lunes, 11 de abril de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Quinta semana de Cuaresma


Quinta semana
Lunes
Jn 8, 1-11
Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra. Jesús es novedad de vida para el que le abre el corazón y, reconociendo su pecado, acoge su misericordia, que salva. En esta página evangélica, el Señor ofrece su don de amor a la adúltera, a la que ha perdonado y devuelto su plena dignidad humana y espiritual. Lo ofrece también a sus acusadores, pero su corazón permanece cerrado e impermeable.
Aquí el Señor nos invita a meditar en la paradoja que supone rechazar su amor misericordioso. Es como si ya comenzara el proceso contra Jesús, que reviviremos dentro de pocos días en los acontecimientos de la Pasión: ese proceso desembocará en su injusta condena a muerte en la cruz. Por una parte, el amor redentor de Cristo, ofrecido gratuitamente a todos; por otra, la cerrazón de quien, impulsado por la envidia, busca una razón para matarlo. Acusado incluso de ir contra la ley, Jesús es ‘puesto a prueba’: si absuelve a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, se dirá que ha transgredido los preceptos de Moisés; si la condena, se dirá que ha sido incoherente con el mensaje de misericordia dirigido a los pecadores.
Pero Jesús no cae en la trampa. Con su silencio, invita a cada uno a reflexionar en sí mismo. Por un lado, invita a la mujer a reconocer la culpa cometida; por otro, invita a sus acusadores a no substraerse al examen de conciencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8, 7).
“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Esta respuesta autorizada, a la vez que nos recuerda que el juicio pertenece sólo al Señor, nos revela la verdadera intención de la misericordia divina, que deja abierta la posibilidad del arrepentimiento, y muestra un gran respeto a la dignidad de la persona, que ni siquiera el pecado quita: “Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11). Las palabras conclusivas del episodio indican que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta del mal cometido y viva.
Martes
Jn 1, 28-30
Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo soy. En la expresión “YO SOY”, que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo hablando a Moisés (cf. Ex 3, 14).
El “YO SOY” de Cristo indica la Preexistencia divina del Verbo-Hijo, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”. “YO SOY” significa pues, también “Yo estoy con vosotros” (cf. Mt 28, 20). “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), “...a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). En este sentido el Hijo del hombre “es verdadero Dios: Hijo de la misma naturaleza del Padre, que ha querido estar “con nosotros” para salvarnos.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. “YO SOY” como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), se presentó también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo, y de modo preeminente en su pasión, muerte y resurrección y ascensión.
Miércoles (Jn 8, 31-42)
Si el Hijo les da la libertad, serán realmente libres. “Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad...” (n. 12).
“Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: “ustedes, que eran esclavos del pecado, han obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fueron entregados, y liberados del pecado, se han hecho esclavos de la justicia” (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: “Pues ustedes no han recibido un espíritu de esclavos...” (Rm8, 15), exhorta el Apóstol.
En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a “la esclavitud del pecado” (cf Rm 6, 17).
Por tanto, los diez mandamientos son la ley de la libertad: no una libertad para seguir nuestras ciegas pasiones, sino una libertad para amar, para elegir lo que conviene en cada situación, incluso cuando hacerlo es costoso.
Jueves (Jn 8, 51-59)
Su padre Abraham se regocijaba con el pensamiento de verme. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8, 51), respondió: “Su padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró” (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador.
Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo. Es consciente de que el Mesías será uno de sus descendientes y describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente, esa figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su autoridad, cuando, en el salmo 110, llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt 22, 45; y paralelos).
Así, pues, Cristo está presente, de modo particular, en la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza. Esta historia se caracteriza específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida que esta orientación se iba delineando, Cristo revelaba progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado, permitiendo vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53, 8).
La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

Viernes
Jn 10,31-42
Intentaron apoderarse de Él, pero se les escapó de las manos. La escena tiene lugar cuando Jesús se paseaba en el templo, por el llamado pórtico de Salomón. En este escenario, un día de la fiesta de la Dedicación, los fariseos, lo rodean, lo estrechan así en un círculo para forzarle a una respuesta.
El problema de los fariseos es que éstos nunca lo aceptaron como hijo de Dios; pero Jesús pese a todo les habla de la intimidad que tiene con su Padre: El que me ha visto a mí (como Hijo), ha visto al Padre. El Padre, que mora en mí, hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí; al menos, creedlo por las obras.
Jesús volvió a ir al otro lado del Jordán, Y en ese lugar muchos creyeron en él. Y queriendo apoderarse de Él, se salió de sus manos. No había llegado su hora. El mismo logró evadir aquello, porque una vez más, la grandeza de Jesús, se impone.
Antes de la hora elegida por el designio divino, los enemigos de Jesús no pueden apoderarse de Él. Muchas veces intentaron detenerlo o asesinarlo, pero todo sería en su Hora. Más que la hora de sus enemigos, la hora de la pasión es, pues, la hora de Cristo, la hora del cumplimiento de su misión.
Hoy día, nos encontramos también con muchos enemigos de Jesús, y al no tener argumentos que oponer, persiguen sus enseñanzas. Así es como día a día, la Iglesia recibe ataques. Esto, lejos de separarnos de Dios, debe unirnos aún más a El. En la adversidad, es cuando se demuestra si actuamos por amor a Dios.

Sábado
Jn 11, 45-56
Jesús debía morir para congregar a los hijos de Dios, que estaban dispersos. El Evangelio de san Juan, ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: “Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que “derribando el muro que los separaba por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad”, de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).
La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente.
¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido “inmersos” en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división “contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratrio, sobre el ecumenismo, 1).
Jesús mismo antes de su Pasión rogó para « que todos sean uno » (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra.