sábado, 17 de diciembre de 2011

IV Domingo de Adviento/B Sobre la segunda lectura


III DOMINGO/B (Rom 16, 25-27)
Ya estamos llegando a la Navidad. El hecho más relevante de la historia de la humanidad, después de la resurrección de Jesús, es, sin duda, su Nacimiento: misterio grande de nuestra fe cristiana: la Encarnación de Dios, es decir, Dios hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen María. El Hijo Eterno igual al Padre, consustancial a Él, es enviado para hacer su morada entre nosotros.
La Encarnación del Verbo y la redención del hombre están estrechamente relacionadas con la Anunciación, cuando Dios le reveló a María su proyecto y encontró en ella, un corazón totalmente disponible a la acción de su amor.
Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se hace niño; nos habla de la venida de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde los comienzos, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Así, el misterio de la encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí dentro del único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y de cada uno.
En Jesús se nos ha revelado el misterio oculto durante siglos. Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él. Así, pues, Dios no sólo “nos ha hablado por medio del Hijo... en los últimos tiempos” (Cfr. Heb 1, 1-2), sino que a este Hijo lo ha entregado por nosotros, en un acto inconcebible de amor, mandándolo al mundo, para que el mundo se salve por Él.
Con el misterio de la encarnación Jesús, el misterio de Dios, se nos revela plenamente. En Jesús realmente Dios se hace un Dios cercano, Él es el Dios-con-nosotros. Jesús nos has revelado su misterio y nos has mostrado su rostro. En su Hijo, el Padre se nos ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al que podemos conocer y amar.
“Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef., 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef., 2, 18; 1 Pe, 1, 4); y les habla a los hombres como amigos (cf. Ex, 33, 11; Jn., 15, 14-15) y trata con ellos (cf. Bar., 3, 38), para invitarlos y recibirlos a la comunión con Él (DV 2). Ciertamente que, “si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios. En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios” (Contra las herejías 4, 13).
Dios ha mandado a su Hijo unigénito al mundo para que tuviéramos vida por Él”; “no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que Él nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” Por ello, acogiendo a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su resurrección, “hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en Él” (Cfr. 1 Jn 4, 8-16).
En Jesús se nos ha revelado el misterio oculto durante siglos. “El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación... ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!” (RH 9.10). Dios se ha hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros. Dios no está lejano: está cerca, más aún, es el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros. No es un desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.
De la mano de María y José, que esperan el nacimiento de Jesús, aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos para acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros, Palabra de amor de Dios para la humanidad de todos los tiempos.