jueves, 17 de marzo de 2011

CAPÍTULO CUARTO: Jesús perdona los pecados por el ministerio de la Iglesia, del Sr. Cura Dr. Félix Castro Morales


CAPÍTULO CUARTO
Jesús perdona los pecados por el ministerio de la Iglesia

El gesto de Jesús, que en la tarde de Pascua ‘sopló’ sobre los Apóstoles comunicándoles el Espíritu Santo (cf. Jn 20, 21-22) evoca la creación del hombre, descrita por el Génesis como la comunicación de un “aliento de vida” (Gn 2, 7). El Espíritu Santo es como el ‘soplo’ del Resucitado, que infunde la nueva vida a la Iglesia, representada por los primeros discípulos. El signo más evidente de esta vida nueva es el poder de perdonar los pecados. En efecto, Jesús dice: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Donde se derrama “el Espíritu de santificación” (Rm 1, 4), queda destruido lo que se opone a la santidad, es decir, el pecado. El Espíritu Santo, según las palabras de Cristo, es quien “convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Jn, 16, 8).
El hace tomar conciencia del pecado, pero, al mismo tiempo, es él mismo quien perdona los pecados. A este propósito santo Tomás afirma: «Dado que el Espíritu Santo funda nuestra amistad con Dios, es normal que por medio de él Dios nos perdone los pecados» (Contra gentiles, 4, 21, 11).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: “Tus pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del ‘ministerio de la reconciliación’ (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado ‘en nombre de Cristo’, y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica: “Déjense reconciliar con Dios” (2 Co 5,20).
En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). “Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)” LG 22).
Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.
“Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11).
A lo largo de los siglos la forma concreta, según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este “orden de los penitentes” (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica ‘privada’ de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.
A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.
La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia: Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102)».


1. El misterio de la reconciliación en la historia de la salvación
La praenotanda al sacramento de la reconciliación, de la edición típica del Ritual Romano, dice sobre este tema que: «El Padre manifestó su misericordia reconciliando consigo por Cristo todos los seres, los del cielo y de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Cf. 2 Cor 5, 18 s; Col 1, 20). El Hijo de Dios, hecho hombre, convivió entre los hombres para libe¬rarlos de la esclavitud del pecado (Cf. Jn 8, 34-36) y llamarlos desde las tinieblas a su luz admirable (Pe 2, 9). Por ello inició su misión en la tierra predicando penitencia y diciendo: “Convertíos y creed la Buena Noticia” (Mc 1, 15).
Esta llamada a la penitencia, que ya resonaba insistentemente en la pre¬dicación de los profetas, fue la que preparó el corazón de los hombres al adve¬nimiento del Reino de Dios por la palabra de Juan el Bautista que vino “a predicar que se convirtieran y se bautizaran para que se les perdonasen los pecados” (Mc 1, 4).
Jesús, por su parte, no sólo exhortó a los hombres a la penitencia, para que abandonando la vida de pecado se convirtieran de todo corazón a Dios (Cf. Lc 15), sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre (Cf. Lc 5, 20.27-32; 7, 48). Además, como signo de que tenía poder de perdonar los pecados, curó a los enfermos de sus dolencias (Cf Mt 9, 2-8). Finalmente, él mismo “fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25). Por eso, en la misma noche en que iba a ser entregado, al iniciar su pasión salvadora (Cf. Missale Romanum, Prex eucharistica III), instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre derramada para el perdón de los pecados ( Mt 26, 28) y, después de su resurrección, envió el Espíritu Santo a los apóstoles para que tuvieran la potestad de perdonar o retener los pecados (Cf. Jn 20, 19-23) y recibieran la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos (Cf. Lc 24, 47).
Pedro, fiel al mandato del Señor que le había dicho: “Te daré las llaves del Reino de los cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19), proclamó el día de Pentecostés un bautismo para la remisión de los pecados: “convertíos... y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los peca¬dos” (Act 2, 38) [Cf. Act 3, 19.26; 17,30]. Desde entonces la Iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión, para que abandonando el pecado se conviertan a Dios, ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la vic¬toria de Cristo sobre el pecado.
Esta victoria sobre el pecado la manifiesta la Iglesia en primer lugar por medio del sacramento del Bautismo; en él nuestra vieja condición es crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de peca¬dores, y, quedando nosotros libres de la esclavitud del pecado, resucitamos con Cristo para vivir para Dios (Cf. Rom 6, 4-10). Por ello confiesa la Iglesia su fe al proclamar en el símbolo: “reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados”.
En el sacrificio de la Misa se hace nuevamente presente la pasión de Cristo y la Iglesia ofrece nuevamente a Dios, por la salvación de todo el mundo, el cuerpo que fue entregado por nosotros y la sangre derramada para el perdón de los pecados. En la Eucaristía, en efecto, Cristo está presente y se ofrece como “víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad” (Missale Romanum, Prex eucharistica III), para que por medio de este sacrificio el Espíritu Santo nos congregue en la unidad” (Missale Romanum, Prex eucharistica II).
Pero además nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el sacra¬mento de la Penitencia al dar a los apóstoles y a sus sucesores el poder de per¬donar los pecados; así los fieles que caen en el pecado después del bautismo, renovada la gracia, se reconcilien con Dios (Cf. Conc. Trid., Sessio XIV. De sacramenta Paenitentiae, cap. I: DS, 1668 et 1670; can. 1: DS, 1701). La Iglesia, en efecto, “posee el agua y las lágrimas, es decir, el agua del bautismo y las lágrimas de la pe¬nitencia” (S. Ambrosius, Epist 41, 12; PL 16, 1116)».
2. PRIMERAS EXPERIENCIAS DEL PERDÓN DE LOS PECADOS
En la Iglesia primitiva, la Penitencia se convirtió en una tabla de salvación para el pecador bautizado. Pero se propagó la práctica de limitar el frecuente acceso al sacramento para evitar abusos. San Juan Crisóstomo se veía reprochado por sus adversarios por otorgar sin cansarse la penitencia y el perdón de los pecados a los fieles que venían arrepentidos.
En el siglo III, el rigor del que hablábamos da paso a excesos y herejía. Se propaga la herejía de Montano, que predicaba que el final del mundo estaba cerca y decía: “La Iglesia puede perdonar los pecados, pero yo no lo haré para que los demás no pequen ya”. Tertuliano y muchos otros se adhieren al ‘montanismo’.
Con grandes dificultades, la Iglesia superó esta herejía, poniendo en claro el estatuto del penitente y la forma pública y solemne en que debía desarrollarse la disciplina sacramental de la penitencia.
Después que la Iglesia impusiera la penitencia, los pecadores se constituían en un grupo penitencial u "orden de los penitentes". Los pecados no se proclamaban en público, pero si era pública la entrada al grupo ya que se hacía ante el obispo y los fieles.
El “orden de los penitentes” mantenía un tiempo largo de renuncia al mundo, semejante al de los monjes más austeros. Según la región, los penitentes llevaban un hábito especial o la cabeza rapada.
El obispo fijaba la medida de la penitencia, “a cada pecado le corresponde su penitencia adecuada, plena y justa”. Se fijaban las obligaciones penitenciales por medio de concilios locales, ej. Elvira, en España o Arlés, en Francia. Las obligaciones penitenciales eran de tipo general, litúrgicas y las estrictamente penitenciales, como la vida mortificada, ayunos, limosnas y otras formas de virtud exterior.
En la práctica ocurría que la gente iba posponiendo el tiempo de penitencia hasta la hora de la muerte, haciendo de la penitencia, un ejercicio de preparación para bien morir, porque solo podía ser ejercitada una vez.
El proceso penitencial equivalía a un verdadero estado de excomunión. Hasta que el penitente no fuera reconciliado, no podía acercarse a la Eucaristía. El término del proceso penitencial era la reconciliación con la Iglesia, signo de la reconciliación con Dios.
A partir del siglo V se realizaba la reconciliación el Jueves Santo, al término de una cuaresma que, de por sí, ya es un ejercicio penitencial.
El obispo acogía e imponía las manos a los penitentes, en signo de bendición. La plegaria de los fieles era el eco comunitario de esta reconciliación.
Mientras, en las Islas Británicas, especialmente en Irlanda, se iba abriendo paso a un nuevo procedimiento de reconciliación con penitencia privada con un sacerdote y utilizando los famosos manuales de pecados (penitenciales), confeccionados por algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín o Cesareo de Arlés. Desde las Iglesias Celtas, esta forma de penitencia se propaga por Europa.
Los manuales penitenciales establecían la penitencia según el pecado cometido y fueron muy importantes para evitar el “abaratamiento del perdón” y el relajamiento del compromiso cristiano. Ayudaron también a desenmascarar las herejías de los siglos III al VII. Delimitaban que cosa es pecado grave, fruto de la malicia y que es pecado leve, cometido por debilidad o imprudencia.
Se renuncia al principio de otorgar la reconciliación una sola vez en la vida.
Concilio de Trento reiteró la fe de la Iglesia: la confesión de los pecados ante los sacerdotes, es necesaria para los que han caído (gravemente) después del Bautismo.
La confesión íntegra, por parte del penitente, y la absolución, por parte del sacerdote que preside el Sacramento y que hace de mediador del juicio benévolo y regenerador de Dios sobre el pecador, vienen siendo las dos columnas de la disciplina del Concilio de Trento hasta nuestros días, (Código de Derechos Canónicos, Canon 960). ictoria de Cristo sobre el pecado.
Por otra parte, la praenotanda al sacramento de la reconciliación, de la edición típica del Ritual Romano, cuando habla de la reconciliación de los penitentes en la vida de la Iglesia, La Iglesia es santa y al mismo tiempo está siempre necesitada de purificación, expresa que «Cristo “amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consa¬grarla” (Ef 5, 25-26), y la tomó como esposa [18: Cf. Ap 19,7.]; la enriquece con sus propios dones divinos, haciendo de ella su propio cuerpo y su plenitud (Ef I, 22-23; Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 7: AAS 57 (1965), pp. 9-11), y por medio de ella comunica a todos los hombres la verdad y la gracia.
Pero los miembros de la Iglesia están sometidos a la tentación y con fre¬cuencia caen miserablemente en el pecado. Por eso, “mientras Cristo santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (2 Cor 5, 21), sino que “vino a expiar únicamente los pecados del pueblo” (Hb 2, 17), la Iglesia acoge en su propio seno a hombres pecadores, es al mismo tiempo santa y está siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la penitencia y la renovación” (Conc. Vat II, Const. Lumen Gentium n 8; ibid., p. 12).
Esta constante vida penitencial el pueblo de Dios la vive y la lleva a plenitud de múltiples y variadas maneras. La Iglesia, cuando comparte los padecimientos de Cristo [21: Cf. 1 Pt 4, 13) y se ejercita en las obras de misericordia y caridad (Cf. 1Pe 4, 8], va convirtiéndose cada día más al evangelio de Jesucristo y se hace así, en el mundo, signo de conversión a Dios. Esto la Iglesia lo realiza en su vida y lo celebra en su liturgia, siempre que los fieles se confiesan pecadores e imploran el perdón de Dios y de sus hermanos, como acontece en las cele¬braciones penitenciales, en la proclamación de la Palabra de Dios, en la ora¬ción y en los aspectos penitenciales de la celebración eucarística (Cf. Conc. Trid. Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae:. DS 1638, 1740, 1743; S. Congr. Rituum., Instr. Eucharisticum mysterium, 25 maii, 1967 n. 35: AAS, 59 (1967), pp. 560-561; Missale Romanum, Institutio generalis, nn. 29, 30, 56 a. b. g).
Pero en el sacramento de la Penitencia “los fieles obtienen de la miseri¬cordia de Dios el perdón de las ofensas que han hecho al Señor y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia a la que ofendieron con su pecado y que, con su amor, su ejemplo y su oración, les ayuda en el camino de la propia conversión” (Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 11: AAS 57 (1965) pp. 15-16)».
Ahora nos retomamos algunos aspectos de la Historia de los modos de celebración, diciendo que hasta el final del siglo III se impuso en la Iglesia universal la opinión de que el procedimiento penitencial se podía celebrar sólo una vez en la vida, como ya documenta el Pastor de Hermas. Tertuliano nos narra cómo tenía lugar esta “poenitentia secunda” relativa a los tres pecados capitales, la apostasía, el asesinato y el adulterio.
La celebración del sacramento tenía un carácter fuertemente comunitario. Empezaba con un reconocimiento secreto de los pecados ante el obispo, la admisión al “orden de los penitentes”, la fijación de unas penitencias externas y públicas y la exclusión de la celebración de la Eucaristía. Desde el siglo V la adscripción al orden de los penitentes tenía lugar al comienzo de la cuaresma y la reconciliación la efectuaba el obispo el viernes santo, rodeado de toda la comunidad, mediante la imposición de las manos y la oración. La acogida de Cristo al pecador se sensibiliza mediante la acogida y el abrazo de los hermanos que subraya la mediación eclesial. Hay un bello texto de Tertuliano que subraya esta mediación: “Allí donde hay dos hermanos reunidos, allí está la Iglesia; pero la Iglesia es Cristo. Por eso, cuando tú te postras a los pies de los hermanos, abrazas a Cristo, oras a Cristo; y cuando los hermanos derraman lágrimas sobre ti, es Cristo quien sufre, es Cristo quien ora al Padre. Lo que el Hijo pide siempre se consigue con facilidad”.
Pero la dureza de las penitencias impuestas, que en muchos casos eran muy discriminatorias y vergonzosas, la imposibilidad de confesarse una segunda vez y el miedo a la recaída hicieron que muchos fueran dejando su conversión hasta el final de la vida.
La confesión individual ante un clérigo se desarrolló en los monasterios irlandeses y trajo consigo una transformación radical de la celebración de este sacramento. Era misión del sacerdote estimar la gravedad de los pecados, asignar una penitencia canónica proporcional según tarifas preestablecidas. La penitencia era secreta y se podía repetir. Al principio se le citaba al penitente para que volviese a recibir la absolución después de cumplir la penitencia pero a partir del siglo IX se procedía a la reconciliación inmediatamente después de la confesión, lo cual llegó a convertirse en norma ya después del primer milenio. A partir de este momento la absolución precede a la actio poenitentiae, o cumplimiento de la penitencia.
El concilio de Trento insistió en este enfoque jurídico o forense de la confesión. Los actos del penitente -contrición, confesión y satisfacción- son parte integrante del signo sacramental (Dz 1703), la confesión tiene que ser íntegra, para que el ministro pueda juzgar si debe absolver o no, y cuánta penitencia debe imponer (Dz 1679); hay que confesar las circunstancias que cambien la especie moral del pecado (Dz 1707); la absolución no es un mero anuncio o declaración del perdón, sino que es una sentencia del sacerdote, a modo de juez (Dz 1685).
La reflexión escolástica sobre el papel del sacerdote había llevado ya a sustituir las formas deprecativas –“Que el Señor tenga misericordia de ti”-, por las indicativas –“Yo te absuelvo”. Ésta será la única forma admitida después del concilio de Trento y tiene un marcado carácter jurídico.
En cambio, la forma renovada postconciliar la oración responde a la estructura general de anámnesis y epíclesis, que empieza por el recuerdo de las acciones salvadoras del Dios trinitario en el misterio pascual, continúan con una epíclesis que suplica el perdón y la paz, pero mantienen una forma indicativa de conclusión, idéntica a la de la fórmula antigua.
La historia de la salvación -tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época- es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos; pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre. La historia de la salvación -tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época- es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.



3. El sacramento del perdón en los Padres de los primeros siglos
Existe una gran variedad de distorsiones históricas respecto al sacramento de la penitencia entre las denominaciones protestantes. Algunos ven la confesión auricular (componente importante del Sacramento) como un invento del segundo milenio. Un ejemplo de este tipo de distorsiones lo tenemos en el “Manual práctico para la obra del evangelismo personal”, el cual a este respecto afirma: “La confesión auricular a los sacerdotes fue oficialmente establecida en la Iglesia romana en el año de 1215. Más tarde en el Concilio de Trento, en 1557, pronunció maldiciones sobre todos aquellos que habían leído la Biblia lo suficiente para hacer a un lado la confesión auricular” .
Es importante aclarar que las definiciones dogmáticas de los concilios no pueden interpretarse como que de alguna manera se está introduciendo una nueva doctrina. Estas suelen ocurrir cuando alguna verdad fundamental es cuestionada o necesita ser definida claramente para bien de los fieles.
Es importante aclarar que aunque la confesión auricular como la conocemos hoy pudo haber ido desarrollándose en su forma exterior a través del tiempo. Veremos que su esencia, radica en el hecho reconocido de la reconciliación del pecador por medio de la autoridad de la Iglesia. Y que ese hecho es parte del legado de la Iglesia, habiendo existido desde que Cristo otorgó dicho poder a los apóstoles. Comprobaremos que la disciplina penitencial, incluida la confesión de los pecados ante el sacerdote y ante la Iglesia, existe desde tiempos apostólicos.
1) La Didajé
Examinemos la Didajé (60-160 d.C) considerada uno de los más antiguos escritos cristianos no-canónicos y que antecede por mucho a la mayoría de los escritos del Nuevo Testamento. Estudios recientes señalan una posible fecha de composición anterior al 160 d.C. Es un excelente testimonio del pensamiento de la Iglesia primitiva. Dicho documento es particularmente insistente en requerir la confesión de los pecados antes de recibir la Eucaristía.
“En la reunión de los fieles confesarás tus pecados y no te acercarás a la oración con conciencia mala” (Didajé IV, 14. Padres Apostólicos, Daniel Ruiz Bueno, pág. 82. pub. B.A.C 65).
En la Didajé tenemos un temprano testimonio histórico opuesto a la posición protestante de confesar los pecados directamente a Dios.
2) Testimonio de Orígenes (185-254 d. C)
Orígenes fue padre de la Iglesia, teólogo y comentarista bíblico. Vivió en Alejandría hasta el 231, pasó los últimos veinte años de su vida en Cesárea del Mar, Palestina y viajando por el Imperio Romano. Fue el mayor maestro de la doctrina cristiana en su época y ejerció una extraordinaria influencia como intérprete de la Biblia.
Afirma que luego del bautismo hay medios para obtener el perdón de los pecados cometidos luego de este. Entre ellos enumera la penitencia.
Además de esas tres hay también una séptima [razón] aunque dura y laboriosa: la remisión de pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador lava su almohada con lágrimas, cuando sus lágrimas son su sustento día y noche, cuando no se retiene de declarar su pecado al sacerdote del Señor ni de buscar la medicina, a la manera del que dice “Ante el Señor me acusaré a mi mismo de mis iniquidades, y tú perdonarás la deslealtad de mi corazón” (Citado en inglés en The Faith of the Early Fathers, Vol. 1 pp. 207. William A. Jurgens. Publ. Liturgical Press, 1970. Collegeville, Minnesota. Homilías Sobre los Salmos 2, 4).
Así Orígenes admite una remisión de pecados a través de la penitencia y la confesión ante un sacerdote. Afirma que es el sacerdote quien decide si los pecados deben ser confesados también en público.
“Observa con cuidado a quién confiesas tus pecados; pon a prueba al médico para saber si es débil con los débiles y si llora con los que lloran. Si él creyera necesario que tu mal sea conocido y curado en presencia de la asamblea reunida, sigue el consejo del médico experto” (Homilías Sobre los Salmos 37, 2, 5).
También reconoce que todos los pecados pueden ser perdonados: “Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, si dan pruebas suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos” (Contra Celsum 3, 50: EH 253).
3) Declaraciones de Tertuliano
Estrictamente hablando Tertuliano no es considerado un padre de la Iglesia, sino un apologeta y escritor eclesiástico, ya que al final de su vida cae en herejía abrazando el montanismo. Sin embargo fue muy leído antes de su abandono de la Iglesia Católica. Tanto en su periodo ortodoxo como en su periodo herético tenemos en Tertuliano un testigo sin igual que nos informa sobre la práctica primitiva de la penitencia en la Iglesia.
Cuando escribe De paenitentia (aproximadamente en el año 203 d.C. siendo todavía católico). Habla aquí de una segunda penitencia que Dios “ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda” (De Paenitentia c.7).
En los textos de Tertuliano se ve un entendimiento diáfano de cómo el creyente que ha caído en pecado luego del bautismo tiene necesidad del Sacramento de la Penitencia y expresa el temor de que éste sea mal entendido por los débiles como un medio para seguir pecando y obtener nuevamente el perdón: “¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar” (De Paenitentia, c.7).
Tertuliano habla de ‘pedir’ la penitencia, descartando la posibilidad de limitarse a una confesión directa con Dios. Esto lo explica Tertuliano detalladamente cuando afirma que para alcanzar el perdón el penitente debe someterse a la έξομολόγησις, o confesión pública, y adicionalmente cumplir los actos de mortificación (capítulos 9-12).
El Testimonio de Tertuliano prueba también que la penitencia terminaba tal como hoy en día como una absolución oficial, luego de haber confesado el pecado: “rehúyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro”... “¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?” En el capítulo XII habla de la eterna condenación que sufren quienes no quisieron usar esta segunda ‘planca salutis’.
En su periodo montanista Tertuliano niega a la Iglesia el poder de perdonar los pecados graves (adulterio y fornicación) afirmando que dicho perdón lo obtuvo sólo Pedro y negando que éste lo trasmitiera a la Iglesia. Las razones de esta negativa no son las razones de los protestantes de hoy, sino mas bien el carácter riguroso de la doctrina montanista que afirmaba que dichos pecados eran imperdonables.
Es así como se retracta de lo escrito por el mismo escribiendo De Pudicitia (Sobre la Modestia) cuando se ve impelido al enfrentarse a un obispo al que llama Pontifex Maximus y Episcopus Episcoporum (muy posiblemente el Papa Calixto) en virtud a un edicto donde escribe "Perdono los pecados de adulterio y fornicación a aquellos que han cumplido penitencia" confirmando así el poder de la Iglesia de perdonar pecados aun si se trata de adulterio y fornicación. Este edicto es otra evidencia de la posición oficial de la Iglesia que tiene conciencia del poder recibido de Cristo para otorgar el perdón los pecados.
Deja así Tertuliano su testimonio hostil sobre la práctica de la Iglesia pre-nicena: “Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la ‘Iglesia’. Sí, porque el Señor dijo a “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,” “a ti te he dado las llaves del reino de los cielos,” o bien: “Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado"; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro!” (De Pudicitia, c.21).
4) San Cipriano (258 d. C)
San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246 d.c. Poco después, en 248 d.C., fue elegido obispo de Cartago.
San Cipriano es un claro expositor de la conciencia de la Iglesia de haber recibido de Cristo el poder de perdonar pecados. Combate así la herejía de Novaciano, quien negaba que hubiera perdón para quienes en tiempo de persecución hubieran renegado de la fe (los lapsi). Así, en De opere et eleemosynis dice que quienes han pecado luego de haber recibido Bautismo pueden volver a obtener el perdón cualquiera que sea el pecado.
También deja un testimonio claro del deber de confesar el pecado mientras haya tiempo y mientras esta confesión pueda ser recibida por la Iglesia: “Los exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios” (De Lapsi 28; Epistolae 16, 2).
5) San Hipólito Mártir (Ca. 235 d.C.)
Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque se sabe fue discípulo de San Ireneo de Lyon. Su gran conocimiento de la filosofía y los misterios griegos, su misma psicología, indica que procedía del Oriente. Hacia el año 212 d.C. era presbítero en Roma, donde Orígenes -durante su viaje a la capital del Imperio- le oyó pronunciar un sermón.
Con ocasión del problema de la readmisión en la Iglesia de los que habían apostatado durante alguna persecución, estalló un grave conflicto que le opuso al Papa Calixto, pues Hipólito se mostraba rigorista en este asunto, aunque no negaba la potestad de la Iglesia para perdonar los pecados. Tan fuerte fue el enfrentamiento que Hipólito se separó de la Iglesia y, elegido obispo de Roma por un reducido círculo de partidarios, conviertiéndose así en el primer antipapa de la historia. El cisma se prolongó tras la muerte de Calixto, durante el pontificado de sus sucesores Urbano y Ponciano. Terminó en el año 235 d.C., con la persecución de Maximiano, que desterró al Papa legítimo (Ponciano) y a Hipólito a las minas de Cerdeña, donde se reconciliaron. Allí los dos renunciaron al pontificado, para facilitar la pacificación de la comunidad romana, que de este modo pudo elegir un nuevo Papa y dar por terminado el cisma. Tanto Ponciano como Hipólito murieron en el año 235 d.C.
Hipólito es un excelente testimonio cómo la Iglesia estaba conciente de su propia autoridad de perdonar pecados, ya que, aun siendo intransigente, no llega a negar la facultad de la Iglesia para la absolución. Evidencia de esto la hay en La Tradición Apostólica, donde nos deja un testimonio indiscutible cuando reproduce allí la oración para la consagración de un obispo: “Padre que conoces los corazones, concede a este tu siervo que has elegido para el episcopado... que en virtud del Espíritu del sacerdocio soberano tenga el poder de ‘perdonar los pecados’ (facultatem remittendi peccata) según tu mandamiento; que ‘distribuya las partes’ según tu precepto, y que "desate toda atadura" (solvendi omne vinculum iniquitatis), según la autoridad que diste a los Apóstoles”
Particularmente importante este testimonio, ya que La Tradición apostólica es la fuente de un gran número de constituciones eclesiásticas orientales, lo que confirma que dicha conciencia estaba extendida a lo largo de la Iglesia.
6) Las Constituciones Apostólicas del Siglo IV
Al igual que en la Tradición Apostólica de San Hipólito, las constituciones apostólicas escritas en Siria el siglo IV incluyen una oración similar en la ordenación del obispo: "Otórgale, Oh Señor todopoderoso, a través de Cristo, la participación en Tu Santo Espíritu para que tenga el poder para perdonar pecados de acuerdo a Tu precepto y Tu orden, y soltar toda atadura, cualquiera sea, de acuerdo al poder el cual Has otorgado a los Apóstoles" (Constitutione Apostolica VIII, 5 p. i., 1. 1073).
7) San Basilio el Grande (330-379 d.C.)
Obispo de Cesárea, y preeminente clérigo del siglo IV. Es santo de la Iglesia Ortodoxa y contado entre los Padres de la Iglesia.
San Basilio ordena, que el monje tiene que descubrir su corazón y confesar todas sus ofensas, aun sus pensamientos más íntimos, a su superior o a otros hombres probos “que gozan de la confianza de los hermanos”. En este caso, el puesto del superior puede ocuparlo alguno que haya sido elegido como representante suyo. No hay la menor indicación de que el superior o su sustituto tengan que ser sacerdotes. Se puede decir, pues, que Basilio inauguró lo que se conoce bajo el nombre de “confesión monástica” pero no así la confesión auricular, que constituye una parte esencial del Sacramento de la Penitencia”.
“De sus cartas canónicas (cf. supra, p.234) se deduce que seguía todavía en vigor la disciplina que había existido en las iglesias de Capadocia desde los tiempos de Gregorio Taumaturgo. La expiación consistía en la separación del penitente de la asamblea cristiana (Capítulo VII). En la Epístola canónica menciona cuatro grados: el estado de ‘los que lloran’, cuyo puesto estaba fuera de la iglesia, el estado de ‘los que oyen’, que estaban presentes para la lectura de la Sagrada Escritura y para el sermón, el estado de “los que se postran”, que asistían de rodillas a la oración, por último, el estado de quienes ‘estaban de pie’ durante todo el oficio, pero no participaban en la comunión”.
8) San Ambrosio de Milán (340-396 d.C.)
Es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina. Nació hacia 340 d.c. en Tréveris, pero fue criado en Roma. Fue elegido obispo de Milán en 374 d.c. En el 387 D.c. bautizó a San Agustín de Hipona. Se hizo popular por la firmeza de que diera pruebas en 390 d.C. ante el emperador Teodosio, a quien prohibió el acceso a sus iglesias después de las matanzas de Tesalónica, hasta que el emperador hizo pública penitencia. Murió en Milán en 396 d.C.
Compuso entre el 384 d.C. y el 394 d.C. , De Paenitentia, que es un tratado no homilético en dos libros, en el cual Ambrosio refuta las afirmaciones de los novacianos acerca de la potestad de la Iglesia de perdonar pecados y facilita noticias de particular interés para conocer la practica penitencial de la Iglesia de Milán en el siglo IV.
“Profesan mostrando reverencia al Señor reservando sólo a El el poder de perdonar pecados. Mayor error no puede ser que el que cometen al buscar rescindir de Sus órdenes echando abajo el oficio que El confirió. La Iglesia Lo obedece en ambos aspectos, al ligar el pecado y al soltarlo; porque el Señor quiso que ambos poderes deban ser iguales” (De poenitentia, I, ii, 6).
Enseña que este poder es una función del sacerdocio y que este puede perdonar todos los pecados: “Pareciera imposible que los pecados deban ser perdonados a través de la penitencia; Cristo otorgó este (poder) a los apóstoles y de los Apóstoles ha sido transmitido al oficio de los sacerdotes” (Op.cit., II, ii, 12).
“El poder de perdonar se extiende a todos los pecados: “Dios no hace distinción; Él prometió misericordia para todos y a Sus sacerdotes les otorgó la autoridad para perdonar sin ninguna excepción” [Op.cit., I, iii, 10).
9) San Agustín de Hipona (354-430 d.C.)
Considerado como uno de los más grandes padres de la Iglesia por su notable y perdurable influencia en el pensamiento de la Iglesia. Nacido en el año 354 d. C. llegó a ser, no sólo obispo de Hipona, sino uno de los más grandes teólogos que el mundo ha conocido y uno de los primeros doctores de la Iglesia. Intervino en las controversias que los cristianos sostuvieron con los maniqueos, donatistas, pelagianos, arrianos y paganos. Muere el 430 d.C., dejando tras de sí una gran cantidad de obras, parte de un legado que perdura hasta hoy.
Escribe contra aquellos que niegan quela Iglesia hubiera recibido el poder de perdonar pecados: “No escuchemos a aquellos que niegan que la Iglesia de Dios tiene poder para perdonar todos los pecados” (De agonia Christi, III).
Para finalizar citaremos brevemente otros testimonios claros. San Pacián, Obispo de Barcelona (m. 390 d.C.) escribe respecto al perdón de los pecados: “Este que tú dices, sólo Dios lo puede hacer. Bastante cierto: pero cuando lo hace a través de Sus sacerdotes es Su hacer de Su propio poder” (Epístola I ad Simpron, 6 en P.L., XIII, 1057).

4. EL SACRAMENTO DEL PERDÓN EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA
Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después del bautismo (por ejemplo: idolatría, homicidio, adulterio) estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo durante largos años, antes de recibir la reconciliación o perdón de los pecados. Y se admitía raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida.
Durante el siglo VII, los monjes irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa la práctica “privada” de la penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento desde entonces es de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y veniales.
En el Evangelio vemos a Jesús como “el que salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Es Jesús mismo el que perdona al paralítico y a la pecadora. Jesús comunica su poder de perdonar a sus Apóstoles. Así como Dios Padre le ha dado todo a Jesús, así también Jesús comunica a la Iglesia, ese poder perdonador que de Él emanaba para regenerar a los hombres. "A quien perdonéis los pecados, le quedan perdonados" afirma textualmente el Evangelio, (Jn 20, 23).
La Iglesia por medio de sus ministros en el nombre de Jesús otorga el perdón tal como lo hacía Jesús. En la Iglesia primitiva, la Penitencia se convirtió en una tabla de salvación para el pecador bautizado. Pero se propagó la práctica de limitar el frecuente acceso al sacramento para evitar abusos. San Juan Crisóstomo se veía reprochado por sus adversarios por otorgar sin cansarse la penitencia y el perdón de los pecados a los fieles que venían arrepentidos.
En el siglo III, el rigor del que hablábamos da paso a excesos y herejía. Se propaga la herejía de Montano, que predicaba que el final del mundo estaba cerca y decía: “La Iglesia puede perdonar los pecados, pero yo no lo haré para que los demás no pequen ya”. Tertuliano y muchos otros se adhieren al ‘montanismo’.
Con grandes dificultades, la Iglesia superó esta herejía, poniendo en claro el estatuto del penitente y la forma pública y solemne en que debía desarrollarse la disciplina sacramental de la penitencia.
Después que la Iglesia impusiera la penitencia, los pecadores se constituían en un grupo penitencial u ‘orden de los penitentes’. Los pecados no se proclamaban en público, pero si era pública la entrada al grupo ya que se hacía ante el obispo y los fieles.
El ‘orden de los penitentes’ mantenía un tiempo largo de renuncia al mundo, semejante al de los monjes más austeros. Según la región, los penitentes llevaban un hábito especial o la cabeza rapada.
El obispo fijaba la medida de la penitencia, “a cada pecado le corresponde su penitencia adecuada, plena y justa”. Se fijaban las obligaciones penitenciales por medio de concilios locales, ej. Elvira, en España o Arlés, en Francia. Las obligaciones penitenciales eran de tipo general, litúrgicas y las estrictamente penitenciales, como la vida mortificada, ayunos, limosnas y otras formas de virtud exterior.
En la práctica ocurría que la gente iba posponiendo el tiempo de penitencia hasta la hora de la muerte, haciendo de la penitencia, un ejercicio de preparación para bien morir, porque solo podía ser ejercitada una vez.
El proceso penitencial equivalía a un verdadero estado de excomunión. Hasta que el penitente no fuera reconciliado, no podía acercarse a la Eucaristía. El término del proceso penitencial era la reconciliación con la Iglesia, signo de la reconciliación con Dios.
A partir del siglo V se realizaba la reconciliación el Jueves Santo, al término de una cuaresma que, de por sí, ya es un ejercicio penitencial.
El obispo acogía e imponía las manos a los penitentes, en signo de bendición. La plegaria de los fieles era el eco comunitario de esta reconciliación.
Mientras, en las Islas Británicas, especialmente en Irlanda, se iba abriendo paso a un nuevo procedimiento de reconciliación con penitencia privada con un sacerdote y utilizando los famosos manuales de pecados (penitenciales), confeccionados por algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín o Cesareo de Arlés. Desde las Iglesias Celtas, esta forma de penitencia se propaga por Europa.
Los manuales penitenciales establecían la penitencia según el pecado cometido y fueron muy importantes para evitar el ‘abaratamiento del perdón’ y el relajamiento del compromiso cristiano. Ayudaron también a desenmascarar las herejías de los siglos III al VII. Delimitaban que cosa es pecado grave, fruto de la malicia y que es pecado leve, cometido por debilidad o imprudencia.
Se renuncia al principio de otorgar la reconciliación una sola vez en la vida. Concilio de Trento reiteró la fe de la Iglesia: la confesión de los pecados ante los sacerdotes, es necesaria para los que han caído (gravemente) después del Bautismo.
La confesión íntegra, por parte del penitente, y la absolución, por parte del sacerdote que preside el Sacramento y que hace de mediador del juicio benévolo y regenerador de Dios sobre el pecador, vienen siendo las dos columnas de la disciplina del Concilio de Trento hasta nuestros días, (Código de Derechos Canónicos, Canon 960).


5. La reconciliación en el Magisterio de la Iglesia
Como inicio de este tema ofrecemos un breve apunto sobre el magisterio de la Iglesia, y acto seguido expondremos algunas ideas sobre la enseñanza de la Iglesia del sacramento de la Reconciliación.
El magisterio de la Iglesia es la expresión con que la Iglesia Católica se refiere a la función y autoridad de enseñar que tienen el Papa (Magisterio Pontificio) y los obispos que están en comunión con él.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escritura (sic), ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. (Parte 1ª, Secc. 1ª, cap. 2, art. 2, III)
Dentro del Magisterio Eclesiástico se distinguen el Magisterio Solemne (o extraordinario) y el Magisterio Ordinario. Según la doctrina católica, el primero es infalible (no puede contener error) e incluye las enseñanzas ex-cathedra de los papas y de los concilios (convocados y presididos por él) y el llamado Magisterio Ordinario y Universal, ambos tratan únicamente sobre cuestiones de Fe y de moral. Lo contenido en el Magisterio Sagrado es irrevocable, es decir, no puede contradecirse ni aún por el Papa o los concilios, quedando fijado para siempre.
El Magisterio Ordinario consiste en las enseñanzas no infalibles de los papas y los concilios, las de los obispos y las conferencias episcopales (en comunión con el Papa), y aunque el fiel católico debe creerlo y proclamarlo, cabe que decisiones ulteriores del Magisterio alteren o contradigan su contenido anterior. Dice el Código de Derecho Canónico: Se ha de creer con fe divina y católica todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por tradición, es decir, en el único depósito de la fe encomendado a la Iglesia, y que además es propuesto como revelado por Dios, ya sea por el magisterio solemne de la Iglesia, ya por su magisterio ordinario y universal, que se manifiesta en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado magisterio; por tanto, todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria. (Canon 750, libro III)
La obligación del fiel católico es creer y defender activamente todo lo que enseña el Magisterio Eclesiástico Sagrado, «con la plenitud de su fe», y también lo que enseña el Magisterio Ordinario, pero con un grado menor. Puede leerse en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús (jesuitas): Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra Santa Madre Iglesia.
Entrando en el segundo punto anunciado, sobre la reconciliación y el Magisterio de la Iglesia, decimos que, como hemos visto, desde un principio los apóstoles fueron conscientes de que el ministerio de la reconciliación proviene de Dios y que ellos habían recibido la palabra de la reconciliación para exhortar a los hombres a la conversión y a cambiar de vida. Siguiendo fielmente la doctrina revelada por Cristo y fieles a sus mandatos el Magisterio de la Iglesia, a través de los Papas, ha hablado sobre este sacramento de la confesión o reconciliación a través de la historia de la iglesia fundada por Cristo.
En efecto, la Iglesia participa de la misión reconciliadora de su Fundador, el Señor Jesús. En cierto sentido, se puede decir que le es inherente una dinámica reconciliativa, tanto ad intra (en su propia existencia comunitaria) como ad extra (en el cumplimiento de la tarea evangelizadora), pues la Iglesia refleja a Jesús reconciliador, siendo su Cuerpo místico, y al Espíritu Santo que plasma la reconciliación histórica en el hoy de la vida cristiana. En otras palabras, se trata de la Iglesia que es al mismo tiempo reconciliadora y reconciliada.
Por consiguiente, el Magisterio de la Iglesia, a través de los Papas, ha hablado sobre este sacramento de la confesión o reconciliación. Presentamos algunos documentos más importantes, como muestra, de lo que ha enseñado el Magisterio sobre este sacramento de ‘las ternuras de Dios’:
1) Constitución apostólica, “Poenitemini” (Convertíos) del 17 de febrero de 1966, sobre doctrina y moral de la Penitencia del Papa Pablo VI.
2) También de Pablo VI está la constitución “Indulgentiarum doctrina” sobre la doctrina de las indulgencias, del 1 de enero de 1967
3) De Juan Pablo II, tenemos la exhortación apostólica “Reconciliatio et Poenitentia” del 2 de diciembre de 1984.
4) Están, por supuesto, otros documentos, por ejemplo el ritual de la Penitencia del 2 de diciembre de 1973; el Código de Derecho Canónico del 25 de enero de 1983; en los cánones 959-997.

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