miércoles, 16 de marzo de 2011

CAPÍTULO PRIMERO: ¿Qué es el pecado?. De mi libro "Creo en el erdón de los pecados".


CAPÍTULO PRIMERO
¿Qué es el pecado?



La página del libro del Génesis (cf. Gn 3, 1-7) indica bien qué es el pecado y las consecuencias que produce en la vida del hombre. Nuestros antepasados cedieron a las lisonjas del tentador, interrumpiendo bruscamente el diálogo de confianza y de amor que tenían con Dios. El mal, el sufrimiento y la muerte entran así en el mundo, y habrá que esperar al Salvador prometido para restablecer, de modo incluso más admirable, el plan originario del Creador (cf. Gn 3, 8-24).
Juan Pablo II, Audiencia general, 27 de agosto de 198, hablando del mal en el hombre y en el mundo y el plan divino de salvación, enseña que “Según la Revelación, el pecado es el mal principal y fundamental porque en él está contenido el rechazo de la voluntad de Dios, de la verdad y de la Santidad de Dios, de su paterna bondad, como se ha revelado ya en la obra de la creación y sobre todo en la creación de los seres racionales y libres, hechos ‘a imagen y semejanza’ del Creador. Precisamente esta ‘imagen y semejanza’ es usada contra Dios, cuando el ser racional con la propia libre voluntad rechaza la finalidad del ser y del vivir que Dios ha establecido para la criatura. En el pecado está, por tanto, contenida una deformación particularmente profunda del bien creado, especialmente en un ser, que, como el hombre, es imagen y semejanza de Dios.
El misterio de la redención está, en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre. Por eso, al explicar con una catequesis sistemática los artículos de los Símbolos (credos) que hablan de Jesucristo, en el cual y por el cual Dios ha obrado la salvación, debemos afrontar, ante todo, el tema del pecado, esa realidad oscura difundida en el mundo creado por Dios, la cual constituye la raíz de todo el mal que hay en el hombre y, se puede decir, en la creación. Sólo por este camino es posible comprender plenamente el significado del hecho de que, según la Revelación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre ‘por nosotros los hombres’ y ‘por nuestra salvación’.
La historia de la salvación presupone ‘de facto’ la existencia del pecado en la historia de la humanidad, creada por Dios. La salvación, de la que habla la divina Revelación, es ante todo la liberación de ese mal que es el pecado. Es esta una verdad central en la soteriología cristiana: ‘propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis’.
Y aquí debemos observar que, en consideración de la centralidad de la verdad sobre la salvación en toda la Revelación divina y, con otras palabras, en consideración de la centralidad del misterio de la redención, también la verdad sobre el pecado forma parte del núcleo central de la fe cristiana. Sí, pecado y redención son términos correlativos en la historia de la salvación. Es necesario, por tanto, reflexionar ante todo sobre la verdad del pecado para poder dar un sentido justo a la verdad de la redención operada por Jesucristo, que profesamos en el Credo.
El pecado, pues, es en sí mismo, un misterio de iniquidad, cuyo comienzo en la historia, y también su desarrollo sucesivo, no se pueden comprender totalmente sin referencia al misterio de Dios-Creador, y en particular del Creador de los seres que están hechos a imagen y semejanza suya. El Vaticano II dice que el misterio del mal y del pecado, el ‘mysterium iniquitatis’, no puede comprenderse sin referencia al misterio de la redención, al ‘mysterium paschale’ de Jesucristo.



1. El pecado
El pecado es descrito en la Biblia como la trasgresión a la ley de Dios (1 Juan 3:4) y rebelión contra Dios (Deuteronomio 9:7; Josué 1:18). Por su parte el Catecismo de la Iglesia Católica enseña en el 1849, que “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como "una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna" (S. Agustín, Faust. 22,27; S. Tomás de Aquino, s.th., 1-2, 71,6)”.
Por consiguiente, “El pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí’ (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse "como dioses", pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (S. Agustín, civ. 1, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,6-9) .”
Entender el pecado es comprender nuestra conducta humana, y su relación con Dios; una conducta que puede contravenir a su voluntad y a sus mandamientos. En nuestra sociedad actual se tiende a ver todo como algo relativo, y que nuestros actos no tienen consecuencias. El primer efecto es una grave (muy grave) constancia en la ofensa a Dios, y ha sido tan difundido este efecto, que actualmente nuestra sociedad humana comienza a plagarse de problemas como la deshonestidad, la mentira, la deslealtad y en casos muy graves, la perversión misma comienza a verse como algo ‘normal’.
Y es que el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’ (S. Agustín, Faust. 22, 27; S. Tomás de A., s. th., 1-2, 71, 6).
En efecto, el pecado no es sólo cuestión de infringir la ley: sin duda lo es, pero es mucho, mucho más. En primer lugar es un crimen contra el amor. Comprender qué es el pecado es importante porque nos puede hacer comprender mejor nuestra relación con Dios y los efectos de nuestras acciones. Ser católicos cabales significa comprender lo bueno y malo de nuestros actos. Los católicos debemos saber en qué creemos y por qué lo creemos. Este Capítulo y los demás que integran esta obra, buscan dar una perspectiva clara de qué es el pecado y por qué hay que evitarlo.

a) Las causas internas son las heridas que el pecado original dejó en la naturaleza humana:
1) la herida en el entendimiento: la ignorancia que nos hace desconocer la ley moral y su importancia;
2) la herida en el apetito concupiscible: la concupiscencia o rebelión de nuestra parte más baja, la carne, contra el espíritu;
3) la herida en el apetito irascible: la debilidad o dificultad en alcanzar el bien arduo, que sucumbe ante la fuerza de la tentación y es aumentada por los malos hábitos;
4) la herida en la voluntad: la malicia que busca intencionadamente el pecado, o se deja llevar por él sin oponer resistencia.

b) Las causas externas son:
1) el demonio, cuyo oficio propio es tentar o atraer a los hombres al mal induciéndolos a pecar. "Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros en busca de presa que devorar" (I Pe. 5, 8; cfr. también Sant. 4, 7);
2) las criaturas que, por el desorden que dejó en el alma el pecado original, en vez de conducirnos a Dios en ocasiones nos alejan de El. Pueden ser causa del pecado ya sea como ocasión de escándalo (ver 7.3.3.d), bien cooperando al mal del prójimo (ver 7.3.3.e).

c) El doble elemento de todo pecado
1) El alejamiento de Dios: Es su elemento formal y, propiamente hablando, no se da sino en el pecado mortal, que es el único en el que se realiza en toda su integridad la noción de pecado. Al transgredir el precepto divino, el pecador percibe que se separa de Dios y, sin embargo, realiza la acción pecaminosa. No importa que no tenga la intención directa de ofender a Dios, pues basta que el pecador se de cuenta de que su acción es incompatible con la amistad divina y, a pesar de ello, la realice voluntariamente, incluso con pena y disgusto de ofender a Dios.
2) La conversión a las criaturas: Como se deduce de lo ya dicho, en todo pecado hay también el goce ilícito de un ser creado, contra la ley o mandato de Dios. Casi siempre es esto precisamente lo que busca el hombre al pecar, más que pretender directamente ofender a Dios: deslumbrado por la momentánea felicidad que le ofrece el pecado, lo toma como un verdadero bien, como algo que le conviene, sin admitir que se trata sólo de un bien aparente que, apenas gustado, dejar en su alma la amargura del remordimiento y de la decepción.


2. El pecado es un mal
El mal más profundo, más destructor, más nefasto, más dañino que pueda afectar a un ser humano es el pecado. No resulta fácil descubrir esta verdad en el mundo moderno. Si no tenemos una idea clara de quién es Dios; si no comprendemos la vocación profunda del hombre al amor; si no sentimos lo hermoso que es vivir como amigos de Cristo; si no aceptamos que somos seres espirituales y que nuestro destino eterno es el cielo... entonces el pecado no resulta un mal: simplemente no existe.
Existirán, ciertamente, otros males: enfermedades, accidentes, injusticias, crímenes, traiciones, engaños, robos, fraudes, violaciones, guerras... Males terribles, males desastrosos, males dramáticos. Algunos, incluso, males “culpables”. Pero ninguno de ellos sería pecado, y cualquiera de ellos sería más serio, más grave, más “mal” que el pecado.
Si no creemos que existe el pecado, entonces empezamos a hablar, al menos, de errores, de fallos, de deslices, de incoherencias, de injusticias. Reconocemos que algo no estuvo bien, aceptamos que existen miserias entre los hombres, llegamos a declararnos culpables ante la propia conciencia o ante la sociedad. Pero nada de lo anterior llega a las profundidades terribles de lo que significa un pecado.
Porque el pecado, en su radicalidad, implica algo sumamente grave: una ofensa a Dios que, al mismo tiempo, destruye lo más hermoso que existe en el corazón del hombre, y que por eso provoca daños incalculables en la sociedad y en el mismo universo.
En cambio, cuando aceptamos que somos creaturas de Dios, que estamos orientados constitutivamente al amor, que tenemos nuestra meta definitiva en la Patria celeste... entonces sí que podemos reconocer todo el terrible drama que se produce en cada pecado. Y podemos calificar a tantos males absurdos (guerras, odios, violencias) con la palabra que mejor los etiqueta: son pecados contra Dios y contra el hombre.
Por el pecado se hunde el hombre en una situación de suyo sin salida, sin fundamento para la esperanza. Rota la alianza con Dios, el hombre queda abandonado a sí mismo y a los acontecimientos naturales. La imagen del polvo (v. 19) expresa la inconsistencia del hombre apartado de Dios. El hombre ha encontrado la muerte; éste es el salario del pecado (Rm 6, 23; 7, 11). Así, por el pecado queda el hombre despojado de toda esperanza, aun de la esperanza de vivir gozosa y plenamente para siempre; sin Dios, el hombre queda también sin futuro, abandonado al proceso de suyo natural de la muerte.
Hay que tener en cuenta que el pecado no consiste en una prohibición. El pecado es un mal y, por eso, está prohibido, y no al revés. ‘el pecado’ es un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el Padre en el Hijo. Así, pues, ‘el mundo’ (contemporáneo), y ‘el príncipe de este mundo’ trabaja muchísimo para ofuscar y aniquilar en el hombre este aspecto.
Por el pecado, el hombre queda fuera del Paraíso, se produce la escisión entre lo sagrado y lo profano, entre el lugar donde mora Dios y el lugar donde el hombre hace su historia. Así el hombre vive fuera del Paraíso y fuera del templo. “Echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y la espada llameante que se agitaba para cerrar el camino del árbol de la vida” (Gn, 3-24).
En realidad, como hemos citado anteriormente, “Según la Revelación, el pecado es el mal principal y fundamental porque en él está contenido el rechazo de la voluntad de Dios, de la verdad y de la Santidad de Dios, de su paterna bondad, como se ha revelado ya en la obra de la creación y sobre todo en la creación de los seres racionales y libres, hechos "a imagen y semejanza" del Creador. Precisamente esta ‘imagen y semejanza’ es usada contra Dios, cuando el ser racional con la propia libre voluntad rechaza la finalidad del ser y del vivir que Dios ha establecido para la criatura. En el pecado está, por tanto, contenida una deformación particularmente profunda del bien creado, especialmente en un ser, que, como el hombre, es imagen y semejanza de Dios” .
El hombre ha entrado por el pecado en una situación de la que no puede salir por sí mismo, sin la acción salvadora de Dios. El pecado, en efecto, introduce el drama: “Por eso toda la vida humana, individual o colectiva, se nos presenta como una lucha, por añadidura dramática, entre el mal y el bien, entre las tinieblas y la luz. Más aún, el hombre se encuentra incapacitado para resistir eficazmente por sí mismo a los ataques del mal, hasta sentirse como aherrojado con cadenas. Y el pecado, ciertamente, empequeñece al hombre, alejándole de la consecución de su propia plenitud” (GS 13).
A causa del pecado, actualmente se encuentra violentada:“La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación
entera está gimiendo toda ella con dolores de parto” (Rm 8, 19-22). Así pues, el mundo acusa también el impacto del pecado, como dice el salmista: “Él cambia los ríos en desierto, y en sequedad los manantiales, la tierra fértil en salinas, por la malicia de sus habitantes” (Sal 106.107, 33-34).
En cambio, la perfección moral consiste en la exclusión de todo pecado y en la absoluta afirmación del bien moral. Para los hombres, para las criaturas racionales, esta afirmación se traduce en la conformidad de la voluntad con la ley moral. Dios es santo en Sí mismo, es la santidad sustancial, porque su voluntad se identifica con la ley moral. Esta ley existe en Dios mismo como en su eterna Fuente y, por eso, se llama ley Eterna (Lex Aeterna) (Cf. Summa Theol. I-II q. 93, a. 1) .
Dios es la santidad porque es amor (1 Jn 4, 16). Mediante el amor está separado absolutamente del mal moral, del pecado, y está esencial, absoluta y trascendentalmente identificado con el bien moral en su fuente, que es Él mismo. En efecto, amor significa precisamente esto: querer el bien, adherirse al bien. De esta eterna voluntad de Bien brota la infinita bondad de Dios respecto a las criaturas y, en particular, respecto al hombre. Del amor nace su clemencia, su disponibilidad a dar y a perdonar, la cual ha encontrado, entre otras cosas, una expresión magnífica en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo, que refiere Lucas (Cf. Lc 15, 11-32). El amor se expresa en la Providencia, con la cual Dios continúa y sostiene la obra de la creación .

3. El pecado original
Juan Pablo II, audiencia general, 24 de septiembre de 1986, en su catequesis sobre ‘Las enseñanzas de la Iglesia sobre el pecado original’, enseña, según la descripción contenida en Gén 3: «…vemos que el hombre, tentado por el Maligno (“el día que de él coman... serán como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5), “abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” (GS 13). Entonces "se les abrieron los ojos", de ambos (es decir del hombre y de la mujer) “,...y vieron que estaban desnudos” (Gén 3, 7). Y cuando el Señor “llamó al hombre, diciendo: ‘¿Dónde estás?’, Éste contestó: ‘Temeroso porque estaba desnudo, me escondí’” (Gén 3, 9-10). Una respuesta muy significativa.
El hombre que anteriormente (en estado de justicia original), se entretenía amistosa y confiadamente con el Creador en toda la verdad de su ser espiritual-corpóreo, creado a imagen de Dios, ha perdido ahora el fundamento de aquella amistad y alianza. Ha perdido la gracia de la participación en la vida de Dios: el bien de pertenecer a Él en la santidad de la relación original de subordinación y filiación. El pecado, por el contrario, hizo sentir inmediatamente su presencia en la existencia y en todo el comportamiento del hombre y de la mujer: vergüenza de la propia transgresión y de la condición consecuente de pecadores y, por tanto, miedo a Dios. Revelación y análisis psicológico se asocian en esta página bíblica para expresar el ‘estado’ del hombre tras la caída.
De los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento surge otra verdad: algo así como una ‘"invasión’ del pecado en la historia de la humanidad. El pecado se ha convertido en el destino común del hombre, en su herencia ‘desde el vientre materno’. ‘Pecador me concibió mi madre’, exclama el Salmista en un momento de angustia existencial, en el que se unen el arrepentimiento y la invocación de la misericordia divina (Sal 50.51).
Por su parte, San Pablo, que se refiere con frecuencia a esa misma angustiosa experiencia, formula teóricamente esta verdad en la Carta a los Romanos: “Todos nos hallamos bajo el pecado” (Rom 3, 9). “Que toda boca se cierre y que todo el mundo se confiese reo ante Dios” (Rom 3, 19). “Éramos por naturaleza hijos de la ira” (Ef 2, 3).
En todos estos textos se trata de alusiones a la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin la ayuda de la gracia, comentan los biblistas; a la naturaleza tal como se ha visto reducida por el pecado de los primeros padres, y, por consiguiente, a la condición de todos sus descendientes y herederos.
Los textos bíblicos sobre la universalidad y sobre el carácter hereditario del pecado, casi ‘congénito’ a la naturaleza en el estado en el que todos los hombres la reciben en la misma concepción por parte de los padres, nos introduce en el examen más directo de la doctrina católica sobre el pecado original.
Se trata de una verdad transmitida implícitamente en las enseñanzas de la Iglesia desde el principio y convertida en declaración formal del Magisterio en el Sínodo XV de Cartago el año 418 y en el Sínodo de Orange del año 529, principalmente contra los errores de Pelagio (cf. DS 222-223; 371-372). Posteriormente, en el período de la Reforma dicha verdad fue formulada solemnemente por el Concilio de Trento en 1546 (cf. DS 1510-1516). El Decreto tridentino sobre el pecado original expresa esta verdad en la forma precisa en que es objeto de la fe y de la doctrina de la Iglesia. Podemos, pues, referirnos a este Decreto para deducir los contenidos esenciales del dogma católico sobre este punto.
Nuestros primeros padres, en el paraíso terrenal pecaron gravemente, transgrediendo el mandato divino. Debido a su pecado perdieron la gracia santificante; perdieron, por tanto, además la santidad y la justicia en las que habían sido ‘constituidos’ desde el principio, atrayendo sobre sí la ira de Dios. Consecuencia de este pecado fue la muerte como nosotros la experimentamos.
Hay que recordar aquí las palabras del Señor en Gén 2, 17: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Como consecuencia del pecado, Satanás logró extender su ‘dominio’ sobre el hombre. El Decreto tridentino habla de “esclavitud bajo el dominio de aquel que tiene el poder de la muerte” (cf. DS 1511). Así, pues, la situación bajo el dominio de Satanás se describe como ‘esclavitud’.
El Decreto tridentino, se refiere al “pecado de Adán” en cuanto pecado propio y personal de los primeros padres, pero no olvida describir las consecuencias nefastas que tuvo ese pecado en la historia del hombre.
La cultura moderna manifiesta serias reservas sobre todo frente al pecado original en este segundo sentido. No logra admitir la idea de un pecado hereditario, es decir, vinculado a la decisión de uno que es ‘cabeza de una estirpe’ y no con la del sujeto interesado. Considera que una concepción así contrasta con la visión personalista del hombre y con las exigencias que se derivan del pleno respeto a su subjetividad.
Y sin embargo la enseñanza de la Iglesia sobre el pecado original puede manifestarse sumamente preciosa también para el hombre actual, el cual, tras rechazar el dato de la fe en esta materia, no logra explicarse los subterfugios misteriosos y angustiosos del mal, que experimenta diariamente, y acaba oscilando entre un optimismo expeditivo e irresponsable y un radical y desesperado pesimismo».
Juan Pablo II, Audiencia general 1 de octubre de 1986, en la catequesis sobre, ‘Las enseñanzas de la Iglesia sobre el pecado original. Las consecuencias que el pecado ha tenido para la humanidad, haciendo referencia al Concilio de Trento, que formuló la fe de la Iglesia sobre el pecado original en un texto solemne, afirma que, «El pecado de Adán ha pasado a todos sus descendientes, es decir, a todos los hombres en cuanto provenientes de los primeros padres y sus herederos en la naturaleza humana, ya privada de la amistad con Dios.
El Decreto tridentino (cf. DS 1512) lo afirma explícitamente: el pecado de Adán procuró daño no sólo a él, sino a toda su descendencia. La santidad y la justicia originales, fruto de la gracia santificante, no las perdió Adán sólo para sí, sino también ‘para nosotros’ (‘nobis etiam’).
Por ello transmitió a todo el género humano no sólo la muerte corporal y otras penas (consecuencias del pecado), sino también el pecado mismo como muerte del alma (‘peccatum, quod mors est animae’).
El Decreto tridentino afirma que el pecado de Adán pasa a todos los descendientes, a causa de su origen de él, y no sólo por el mal ejemplo. El Decreto afirma: “Este pecado de Adán que es uno solo por su origen y transmitido por propagación y no por imitación, está en cada uno como propio” (DS 1513).
Así, pues, el pecado original se transmite por generación natural. Esta convicción de la Iglesia se indica también en la práctica del bautismo de los recién nacidos, a la cual se remite el Decreto conciliar. Los recién nacidos, incapaces de cometer un pecado personal, reciben sin embargo, de acuerdo con la Tradición secular de la Iglesia, el bautismo poco después del nacimiento en remisión de los pecados. El Decreto dice: “Se bautizan verdaderamente para la remisión de los pecados, a fin de que se purifiquen en la regeneración del pecado contraído en la generación” (DS 1514).
Por consiguiente, debemos considerar el pecado original en constante referencia con el misterio de la redención realizada por Jesucristo, Hijo de Dios, el cual “por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se hizo hombre”. Este artículo del Símbolo sobre la finalidad salvífica de la Encarnación se refiere principal y fundamentalmente al pecado original. También el Decreto del Concilio de Trento esta enteramente compuesto en referencia a esta finalidad, introduciéndose así en la enseñanza de toda la Tradición, que tiene su punto de arranque en la Sagrada Escritura, y antes que nada en el llamado ‘protoevangelio’, esto es, en la promesa de un futuro vencedor de Satanás y liberador del hombre, ya vislumbrada en el libro del Génesis (Gen 3, 15) y después en tantos otros textos, hasta la expresión más plena de esta verdad que nos da San Pablo: Adán es “figura del que había de venir” (Rom 5, 14). “Pues si por la transgresión de uno mueren muchos, cuánto más la gracia de Dios y el don gratuito (conferido) por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, ha abundado en beneficio de muchos” (Rom 5, 15).
“Pues como, por la desobediencia de un solo hombre, muchos se constituyeron en pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos se constituirán en justos” (Rom 5, 19). Por consiguiente, como por la transgresión de uno solo llegó la condenación a todos, así también por la justicia de uno solo llega a todos la justificación de la vida” (Rom 5, 18)».

4. Pecado personal
El pecado personal se distingue del pecado original con el que todos nacemos y que hemos contraído por la desobediencia de Adán. El pecado original infiere personalmente en cada uno, aunque no haya sido cometido personalmente. Es como una enfermedad heredada, que se cura por el Bautismo (al menos, por su deseo implícito), pero permaneciendo una debilidad que facilita caer en nuevos pecados personales.
El pecado actual o personal, pero siempre en referencia al primer pecado, que dejó sus secuelas en los descendientes de Adán, y que por eso se llama pecado original. Como consecuencia del pecado original los hombres nacen en un estado de fragilidad moral hereditaria y fácilmente toman el camino de los pecados personales si no corresponden a la gracia que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de la redención obrada por Cristo.
Lo hace notar el Concilio Vaticano II cuando escribe, entre otras cosas: “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente” (GS 13). En este contexto de tensiones y de conflictos unidos a la condición de la naturaleza humana caída, se sitúa cualquier reflexión sobre el pecado personal.
Así, pues, el pecado personal es un “acto, palabra o deseo contrario a la ley eterna” . Esto significa que el pecado es un acto humano, puesto que requiere el concurso de la libertad , y se expresa en actos externos, palabras o actos internos. Además, este acto humano es malo, es decir, se opone a la ley eterna de Dios, que es la primera y suprema regla moral, fundamento de las demás. De modo más general, se puede decir que el pecado es cualquier acto humano opuesto a la norma moral, esto es, a la recta razón iluminada por al fe.
Se trata, por tanto, de una toma de posición negativa con respecto a Dios y, en contraste, un amor desordenado a nosotros mismos. Por eso, también se dice que el pecado es esencialmente ‘aversio a Deo et conversio ad creaturas’. La ‘aversio’ no representa necesariamente un odio explícito o aversión, sino el alejamiento de Dios, consiguiente a la anteposición de un bien aparente o finito al bien supremo del hombre (conversio). San Agustín lo describe como “el amor de sí que llega hasta el desprecio de Dios” . “Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cfr. Flp 2, 6-9)” . El pecado es el único mal en sentido pleno. Los demás males (p. e. una enfermedad) en sí mismos no apartan de Dios, aunque ciertamente son privación de algún bien.
Juan Pablo II, Audiencia general, 29 de octubre de 1986, en las catequesis de los miércoles, sobre el pecado original, cuando habla de “Pecado: ruptura de la Alianza con Dios”, dice que «…el pecado ‘actual’, perteneciente a la vida de todo hombre, se hace plenamente comprensible en referencia al pecado del primer hombre. Y no sólo porque lo que el Concilio de Trento llama ‘inclinación al pecado’ (fomes peccati), consecuencia del pecado original, es en el hombre la base y la fuente de los pecados personales. Sino también porque ese ‘primer pecado’ de los primeros padres queda en cierta medida como el ‘modelo’ de todo pecado cometido por el hombre personalmente. El ‘primer pecado’ era en sí mismo también un pecado personal: por ello los distintos elementos de su ‘estructura’ se hallan de algún modo en cualquier otro pecado del hombre.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio... abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” (GS 13). Con estas palabras el Concilio trata del pecado de los primeros padres cometido en el estado de justicia original. Pero también en todo pecado cometido por cualquier otro hombre a lo largo de la historia, en el estado de fragilidad moral hereditaria, se reflejan esos mismos elementos esenciales. Efectivamente, en todo pecado entendido como acto personal del hombre, está contenido un particular “abuso de la libertad”, es decir, un mal uso de la libertad, de la libre voluntad. El hombre, como ser creado, abusa de la libertad de su voluntad cuando la utiliza contra la voluntad del propio Creador, cuando en su conducta “se levanta contra Dios”, cuando trata de “alcanzar su propio fin al margen de Dios”.
En todo pecado del hombre se repiten los elementos esenciales, que desde el principio constituyen el mal moral del pecado a la luz de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. Se presentan en un grado de intensidad diverso del primer pecado, cometido en el estado de justicia original. Los pecados personales, cometidos después del pecado original, están condicionados por el estado de inclinación hereditaria al mal (‘fomes peccati’), en cierto sentido ya desde el punto de arranque. Sin embargo, dicha situación de debilidad hereditaria no suprime la libertad del hombre, y por ello en todo pecado actual o personal está contenido un verdadero abuso de la libertad contra la voluntad de Dios. El grado de este abuso, como se sabe, puede variar, y de ello depende también el diverso grado de culpa del que peca. En este sentido hay que aplicar una medida diversa para los pecados actuales, cuando se trata de valorar el grado del mal cometido en ellos. De aquí proviene así mismo la diferencia entre el pecado ‘grave’ y el pecado ‘venial’. Si el pecado grave es al mismo tiempo ‘mortal’, es porque causa la pérdida de la gracia santificante en quien lo comete.
El pecado como ‘desobediencia’ a la ley se manifiesta mejor en su característica de ‘desobediencia’ personal hacia Dios: hacia Dios como Legislador, que es al mismo tiempo Padre que ama. Este mensaje expresado ya profundamente en el Antiguo Testamento (cf. Os 11, 1-7), hallará su enunciación más plena en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 18-19, 21). En todo caso la desobediencia a Dios, es decir, la oposición a su voluntad creadora y salvífica, que encierra el deseo del hombre de ‘alcanzar su propio fin al margen de Dios’ (GS 13), es “un abuso de la libertad” (GS 13.)».
El Siervo de Dios, en esta misma catequesis que hemos presentado, hablando sobre el pecado contra el Espíritu Santo, dice: «Cuando Jesucristo, la vigilia de su pasión, habla del ‘pecado’ sobre el que el Espíritu Santo debe ‘amonestar al mundo’, explica la esencia de este pecado con las palabras: ‘porque no creyeron en mí’ (Jn 16, 9). Ese ‘no creer’ a Dios es en cierto sentido la primera y fundamental forma de pecado que el hombre comete contra el Dios de la Alianza. Esta forma de pecado se había manifestado ya en el pecado original del que se habla en el Génesis 3. A ella se refería, para excluirla, también la ley dada en la Alianza del Sinaí: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí” (Ex 20, 2-3). A ella se refieren así mismo las palabras de Jesús en el Cenáculo y todo el Evangelio y el Nuevo Testamento.
Esta incredulidad, esta falta de confianza en Dios que se ha revelado como Creador, Padre y Salvador, indican que el hombre, al pecar, no sólo infringe el mandamiento (la ley), sino que realmente ‘se levanta contra’ Dios mismo, “pretendiendo alcanzar su fin al margen de Dios” (GS 13). De este modo, en la raíz de todo pecado personal podemos encontrar el reflejo, tal vez lejano pero no menos real, de esas palabras que se hallan en la base del primer pecado: las palabras del tentador, que presentaban la desobediencia a Dios como camino para ser como Dios; y para conocer, como Dios, ‘el bien y el mal’».
Por consiguiente, el pecado actual, cuando se trata de pecado grave (mortal), el hombre se elige a sí mismo contra Dios, elige la creación contra el Creador, rechaza el amor del Padre como el hijo pródigo en la primera fase de su loca aventura. En cierta medida todo pecado del hombre expresa ese ‘mysterium iniquitatis’ (2 Tes 2, 7), que San Agustín ha encerrado en las palabras: “Amor sui usque ad contemptum Dei”: El amor de sí hasta el desprecio de Dios (De Civitate Dei, XIV, 28; PL 41, 436).
Juan Pablo II, Audiencia general, 5 de noviembre de 1986, en el tema “El pecado del hombre y el ‘pecado del mundo’”, toca el tema del pecado social: El pecado aun conservando su esencial carácter de acto personal, posee al mismo tiempo una dimensión social: “hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la Comunión de los Santos, merced a la cual se ha podido decir que ‘toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley de descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero” (Exhortación Apostólica postsinodal sobre la reconciliación y la penitencia 16: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 16 de diciembre de 1984, Pág. 9).
Por tanto, sea el pecado personal o contra el Espíritu Santo o social, todo pecado es ‘...como alienación del hombre’: el pecado desde el ‘principio’ hace que el hombre esté en cierto modo ‘desheredado’ de su propia humanidad. «El pecado ‘quita’ al hombre, de diversos modos, lo que decide su verdadera dignidad: la de imagen y semejanza de Dios. ¡Cada pecado en cierto modo ‘reduce’ esta dignidad! Cuanto más “esclavo del pecado se hace el hombre” (Jn 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser persona, es decir, de criatura racional, libre, responsable .
La Sagrada Escritura subraya muestra una triple dimensión de alienación del hombre: la alienación del pecador de sí mismo (cf. Sal 57.58, 4), de Dios (cf. Ez 14, 7; Ef 4, 18), de la comunidad (cf. Ef 2, 12). El pecado es por lo tanto no sólo ‘contra’ Dios, sino también contra el hombre. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: “El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud” (Gaudium et spes, 13). Como vemos, la real “alienación” del hombre -la alienación de un ser hecho a imagen de Dios, racional y libre- no es más que “la esclavitud del pecado” (Rom 3, 9). Y este aspecto del pecado lo pone de relieve con toda fuerza la Sagrada Escritura. El pecado es no sólo ‘contra’ Dios, es al mismo tiempo ‘contra’ el hombre .
Sin embargo, el mal no es completo o al menos es remediable, mientras el hombre es consciente de ello, mientras conserva el sentido del pecado. Pero cuando falta también esto, es prácticamente inevitable la caída total de los valores morales y se hace terriblemente amenazador el riesgo de la perdición definitiva. Por eso, hemos de recordar siempre y meditar con gran atención estas graves palabras de Pío XII (una expresión que se ha hecho casi proverbial): “El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (cf. Discorsi e Radiomessaggi, VIII, 1946, 288).

a) Pecados mortales
Un pecado serio grave o mortal es la violación con pleno conocimiento y deliberado consentimiento de la Ley de Dios en una materia grave, por ejemplo, idolatría, adulterio, asesinato o difamación. Todas estas son gravemente contrarias al amor que debemos a Dios y por Él, a nuestro prójimo. Como enseñó Jesús al condenar hasta al que mira con malos deseos a una mujer, el pecado puede ser interior (selección del deseo solamente) y exterior (selección del deseo seguido por la acción). La persona que por su propia voluntad desea fornicar, robar, matar o cometer otro pecado grave, ya ha ofendido seriamente a Dios al escoger interiormente lo que Dios ha prohibido.
El pecado mortal se llama mortal porque es la muerte ‘espiritual’ del alma (separación de Dios). Si estamos en un estado de gracia nos hace perder esta vida sobrenatural. Si morimos sin arrepentirnos, lo perdemos a Él por la eternidad. Sin embargo, si volvemos nuestro corazón a Él y recibimos el Sacramento de la Penitencia, nuestra amistad con Él queda restaurada. A los católicos no les está permitido recibir la Comunión si tienen pecados mortales sin confesar.
El catecismo de la Iglesia Católica en los números 1855-1856, enseña lo siguiente sobre los efectos del pecado mortal:
1) El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
2) El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación: Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc. En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 88, 2).
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones :
1) ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’.
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.
2) El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.
3) La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.
Efectos del pecado mortal: los principales efectos que causa en el alma un solo pecado mortal voluntario son: Pérdida de la Gracia santificante, de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo; Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma, que es incompatible con la aversión a Dios propia del pecado mortal; Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda su vida pasada; mancha en el alma (Macula animae); esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimiento e inquietud de conciencia; Reato de pena eterna.
El pecado mortal entraña, pues, la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira .
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14): Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes' (LG 48) .

b) Los pecados veniales
Los pecados veniales son pecados leves. No rompen nuestra amistad con Dios, sin embargo la afectan. Incluyen desobediencia a la Ley de Dios en materias leves (veniales). Si por chismes destruimos la reputación de una persona, esto es un pecado mortal. Sin embargo, los chismes normales son sobre asuntos insignificantes y solo son pecados veniales. Adicionalmente, algo que de otra manera sería un pecado mortal por ejemplo la calumnia) puede ser en un caso particular solo un pecado venial. La persona puede haber actuado sin reflexionar o bajo la costumbre de un hábito. Pero, por no tener plena intención, su culpa ante Dios se ve reducida. Es bueno recordar especialmente para aquellos que están tratando de serle fieles a Dios, pero caen algunas veces, que el pecado mortal no solo debe ser 1) materia grave, sino 2) que la persona esté consciente de ello, y entonces 3 ) lo cometa libremente.
“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” .
Venial viene de la palabra venia, que significa perdón, y alude al más fácil perdón de este tipo de faltas: se remiten no exclusivamente en el fuero sacramental sino también por otros medios.
El pecado venial difiere sustancialmente del mortal, ya que no implica el elemento esencial del pecado mortal que es, como quedó explicado, la aversión a Dios. En el pecado venial se da sólo el segundo elemento, una cierta conversión a las criaturas compatible con la amistad divina.
De acuerdo a la enseñanza de Santo Tomás, el pecado venial es un desorden en las cosas, un mal empleo de las fuerzas para caminar hacia Dios, pero en el que se conserva la ordenación fundamental al último fin: los pecados que incurren en desorden respecto a las cosas que orientan al fin, pero que conservan su orden al fin último, son m s reparables y se llaman veniales (S. Th., I-II, q. 88, a. 1).
El Papa Juan Pablo II explica: “...cada vez que la acción desordenada permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es venial. Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni por lo tanto, de la bienaventuranza eterna” .
Para clarificar estos conceptos suele ponerse el ejemplo del que emprende un viaje con el objeto de llegar a un determinado lugar. El pecado mortal equivaldría al hecho de que ese viajero de pronto se pusiera de espaldas y comenzara a caminar en sentido contrario, alejándose así cada vez más de la meta buscada. En cambio, quien comete un pecado venial es como el viajero que simplemente hace una desviación, un pequeño rodeo, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto donde se dirige.
Un pecado puede ser venial por dos razones:
1) porque la materia es leve (por ejemplo, una mentira jocosa, falta de aprovechamiento del tiempo en los estudios -que no tienen consecuencias graves en los exámenes-, una pequeña desobediencia a los padres, etc.);
2) porque siendo la materia grave, la advertencia o el consentimiento no han sido perfectos (por ejemplo, los pensamientos impuros semi-consentidos, una ofensa en un partido de fútbol por apasionamiento, etc.).
Conviene tener en cuenta también que el pecado venial objetivamente considerado puede hacerse subjetivamente mortal por las siguientes causas:
1) por conciencia errónea (p. ejemplo, si se cree que una mentira leve es pecado grave, y se dice, se peca gravemente);
2) por un fin gravemente malo (p. ejemplo, si se dice una pequeña mentira deseando cometer, gracias a ella, un hurto grave);
3) por acumulación de materia (p. ejemplo, cuando se roba 10 más 10 más 10...);
4) por el grave detrimento que se siga del pecado venial:
 de daños materiales (por ejemplo, el médico que por un descuido leve ocasiona la muerte del paciente);
 de peligro de pecado mortal (por ejemplo, el que por curiosidad acude a un espectáculo sospechando que ser para él ocasión de pecado);
 por peligro de escándalo (por ejemplo, el que inventa aventuras que llevan a otros a cometer pecados).
Efectos del pecado venial:
 debilita la caridad,
 entraña un afecto desordenado a bienes creados,
 impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral,
 merece penas temporales,
 el pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.
“No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. No priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” .


5. Los siete pecados capitales
Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana caída está principalmente inclinada. Es por eso muy importante para todo el que desee avanzar en la santidad aprender a detectar estas tendencias en su propio corazón y examinarse sobre estos pecados.
Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza .
Los pecados capitales son enumerados por Santo Tomás (I-II: 84: 4) como siete: vanagloria (orgullo), avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura (Brevil., III, IX) enumera los mismos. El número siete fue dado por San Gregorio el Grande (Lib. mor. in Job. XXXI, XXVII), y se mantuvo por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores enumeraban 8 pecados capitales: San Cipriano (De mort., IV); Cassian (De instit. cænob., v, coll. 5, de octo principalibus vitiis); Columbanus ("Instr. de octo vitiis princip." in "Bibl. max. vet. patr.", XII, 23); Alcuin (De virtut. et vitiis, XXVII y sgtes.)
El término ‘capital’ no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo a Santo Tomás (II-II: 153: 4) “un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal”.
Soberbia: Consiste en una estima de sí mismo, o amor propio indebido, que busca la atención y el honor y se pone uno en antagonismo con Dios
Avaricia: Inclinación o deseo desordenado de placeres o de posesiones. Es uno de los pecados capitales, está prohibido por el noveno y décimo mandamiento.
Lujuria: El deseo desordenado por el placer sexual. Los deseos y actos son desordenados cuando no se conforman al propósito divino, el cual es propiciar el amor mutuo de entre los esposos y favorecer la procreación. Es un pecado contra el Sexto Mandamiento. Es una ofensa contra la virtud de la castidad.
Ira: El sentido emocional de desagrado y, generalmente, antagonismo, suscitado por un daño real o aparente. La ira puede llegar a ser pasional cuando las emociones se excitan fuertemente.
Gula: La gula es el deseo desordenado por el placer conectado con la comida o la bebida. Este deseo puede ser pecaminoso de varias formas:
1) Comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita.
2) Cortejar el gusto por cierta clase de comida a sabiendas que va en detrimento de la salud.
3) Consentir el apetito por comidas o bebidas costosas, especialmente cuando una dieta lujosa está fuera del alcance económico
4) Comer o beber vorazmente dándole más atención a la comida que a los que nos acompañan.
5) Consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de perder control total de la razón. La intoxicación injustificada que termina en una completa pérdida de la razón es un pecado mortal.
Envidia: Rencor o tristeza por la buena fortuna de alguien, junto con el deseo desordenado de poseerla. Es uno de los siete pecados capitales. Se opone al décimo mandamiento.
Pereza: Falta culpable de esfuerzo físico o espiritual; acedía, ociosidad. Es uno de los pecados capitales.


6. La gracia de Dios, vida que da paz y salvación.
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo, por el sacrificio de la cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia” .
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo, por el sacrificio de la cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia” . Según esta doctrina, fundada en la Revelación, la naturaleza humana está no sólo ‘caída’, sino también ‘redimida’ en Jesucristo; de modo que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). Este es el verdadero contexto en el que se deben considerar el pecado original y sus consecuencias.
En efecto, el proyecto eterno fue alterado por la culpa original, pero “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). En el misterio pascual se nos ofrece de nuevo la amistad de Dios, y el hombre que acoge a Cristo puede llegar a ser, en Él y a través de Él, “hijo de Dios” (cf. Jn 1, 12).
Si bien, desde un punto de vista humano, la potencia del mal muy frecuentemente parece estar por encima de la del bien, la tierna misericordia de Dios la supera infinitamente a los ojos de la fe: “Allí donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Dios, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), no abandona al pecador a su destino. Mediante la potestad concedida a los Apóstoles y a sus sucesores, hace operante en él, si está arrepentido, la redención adquirida por Cristo en el misterio pascual. Esta es la admirable eficacia del sacramento de la reconciliación, que sana la contradicción producida por el pecado y restablece la verdad del cristiano como miembro vivo de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De esta forma, el sacramento aparece orgánicamente vinculado a la Eucaristía, que, al ser memorial del sacrificio del Calvario, es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, una y santa .
Jesús es mediador único y necesario de la salvación eterna. A este propósito, san Pablo es explícito: “hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2, 5-6). De aquí deriva la necesidad, con vistas a la salvación eterna, de aquellos medios de gracia, instituidos por Jesús, que son los sacramentos. Por tanto, es ilusoria y nefasta la pretensión de arreglar las propias cuentas con Dios prescindiendo de la Iglesia y de la economía sacramental. Es significativo que el Resucitado, la tarde de Pascua, en un mismo contexto, haya conferido a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados y haya declarado su necesidad (cf. Jn 20, 23) .
A todo hombre, independientemente de sus circunstancias, la Inmaculada le recuerda que Dios lo ama de modo personal, quiere únicamente su bien y lo sigue constantemente con un designio de gracia y misericordia, que alcanzó su culmen en el sacrificio redentor de Cristo.
La vida de María remite a Jesucristo, único Mediador de la salvación, y ayuda a ver la existencia como un proyecto de amor, en el que es preciso cooperar con responsabilidad. María es modelo de la llamada y también de la respuesta. En efecto, dijo ‘sí’ a Dios al comienzo y en cada momento sucesivo de su vida, siguiendo plenamente su voluntad, incluso cuando le resultaba oscura y difícil de aceptar

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