lunes, 21 de noviembre de 2011

XXXIV Semana Reflexiones al evangelio de cada día


XXXIV Semana
Lunes: La Presentación de la Santísima Virgen María
Lucas 21, 1-4
“Vio a una viuda pobre que echaba dos monedas”. El Señor observaba cómo los ricos echaban en cantidad. Acaso lo hacían con cierta ostentación, para que se viera lo mucho que echaban. Observa asimismo a una viuda pobre que se acerca para echar apenas «dos moneditas», una suma irrisoria en sí misma y más aún si se comparaba con lo mucho que echaban los ricos.
El Señor Jesús aprovecha la ocasión para dar una lección fundamental a sus discípulos. Pone a esta viuda pobre como modelo de generosidad: ella ha dado más que nadie, porque mientras los demás echaban de lo que les sobraba, “ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,43-44).
La lección es clara: lo que pesa en la ofrenda dada a Dios no es tanto la cantidad, sino la actitud con que se da. Aquella viuda, a diferencia de los que dan “de lo que les sobra”, muestra una enorme generosidad y confianza en Dios. Ella, por amor a Dios, se desprende incluso de lo que necesita, se desprende de todo lo que tiene para vivir. Su entrega no es un acto suicida, sino que manifiesta su enorme confianza en Dios, confianza de que a ella nada le faltará porque está en las manos de Dios. Sabe que Dios no se deja ganar en generosidad: Él es muchísimo más generoso con quien es generoso con Él. Dios, en cuyas manos se sabe, proveerá lo necesario para su subsistencia.
San Agustín dice que “Zaqueo fue un hombre de gran voluntad y su caridad fue grande. Dio la mitad de sus bienes en limosnas y se quedó con la otra mitad sólo para devolver lo que acaso había defraudado. Mucho dio y mucho sembró. Entonces aquella viuda que dio dos céntimos, ¿sembró poco? No, lo mismo que Zaqueo. Tenía menos dinero pero igual voluntad, y entregó sus dos moneditas con el mismo amor que Zaqueo la mitad de su patrimonio. Si miras lo que dieron, verás que entregan cantidades diversas; pero si miras de dónde lo sacan, verás que sale del mismo sitio lo que da la una que lo que entrega el otro”.
Martes
Lucas 21, 5-11
“No quedará piedra sobre piedra”. Esta dura e inesperada predicción la lanza el Señor en el contexto de su ya próxima Pascua. En efecto, “su hora”, el momento de su Pasión, Muerte y Resurrección, se hallaba ya cercano. No es de sorprender, pues, que el pensamiento del Señor estuviera puesto en las cosas que habían de venir.
San Ambrosio dice que “Era muy cierto que había de ser destruido el templo construido por los hombres; porque nada hay de lo hecho por los hombres que no sea destruido por la vejez, o derribado por la fuerza, o consumido por el fuego. Sin embargo, hay otro templo, a saber, la sinagoga, cuya obra antigua se destruyó al levantarse la Iglesia. También hay un templo en cada uno de nosotros, que se destruye cuando falta la fe y principalmente cuando alguno invoca en falso el nombre de Jesucristo, lo que violenta su conciencia”.
Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua. Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (CIgC 585).
Finalmente advierte el Señor a sus discípulos que antes de sobrevenir el fin del mundo sufrirán una fuerte persecución por causa de su Nombre. La perseverancia será decisiva en medio de las duras pruebas: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas». El hecho de ser cristianos nos exige la fe y la esperanza; pero, para que esta fe y esta esperanza puedan obtener su fruto, nos es necesaria la paciencia. Pues nosotros no buscamos la gloria presente, sino la futura... La esperanza y la paciencia son necesarias para llevar a buen término lo que hemos empezado, y para alcanzar lo que esperamos y creemos apoyados en la promesa divina.
Miércoles
Lucas 21, 12-19
“Todos los odiarán a ustedes por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá”. Ser cristiano o cristiana en el mundo de hoy no es cosa fácil. Quienes quieren ser de Cristo, quienes optan por tomar en serio sus enseñanzas y buscan instaurarlo todo en Él, experimentan inmediatamente la oposición, la burla, el desprecio, el rechazo o la persecución no sólo de los enemigos de Cristo, sino incluso de amigos y familiares.
La presión recibida por los cristianos para que se acomoden al estilo de vida mundana que “todos” llevan es fuerte y persistente, más aún cuando se busca ser coherente. Un cristiano así será perseguido, pues «es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas» (Sab 2,14-15).
San Cipriano: “Éste es el precepto de nuestro Señor y Maestro: El que persevere hasta el fin se salvará… Es necesario, hermanos muy queridos, tener paciencia y perseverar, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar esa misma verdad y libertad; porque el hecho de ser cristianos nos exige la fe y la esperanza; pero, para que esta fe y esta esperanza puedan obtener su fruto, nos es necesaria la paciencia. Pues nosotros no buscamos la gloria presente, sino la futura... La esperanza y la paciencia son necesarias para llevar a buen término lo que hemos empezado, y para alcanzar lo que esperamos y creemos apoyados en la promesa divina”.
Pero no olvidemos que no se perderá ni un solo cabello de nuestra cabeza en esta lucha por ser signo y transparencia de Jesús, en nuestro mundo en el que vivimos. “Con su paciencia compraremos (la salvación) de nuestras almas” (Lc 21, 12-19). Y Jesús dice también: “Esto se lo he dicho para que tengan paz en mí; en el mundo han de tener tribulación; pero confíen: yo he vencido al mundo” (Jn 15, 18-21).

Jueves
Lucas 21, 20-28
“Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo señalado por Dios”. Es la tercera vez que Jesús anuncia, con pena, la destrucción de Jerusalén: “serán días de venganza... habrá angustia tremenda, caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones: Jerusalén será pisoteada por los gentiles”.
Las imágenes, que hemos escuchado en el evangelio, se suceden una tras otra para describirnos la seriedad de los tiempos futuros: la mujer encinta, la angustia ante los fenómenos cósmicos, la muerte a manos de los invasores, la ciudad pisoteada.
Jesús al pronunciar el discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, nos invita a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. Ahora, en este tiempo, nosotros somos invitados a tener confianza en la victoria de Cristo Jesús: el Hijo del Hombre viene con poder y gloria. Viene a salvar. Debemos “alzar la cabeza y levantarnos", porque "se acerca nuestra liberación”.
Sea en el momento de nuestra muerte, que no es final, sino comienzo de una nueva manera de existir, mucho más plena. Sea en el momento del final de la historia, venga cuando. Más allá de los alarmismos que acompañan generalmente a las representaciones sobre el fin del mundo, se nos invita a anhelarlo y a descubrir en él las consecuencias positivas que producirá en nosotros. Debemos ver en todos esos acontecimientos que nuestra liberación está próxima.

Viernes
Lucas 21, 29-33
“Cuando vean que sucede esto, sepan que el Reino de Dios está cerca”. Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén ‘retenidos’ en las manos de Dios.
El Señor Jesús es Dios, es Señor de todo lo creado y permanece más allá de la inestabilidad de las cosas visibles, por ello afirma: “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Frente a la fugacidad de todo lo creado sólo permanecerán sus palabras, porque Cristo, que es la Palabra eterna del Padre, permanece para siempre. Como Cristo, tampoco ‘pasará’ o dejará de existir quien cree en Él y guarda fielmente su palabra. Éste nada tiene que temer cuando venga el fin del mundo, pues su nombre está inscrito en el Libro de la Vida.
¿Cuándo será el fin del mundo? Siempre han mentido y mienten o desvarían aquellos que anuncian el fin del mundo “para tal día”. Jamás podrán ser dignos de crédito. Es al Señor a quien nosotros escuchamos y creemos. Él ha dicho que «el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.
¿Y por qué Dios no ha querido revelar cuándo será aquél momento? Si tenemos la certeza de que aquél día llegará, pero también la absoluta incertidumbre del momento preciso, ¿no será lo sensato vivir en un estado de continua vigilancia, un estar preparados en todo momento y no adormecerse nunca?

Sábado
Lucas 21, 34-36
“Velen para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder”. Ultima recomendación de Jesús en su "discurso escatológico", último consejo del año litúrgico, que enlazará con los primeros del Adviento: “estén siempre despiertos”.
Lo contrario del estar despiertos es que se “nos embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero”. Y el medio, para mantener en tensión nuestra espera es la oración: “pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir”.
Estar de pie, ante Cristo, es estar en vela y en actitud de oración, mientras caminamos por este mundo y vamos realizando las mil tareas que nos encomienda la vida. No importa si la venida gloriosa de Jesús está próxima o no: para cada uno está siempre próxima, tanto pensando en nuestra muerte como en su venida diaria a nuestra existencia, en los sacramentos, en la Eucaristía, en la persona del prójimo, en los pequeños o grandes hechos de la vida.
Insiste el Señor en la necesidad de la vigilancia aún cuando la espera se alargue. Él viene inexorablemente: «estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre». Su venida será inesperada, como inesperada es la venida de un ladrón en la noche.
Y San Gregorio dice que “…aun cuando todo lo hagamos así, falta todavía que pongamos toda nuestra esperanza en la venida de nuestro Redentor. Por esto añade: ‘Y sean ustedes semejantes a los hombres que esperan a su Señor cuando vuelva de las bodas’”.