: No puedo, siempre caigo en lo mismo”. Otros, envueltos en las múltiples fascinaciones del mundo, no entienden qué pueda tener de atractivo un ideal así: “¿Ser santo? ¡Qué aburrido! ¡Me perdería demasiadas cosas!”.
Lo cierto es que el llamado a ser santo, a ser santa, es un llamado hecho a pecadores. Nadie nace santo. Por más pecador que seas, tú estás llamado a ser santo. ¿Que eres muy frágil y siempre caes en lo mismo? Pues te respondo que santo no es aquel o aquella que nunca cae, sino quien siempre se levanta, quien una y otra vez, tercamente, pide perdón al Señor y vuelve a la batalla, renovándose en sus propósitos. Santo es aquel que a pesar de caer “siempre en lo mismo” jamás se desalienta, y persevera hasta el fin. Podemos ser santos, podemos volver a ponernos de pie, porque contamos con el perdón del Señor, porque contamos con su fuerza y su gracia, que viene en auxilio de nuestra debilidad cuando humildes acudimos a Él. Esta fuerza, no podemos olvidarlo, la encontramos especialmente en la confesión sacramental, en la Eucaristía y en la oración perseverante. Puede, quien tercamente acude al Señor y encuentra en Él su fuerza: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Flp 4,13). Por tanto, una vez que contamos con la gracia de Dios, para ser santos “no se necesita otra cosa que quererlo” (San Juan Crisóstomo). Y es que, el que quiere el fin, pone los medios.
San Gregorio Magno nos exhorta así: “Busquemos, pues, queridos hermanos, estos pastos [de la vida eterna], para alegrarnos en ellos junto con la multitud de los ciudadanos del Cielo. La misma alegría de los que ya disfrutan de este gozo nos invita a ello. Por tanto, hermanos, despertemos nuestro espíritu, enardezcamos nuestra fe, inflamemos nuestro deseo de las cosas celestiales; amar así es ponernos ya en camino. Que ninguna adversidad nos prive del gozo de esta fiesta interior, porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito. No nos dejemos seducir por la prosperidad, ya que sería un caminante insensato el que, contemplando la amenidad del paisaje, se olvidara del término de su camino”.

Miércoles: Día de los fieles difuntos.
Tercera Misa: Lic. 23, 44-46. 50.52-53; 24, 1-6
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.Ayer, la fiesta de Todos los Santos nos hizo contemplar “la ciudad del cielo, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre” (Prefacio de Todos los Santos). Hoy, con el corazón dirigido todavía a estas realidades últimas, conmemoramos a todos los fieles difuntos, que “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz” (Plegaria eucarística I).
Es muy importante que los cristianos vivamos la relación con los difuntos en la verdad de la fe, y miremos la muerte y el más allá a la luz de la Revelación. Ya el apóstol san Pablo, escribiendo a las primeras comunidades, exhortaba a los fieles a “no afligirse como los hombres sin esperanza”. “Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, escribía, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con él” (1 Tes. 4, 13-14). También hoy es necesario evangelizar la realidad de la muerte y de la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos.
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión “vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12).
Pero, mientras somos peregrinos, hemos de caminar por los caminos de Jesús, para que al fin de nuestra peregrinación podamos exclamar como Él, con gran confianza en el momento de nuestra muerte: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu me has redimido, Señor, Dios de la verdad”. Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando Él mismo a la muerte, viviendo y muriendo en las manos del Padre.
“Cuando morimos pasamos de la muerte a la inmortalidad; y la vida eterna no se nos puede dar más que saliendo de este mundo. No es esa un punto final sino un paso. Al final de nuestro viaje en el tiempo, llega nuestro paso a la eternidad. ¿Quién no se apresuraría hacia un tan gran bien? ¿Quién no desearía ser cambiado y transformado a imagen de Cristo?” (San Cipriano). Por esto hoy la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus tumbas en los cementerios.
Que María, Estrella de la esperanza, haga más fuerte y auténtica nuestra fe en la vida eterna y sostenga nuestra oración de sufragio por los hermanos difuntos.

Jueves
Lucas 15,1-10
“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”. Las parábolas presentadas quieren expresar con cuánto empeño busca Dios a su criatura humana, que por su pecado se ha “perdido” y alejado de Él. Dios sale en su busca y hace todo lo que está a su alcance para hallarla. La alegría que experimenta el pastor al encontrar su oveja extraviada o la mujer al hallar la moneda perdida es análoga a la alegría que Dios experimenta por un pecador que se convierte.
San Ambrosio dice que “No carece de significado que Lucas nos haya presentado tres parábolas seguidas: La oveja perdida se había descarriado y fue recobrada, la dracma perdida fue hallada; el hijo pródigo que daban por muerto lo recobraron con vida, para que, solicitados por este triple remedio, nosotros curásemos nuestras heridas. ¿Quién es este padre, este pastor, esta mujer? ¿No es Dios Padre, Cristo, la Iglesia? Cristo que ha cargado con tus pecados te lleva en su cuerpo; la Iglesia te busca; el Padre te acoge. Como un pastor, te conduce; como una madre, te busca; como un padre te viste de gala. Primero la misericordia, después la solicitud, luego la reconciliación”
Las parábolas del evangelio de hoy hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. El pecado “es rechazo y oposición a Dios” (CIgC 386), “es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (CIgC 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.
Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador (CIgC 1465).

Viernes (Lucas 16, 1-8)
“Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz”. El Evangelio que hemos escuchado trae la parábola de un hombre rico que despide a su administrador por haber estado haciendo mal uso de sus bienes. Antes de marcharse, sin embargo, es instado por el dueño de la hacienda a presentarle las cuentas de su gestión.
Los bienes materiales son necesarios a todos. Son queridos por Dios mismo para el hombre, para su subsistencia, su desarrollo y pacífica convivencia. ¿Quién puede subsistir sin ellos? Por tanto, es lícito a todo hombre procurar, poseer, administrar y aumentar, para sí mismo y para sus seres queridos, los bienes materiales: dinero, bienes muebles o inmuebles.
Sin embargo, hay también un enorme peligro con respecto a los bienes materiales, en sí mismos útiles y necesarios como hemos dicho. La posesión de riquezas o la aspiración a poseerlas es capaz de trastornar completamente al ser humano, de volverlo avaro, egoísta, insensible a las necesidades de sus hermanos humanos, astuto para el mal, implacable y cruel. Por dinero, por el afán de “tener”, el ser humano es capaz de robar, engañar, traicionar, cometer fraudes, ir a la guerra, asesinar. En efecto, “por amor a la ganancia han pecado muchos” (Eclo. 27,1).
La recta valoración de los bienes materiales debe producir una actitud de desprendimiento, una conducta que no se afane tanto en las posesiones, en el tener, sino que viva el desapego y se abra a la dimensión solidaria de la comunicación de bienes. Bien enseña el Espíritu a Timoteo: «A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera» (1Tim 6,17-19). Así, el tener queda purificado por el desapego y la comunicación de bienes en el horizonte de la caridad.
Sábado
Lucas 16, 9-15
“Si con el dinero, tan lleno de injusticias no fueron fieles, ¿quién les confiará los bienes verdaderos?”. Sobre ese tema que nos presenta el evangelio de hoy, San Agustín enseña que: «El Señor… nos declara la diferencia que hay entre los bienes que debemos buscar y los bienes que necesitamos consumir en la siguiente sentencia: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura”. El Reino de Dios, en consecuencia, y su justicia son nuestros verdaderos bienes, los cuales debemos nosotros buscar y poner en ellos el fin por el cual debemos hacer todo aquello que hacemos. Mas como nosotros luchamos en esta vida para poder arribar a aquel Reino y esas cosas son indispensables para vivir, el Señor dijo: “Todas estas cosas se os darán por añadidura, pero vosotros buscad primero el Reino de Dios y su justicia”».
Desde esta reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).
A los hombres nos corresponde una tarea primordial: Buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Ibíd. 6, 33). En esto debemos emplear todas nuestras fuerzas, porque ese Reino es como un tesoro escondido en un campo, la perla más valiosa, de que nos habla el Evangelio; y para obtenerlo, debemos hacer todo lo posible, hasta venderlo todo (cf. Ibíd. 13, 44. 45), es decir, no tener otro afán en el corazón.
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida.