jueves, 17 de marzo de 2011

CAPÍTULO SEXTO: LOS SACRAMENTOS DEL PERDÓN DE LOS PECADOS, del Sr. Cura Dr. Félix Castro Morales


CAPÍTULO SEXTO
LOS SACRAMENTOS DEL PERDÓN DE LOS PECADOS


La misericordia constituye el centro mismo de la Revelación y de la Alianza. La misericordia, tal como la explicó y practicó Jesús, “rico en misericordia”, es la cara más auténtica del amor, es la plenitud de la justicia. En efecto, la misericordia no tiene patria, pero está presente en todas partes; no tiene casa, pero está en todas las casas que escuchan la Voz y dejan “entrar la salvación”. La misericordia es para siempre, y se dirige a todas las categorías de la sociedad. No excluye a nadie, pero está sobre todo en favor de los más pobres y de los afligidos. El Prof. da Silva terminó afirmando que experimenta la misericordia sólo Aquél que ama mucho, que escucha, que llora, por ejemplo, la agonía de un inocente, enjuga la sangre que él ha derramado y se apresura a ir a aspirar, en la tumba, el perfume nuevo de la Resurrección.
Los Templos son como el buen corazón del hombre, llenos de gracia, de amor y de misericordia en Jesucristo, a través de María. La Misericordia tiene necesidad de ‘entrañas de humanidad’ para acoger a tantos caminantes llenos de preguntas, cansados y en busca de puntos de referencia y de reconocimiento. En la iglesia, Jesús sigue dando a cada uno su misericordia (cf. Os 11, 8), mas Él no puede dar amor sin ese rostro afectuoso que lo identifica. Todo hombre debe recordar que está sujeto a la gracia de Dios (cf. Rom 8, 34), no hay hombre condenado mientras haya vida.
Han pasado dos mil años, pero es siempre consolador para los pecadores necesitados de misericordia -y ¿quién no lo es?- aquel ‘hoy’ de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
“La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre –Dios- que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana: señala nuestra situación e indica la vía a seguir. El hijo pródigo, en su ansia de conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas, que intuyen con una seguridad íntima que aquélla solamente es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación, la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios, en quien reconoce su infinita misericordia. Sin embargo, si se lee la parábola desde la perspectiva del otro hijo, en ella se describe la situación de la familia humana dividida por los egoísmos, arroja luz sobre las dificultades para secundar el deseo y la nostalgia de una misma familia reconciliada y unida; reclama por tanto la necesidad de una profunda transformación de los corazones y el descubrimiento de la misericordia del Padre y de la victoria sobre la incomprensión y las hostilidades entre hermanos.
A la luz de esta inagotable parábola de la misericordia que borra el pecado, la Iglesia, haciendo suya la llamada allí contenida, comprende, siguiendo las huellas del Señor, su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí, dos realidades íntimamente unidas” .
El Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón y de toda misericordia. Él realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia, como reza la oración del sacramento de la reconciliación: Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102).
El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor .
“El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuara, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Este es finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos” .
El catecismo de la Iglesia Católica (984-986) habla explícitamente del perdón de los pecados por el Bautismo, el Sacramento de la Penitencia y los demás sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Aquí basta con evocar brevemente, por tanto, algunos datos básicos, para introducirnos a los siguientes temas: «El Credo relaciona ‘el perdón de los pecado’ con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resucitado confió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu Santo.
El Bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo.
Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados y ella lo ejerce de forma habitual en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros».


1. E l BAUTISMO
En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos sólo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no sólo nosotros. Dios está presente en cada celebración del bautismo. Él asume y hace hijos suyos a los que son bautizados.
Dios, al crear al hombre, le concedió el don de la gracia santificante, elevándolo a la dignidad de hijo suyo y heredero del cielo. Con el pecado original el hombre rompió su amistad con Dios, perdiendo la vida de la gracia y los dones preternaturales. A partir de ese momento, todos los hombres -con la sola excepción de la Bienaventurada Virgen María- somos concebidos con el alma manchada por el pecado y privada de la vida sobrenatural.
En la persona que se bautiza se opera la remisión del pecado original y -en los adultos- la remisión de todos los pecados personales, sean mortales o veniales; y también se recibe la santificación interna, por la infusión de la gracia santificante, con la cual siempre se reciben también las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad-, las demás virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Puede decirse que Dios toma posesión del alma y dirige el movimiento de todo el organismo sobrenatural, que está ya en condiciones de obtener frutos de vida eterna.
Estos dos efectos se resumen, por ejemplo, en el texto de la Sagrada Escritura que dice: “Bautícense en el nombre de Jesucristo para remisión de sus pecados (perdón de los pecados), y recibirán el don del Espíritu Santo (santificación interior)” (Hch 2, 38). Otros textos: I Cor. 6, 11; Hechos 22, 16; Rom, 6, 3ss.; Ti. 3, 5; Juan 3, 5, etc.
El Magisterio de la Iglesia explica así la realidad del organismo sobrenatural que recibe el bautizado: “La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que:
 -lo hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales;
 -le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;
 -le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
 Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo” (CIgC 1266)
En efecto, en el credo confesamos: creo en un solo bautismo para el perdón de los pecados. Sobre este punto, el Catecismo de la Iglesia Católica, enseña (nos. 977 al 980) que «Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: “Vayan por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 15-16). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25), a fin de que “vivamos también una vida nueva” (Rm 6, 4).
“En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de Fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas... Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal” (Catech. R. 1, 11, 3).
En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado? “Si, pues, era necesario que la Iglesia tuviese el poder de perdonar los pecados, también hacía falta que el Bautismo no fuese para ella el único medio de servirse de las llaves del Reino de los cielos, que había recibido de Jesucristo; era necesario que fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta en el último momento de su vida” (Catech. R. 1, 11, 4).
Por medio del sacramento de la penitencia el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia: Los padres tuvieron razón en llamar a la penitencia “un bautismo laborioso” (San Gregorio Nacianceno., Or. 39. 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la salvación este sacramento de la penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido regenerados (Cc de Trento: DS 1672)».
Es verdad de fe (Concilio de Trento, DS 1316¸Catecismo, 1263), que el Bautismo produce la remisión de todas las penas debidas por el pecado.
Se supone, naturalmente, que en caso de recibirlo un adulto, debe aborrecer internamente todos sus pecados, incluso los veniales.
Por esto, san Agustín enseña que el bautizado que partiera de esta vida inmediatamente después de recibir el sacramento, entraría directamente en el cielo (cf. De peccatorum meritis et remissione, II, 28, 46).
Santo Tomás explica el porqué de este efecto con las siguientes palabras: “La virtud o mérito de la pasión de Cristo obra en el Bautismo a modo de cierta generación, que requiere indispensablemente la muerte total a la vida pecaminosa anterior, con el fin de recibir la nueva vida; y por eso quita el Bautismo todo el reato de pena que pertenece a la vida anterior. En los demás sacramentos, en cambio, la virtud de la pasión de Cristo obra a modo de sanación, como en la Penitencia. Ahora bien: la sanación no requiere que se quiten al punto todas las reliquias de la enfermedad” (In Ep. ad Romanos, c. 2, Lect. 4).
Así, pues, el bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una vida nueva, que es participación en la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado. Por consiguiente, El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del bautizado “una nueva creación” (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho “partícipe de la naturaleza divina” (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).


2. EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN
Nosotros actuamos como enviados de Cristo y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios (2 Cor 5, 20-21).
En este tiempo de Cuaresma, tiempo de gracia y salvación, Jesús nos convoca una vez más a la conversión del corazón. Hoy, como a los cristianos de corinto, San Pablo nos propone el anuncio gozoso de la reconciliación que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo: reconcíliense con Dios para que reciban así la justicia que Cristo nos mereció en su Misterio Pascual y gracias a la cual somos criaturas nuevas.
Déjense reconciliar con Dios
La Iglesia, pues, nos llama a fijar nuestra mirada en el Padre de toda misericordia, el Dios rico en piedad y compasión, cuyas entrañas se conmueven cuando cualquiera de sus hijos, alejado por el pecado, retorna a El y confiesa su culpa. ¡Miren al Padre que nos bendijo en Cristo con el perdón de los pecados! ¡Miren a quien es la fuente inagotable de la misericordia y que, a través de la Iglesia, nos suplica el retorno a El! ¡Déjense reconciliar con Dios! El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas, que se funda en el profundo vínculo que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Dios ama al hombre
Toda nuestra vida es una peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el 'hijo pródigo'. Para descubrir el amor de Dios y experimentarlo en nuestra vida. Este tiempo es una llamada a retornar al Padre: dejarse reconciliar por El a través del ministerio que ha recibido la Iglesia y que sus ministros realizan como embajadores de Cristo y administradores del perdón. En el nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios.
Esta llamada a la conversión y reconciliación halla su genuino contexto teológico en la revelación de que Dios es amor. Éste es el anuncio básico y prioritario de la Iglesia. Dios ama al hombre. Por amor lo creó. Por amor, después de que hubiera pecado y, aun siendo pecador, envió su Hijo Jesucristo en la plenitud de los tiempos; por amor, nos lo entregó en la cruz y lo hizo para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, Por amor, Dios nos llama cada día a vivir en Cristo nuestra nueva condición de santos e inmaculados en el amor de forma que seamos testigos de su amor en medio del mundo. La conversión a la que nos invita la Iglesia, en efecto, pretende que cada cristiano retorne a Dios y viva la caridad en su doble vertiente de amor a Dios y a los hombres, síntesis perfecta de la vida moral del bautizado. Durante la Cuaresma, la invitación a volver a Dios es inseparable de la llamada a vivir las exigencias de caridad con el prójimo practicando la limosna y la acogida de los pobres y necesitados en los que Cristo nos recuerda su presencia crucificada.
El sacramento de la confesión
La palabra de Cristo y de su Iglesia nos invitan a pedir perdón por nuestros pecados, a renovar nuestra vida recibiendo de Dios la misericordia que nos recrea y a peregrinar hacia el Padre desde la humilde confesión del hijo pródigo: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Si cada cristiano, iluminado por Dios, reaviva en su corazón la conciencia de su pecado, y se levanta presto al encuentro del Padre, toda la Iglesia y el mundo se renovarán al beneficiarse de la misma gracia con que Dios perdona y regenera a quien se vuelve a El movido por el amor y el arrepentimiento. No debemos olvidar, a este respecto, las llamadas que el Papa Juan Pablo II hacía en orden a renovar y revitalizar en la Iglesia el sacramento del perdón, para que los dones de la redención de Cristo lleguen a todos los hombres y a cada uno de nosotros.
1) El don del perdón otorgado a los pecadores
La experiencia de la redención de Cristo
El deterioro de la estima y celebración del sacramento de la penitencia supone un golpe de muerte a la vida cristiana, en cuanto vida en Cristo. Alguien que no haya experimentado el perdón de los pecados no podrá invocar a Cristo como Redentor. La experiencia de la redención de Cristo, como liberación del pecado que conduce a la muerte, es inseparable de la experiencia eclesial en la que el pecador escucha las palabras consoladoras de Cristo a través de su ministro: “Yo te absuelvo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espirita Santo”. Vivir en Cristo, bajo la fuerza del Espíritu, es vivir en el ámbito de la gracia misericordiosa del perdón. En Cristo, y solo en El, obtenemos la redención, el perdón de los pecados.
Si nos atenemos a los datos de la vida y del ministerio de Cristo que contienen los evangelios, observamos que el Evangelio de Cristo es esencialmente la proclamación del perdón que Dios otorga al hombre pecador. Desde el anuncio de su Encarnación, la obra de Cristo es salvar a su pueblo de sus pecados. Eso significa el nombre Jesús. Cuando Jesús, el Hijo de Dios, retorne al Padre, lo hará, habiendo realizado la purificación de los pecados. Su ministerio como Hijo de Dios, Siervo de Yahvé y Sumo Sacerdote, tiene como finalidad expiar los pecados de los hombres de una vez por todas, de modo que los hombres tengan libre y definitivo acceso a Dios, sin otra mediación que la del Cuerpo y Sangre de Cristo entregados a favor de los hombres. La eucaristía, en efecto, es el sacrificio con el que Cristo consuma su obra para perdón de los pecados.
Las parábolas de la misericordia
Si toda la obra de Cristo tiende a otorgar el perdón de los pecados, se comprende, que tanto, el núcleo de la predicación de Jesús cómo muchos de sus gestos salvíficos vayan dirigidos a revelarnos la misericordia de Dios con el hombre pecador. Las parábolas de la misericordia, reunidas cuidadosamente por san Lucas en su evangelio, ofrecen el rostro de Dios misericordioso que busca al pecador, y lo reconcilia con El, restaurándole en la dignidad perdida de hijo de Dios. El gozo de Dios por un solo pecador que se convierte manifiesta el valor que tiene un solo hombre a los ojos de Dios, por el hecho de haber sido creado a su imagen y semejanza, y, más aún, por haber sido comprado con la sangre preciosa del Cordero sin mancha, Jesucristo.
En estas parábolas, Jesucristo no sólo nos revela a Dios, sino que se revela a sí mismo como Aquel que ha venido a hacer eficaz el perdón de Dios. Como dice el mismo san Lucas, con las parábolas de la misericordia, Jesús responde a quienes murmuraban de él por acoger a los pecadores y comer con ellos. Es sabido, en efecto, que uno de los gestos de Cristo que suscitó mayor critica y oposición entre los líderes religiosos de Israel fue la comunidad de mesa con publicanos y pecadores. Este gesto manifestaba, en la vida de Jesús, su firme voluntad de anunciar que en su persona Dios se acercaba y acogía a quienes, por sus pecados o por una vida considerada al margen de la ley, se sentían excluidos del Reino de Dios. Con su actitud acogedora, Jesús les anuncia también a ellos la salvación, y sentándose en la mesa de su miseria, les hace participes del don que anuncia y realiza la mesa del Reino: el perdón de los pecados. La historia de Zaqueo y de la pecadora arrepentida son dos testimonios bellísimos de la Buena Nueva que constituye el Evangelio de Cristo. Se explica, por tanto, que Cristo se defienda de las murmuraciones y justifique su actitud frente a quienes no querían entender su actitud misericordiosa.
2) El poder de perdonar los pecados
Jesús no sólo proclama el perdón, sino que lo concede con plena autoridad. Lo que enseña de palabra lo cumple con sus obras y lo ratifica con sus milagros. El perdón concedido a la mujer adúltera y al paralítico, manifiestan la clara conciencia de Cristo acerca de su poder de perdonar los pecados. En el relato del paralítico queda patente la autoridad de Cristo, que respalda su poder de perdonar con un milagro, desvaneciendo así toda duda sobre sus pretensiones divinas. Así lo entendieron quienes, cerrados a la fe, lo acusan de blasfemo. Distinta, por creyente, fue la actitud del buen ladrón que, al final de su vida, confesó humildemente su fe en Cristo. Esta confesión le valió el perdón de los pecados y la entrada en el Paraíso.
La victoria definitiva sobre el pecado, que tiene lugar en la muerte y resurrección de Cristo, se desvela plenamente el mismo día de la Pascua, cuando el Señor resucitado, convertido ya en espíritu vivificante, sopla sobre sus apóstoles y les da su propio Espíritu con la capacidad de perdonar los pecados de los hombres: Reciban el Espirita Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos. Una nueva creación despunta en esos momentos en que la gracia de la redención pasa de Cristo Resucitado a quienes, en su nombre, deberán administrarla. Las promesas de los profetas se cumplen y la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de Cristo, se instaura en el corazón de quien se une a El por la fe y por la gracia. ¡Qué bien se comprenden ahora las palabras de san Mateo al final de la escena del paralítico perdonado: la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres!
El poder comunicado a los apóstoles
La Pascua, en efecto, es el gran día para glorificar a Dios: resucitando a su Hijo, nos ofrece el don de su Humanidad llena de vida gloriosa, en la que el admirable intercambio producido en la Encarnación muestra las consecuencias salvíficas para todo el género humano. El Hijo de Dios, que asumió la naturaleza humana, nos revela hasta qué punto esa naturaleza se convierte en instrumento de santificación para nosotros. Su soplo sobre los apóstoles es el signo de la comunicación del Espíritu, la prueba de que mantiene con los hombres una relación personal y única, capaz de transmitirlos las gracias que ha obtenido por la Redención. El soplo de Cristo, signo del Espíritu que da a la Iglesia, comunica a los apóstoles su propio poder de perdonar los pecados.
Gracias a este soplo del Resucitado, el Espíritu de Cristo se comunica a la Iglesia y descansa en ella para garantizar y hacer eficaz la gracia de la Redención. Según Jesús, el Espíritu viene a convencer al mundo en lo referente al pecado, que consiste en el rechazo de Jesús y en todos los pecados que cometen los hombres y han costado la vida al Hijo de Dios. La expresión “convencer al mundo en lo referente al pecado”, decía Juan Pablo II, debe recibir el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados de la historia de la humanidad. La universalidad de la redención de Cristo abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la cruz de Cristo y, por tanto, indirectamente también al pecado de quienes “no han creído en él”, condenando a Jesucristo a la muerte de cruz.
El drama del pecado y el don de la esperanza
La misión del Espíritu, que se derrama en la Iglesia el día de Pentecostés, y que constituye el fruto inmediato del Misterio Pascual de Jesucristo, es llevar al hombre a la comprensión del drama del pecado en toda su magnitud: como rechazo del Hijo de Dios y como rechazo del amor de Dios manifestado en Cristo. Sólo aceptando este drama, el hombre puede abrirse a la esperanza que supone la muerte de Cristo a favor de los pecadores. Se trata de la esperanza de la salvación acontecido en Cristo, en cuyo nombre se nos concede la conversión y el perdón de los pecados. El hombre que, cerrado en sí mismo, puede desesperarse al experimentar su propia incapacidad de vencer el mal que existe en si, encuentra en Cristo la respuesta a su propio drama personal. A la pregunta existencial, que nace de la dolorosa experiencia por la que constata su propio pecado, y que san Pablo formula de la siguiente manera: ¡Pobre de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?, el hombre de fe puede responder con el apóstol: ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!
La experiencia de la Redención consiste sencillamente en esta liberación del pecado, que lleva al pecador a la gratitud por el don recibido en Cristo. Cristo se revela al pecador como Aquel que le salva de sí mismo, de sus pecados y de su inclinación al mal. Gracias a la acción del Espíritu, que revela al hombre la herida del pecado, Cristo se muestra como Redentor del hombre, acogiéndole con sus propios pecados y restaurándole en la gracia perdida. La predicación de la Iglesia el mismo día de Pentecostés se centra en el anuncio gozoso del perdón que Cristo otorga a quienes se convierten a El: Conviértanse, dice san Pedro, y que cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de sus pecados. Bautizarse en el nombre de Jesús quiere decir sumergirse en su pasión salvadora, morir y resucitar con él, entrar por la puerta de su costado abierto y llegar al corazón mismo del Padre misericordioso. Allí el hombre recupera su condición de hijo de Dios, amado sobremanera, y se descubre a sí mismo como salvado, redimido por Cristo. El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo... debe, con su inquietud, incertidumbre e, incluso, con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo.
Esta salida del hombre en dirección a Cristo, para confiar en él su propia miseria, constituye ya un acto de fe en su poder redentor. Es la fe de quien reconoce que Cristo acoge y no rechaza; perdona y no condena; sana sin abrir más la herida. La fe de quien descubre en él al buen pastor que busca la oveja perdida y el buen samaritano que carga con el herido, venda sus llagas y lo introduce en el descanso del Padre. De ahí que sea tan importante, en la acción pastoral de la Iglesia, disponer al hombre a este encuentro con Dios; al hombre que, consciente de su pecado, mira a su alrededor y no encuentra la respuesta misericordiosa que espera para su situación caída.
3) Una cultura, que ha perdido el sentido del pecado
Hoy, una determinada corriente cultural busca mil excusas para no llamar al pecado por su nombre. La palabra pecado desaparece progresivamente del lenguaje cotidiano, como si diera miedo a enfrentarse con la libertad del hombre y la responsabilidad que fundamenta el carácter moral de sus actos. Se recurre fácilmente a explicaciones psicológicas, sociales y hasta económicas, como configuradoras del comportamiento humano antes que confesar sencillamente: soy pecador, he pecado contra Dios y contra mis hermanos; he sido libre en lo que he hecho; me he dejado llevar del mal que habita en mí. Ocultar el pecado, excusarlo como si el hombre no tuviera libertad para decidir sobre el bien y sobre el mal, justificarlo como una consecuencia de fuerzas ciegas y ocultas que nada tienen que ver con la libertad del hombre, es no tener misericordia con el hombre. Supone dejar al hombre al margen de su propia verdad y decisión moral; darle sin respuesta a las preguntas que inevitablemente surgen en su corazón: ¿por qué he actuado así?, ¿por qué no hice el bien?, ¿cuál es la verdad de mi vida?
Por otra parte, se es inmisericorde con el hombre en el mundo actual. Es el camino del rechazo del pecador, de la condena farisaica de quienes, después de conducir al hombre hacia el mal, lo abandonan a su suerte sin echarle una mano. No somos plenamente conscientes del escándalo farisaico que provocan muchos comportamientos sociales, que, sin embargo, vienen promovidos al derivarse de los paradigmas, ejemplos y modelos de lo que con frecuencia se llama progreso, avance o modernidad. Si fuéramos conscientes de esta contradicción nos avergonzarían las propuestas que se hacen a las nuevas generaciones que implican la negación de los valores de una conducta verdaderamente humana y la exaltación de lo que destruye y aniquila al hombre. ¡Cuántas veces lo que se propugna conduce a la muerte! Los jóvenes, especialmente, son víctimas de esta terrible manipulación que recuerda aquellas palabras de Jesús: ¡Ay del mundo por los escándalos! Es forzoso, ciertamente, que vengan escándalos, pero ¡ay de aquel hombre por quien el escándalo viene!; o aquellas otras: Son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.
Abdicar de la condición humana
Los esquemas y modelos existenciales que se proponen a las nuevas generaciones sobre el amor humano y la afectividad; sobre el modo de realizarse en la sexualidad y la vida en pareja al margen y en contra del matrimonio; sobre el uso de la propia libertad carente de normas y principios éticos reguladores del comportamiento y, en general, sobre una vida en la que el criterio último de discernimiento es el hedonista del "sentirse bien", "estar a gusto consigo mismo", o "hacer con su cuerpo lo que uno quiera", conducen al hombre a abdicar de su condición humana, presidida por la razón ética y moral, y sometida a la verdad ultima y objetiva que Dios ha inscrito en el corazón del hombre.
Este concepto inmoral de la propia libertad, separado de toda referencia al orden objetivo de los valores, que ya propugna la razón, lleva a muchas víctimas del mismo al fracaso y a la ruina de su vida. Cuando caen hechos pedazos, o se aíslan en su propio drama, ¿quién los recoge?; ¿quien se culpa de su responsabilidad en este drama?; ¿quién puede reconciliar consigo mismos a quienes han perdido la confianza en sí y en quienes les han alentado en su camino? ¡Qué trágico es ver la exhibición que se hace en ocasiones en los medios de comunicación social de estas pobres personas con sus existencias rotas, como si se tratase de un espectáculo que distrae a quienes lo promueven, pero que a la postre juzga a la sociedad que los produce! ¡Qué fácil resulta entonces condenar sin que nadie asuma responsablemente su propia culpa!
Libertad y responsabilidad
Hablar de pecado es hablar de libertad y responsabilidad ante Dios y ante los hombres. Es hablar de la alienación de sí mismo, al apartarse de la verdad de su ser creado y de su vocación trascendente. Por eso, ocultar al hombre su pecado es una grave injusticia contra su propio ser y su verdadero destino: significa privarle de la conciencia de su carácter de creatura finita, capaz de ruptura con su creador -de mal moral- y privarle, por tanto, de su capacidad de reacción contra el abuso de su libertad; privarle, sobre todo, de la posibilidad efectiva de la experiencia de su conversión y vuelta a Dios. No es nada extraño que la predicación de los profetas y la del mismo Jesús ostente en sus notas distintivas la de enfrentar al hombre con la realidad de su propio pecado, no para condenarlo, sino para provocar la respuesta profundamente humana hacia la conversión, en la que el hombre se acepta a sí mismo en el ámbito de la misericordia divina.
Esta llamada de Cristo a la conversión no oculta ningún dato sobre la gravedad del pecado y el riesgo que el hombre tiene de perder la salvación eterna, si no se vuelve a Dios y acepta su ley; no oculta, ciertamente, la trascendencia que todo acto humano tiene en la presencia de Dios y que sitúa al hombre ante la decisión de optar por la vida o por la muerte. La predicación de Jesús alcanza, en este sentido, niveles de especial dramatismo que revelan el juicio de Dios ante la posibilidad de entrar o no entrar en el Reino de los cielos. Difícilmente pueden olvidarse palabras como éstas: Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la Vida que con las dos manos ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Más vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado en la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna.
La fuerza de estas palabras reside en el valor que Cristo da a entrar en el Reino de Dios, que es la Vida. Si acentúa la importancia de la decisión del hombre de cara a sí mismo es en razón de su destino eterno. Como los profetas del Antiguo Testamento, Jesús no duda en utilizar imágenes que conmuevan al hombre en su ser intimo, pues se trata de exhortarle a optar por la Vida que no tiene fin. El pecado, por tanto, es presentado como la gran amenaza que pone en peligro el destino eterno de salvación. Con su predicación, Jesús llama al hombre a decidirse luchando contra el pecado que arriesga su salvación más allá de la muerte. Por una parte, le asegura que Dios es el Padre que perdona los pecados y busca al pecador; y por otra, le urge a tomar partido en el drama de salvarse a sí mismo, perdiendo para ello si fuera posible el mundo entero y hasta la propia vida. En ese drama, el hombre no está sólo, pues ha recibido el poder del Espíritu que le sostiene en la lucha y le asegura el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.


3. LA CELEBRACIÓN DE LA MISERICORDIA
La celebración de la reconciliación asume un profundo y alto significado, pues es un encuentro en torno a la cruz, una celebración de la misericordia de Dios, que cada uno podrá experimentar personalmente en este sacramento de la confesión. El penitente invoca la misericordia de Jesús que “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).
El cuerpo desgarrado de Jesús es la luz que no fue derrotada por las tinieblas. La oscuridad del pecado nunca podrá suprimir la luz de la misericordia divina. Los penitentes disipan la oscuridad gracias a una confesión sincera de sus pecados: “El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo” (Dives in misericordia, 7).

1) El segundo bautismo
El gozo de Dios por cada pecador que se convierte se celebra en la Iglesia, si se trata de un no cristiano, con el sacramento del bautismo y, si se trata de un cristiano, con la novedad de otro sacramento instituido por Cristo: el de la reconciliación y penitencia. Con estos nombres se expresa la acción de Dios y del pecador: Dios reconcilia al pecador estableciéndole de nuevo en su amistad y el pecador se arrepiente y realiza obras en las que muestra la autenticidad de su conversión. La importancia de este sacramento ha sido puesta de relieve en la Iglesia, equiparándolo al bautismo pues devuelve al pecador la inocencia de la gracia bautismal. Así, san Ambrosio habla del agua del bautismo y de las lágrimas de la penitencia, y los Santos Padres se refieren a él como bautismo laborioso o la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia.
Recuperar la gracia perdida, volver a la amistad con Dios, restablecer la alianza y hallar de nuevo la paz es, sin duda, el mayor motivo de esperanza que la fe cristiana nos presenta después del bautismo. Las imágenes que utiliza Jesús para revelarnos la grandeza del perdón de Dios son imágenes de fiesta en torno a un banquete donde la alegría es la nota distintiva. La Iglesia, por tanto, celebra gozosamente el retorno del pecador al Padre con la conciencia clara de que la salvación de Dios entra en la casa de cada pecador arrepentido.
La grandeza de este don de Dios, que renueva el misterio de la Redención en cada bautizado, justifica sobradamente el hecho de que la Iglesia vele por que nunca falte al pecador la gracia de la reconciliación y que se celebre con la profundidad que requiere. Está en juego el destino eterno del hombre y la gratuidad con que Dios ofrece a cada pecador el fruto de la Redención de Cristo. Desde sus orígenes, la Iglesia tiene clara conciencia de ser el lugar donde acontece y se muestra la misericordia de Dios. Por ello, protege el sagrado derecho del pecador a retornar, movido por un incoercible deseo de liberación del pecado, a la casa paterna. En ese momento misterioso de la gracia, el pecador debe encontrar siempre a la Madre Iglesia dispuesta a acoger, perdonar e integrar en su seno al hijo pródigo.
Penitencia y reconciliación
La Pastoral de la penitencia y de la reconciliación, que el Sínodo de 1983 quiso promover, encuentra su justa definición en las palabras de Juan Pablo II: Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia, continuadora de la obra redentora de su divino Fundador. Esta es una misión que no acaba en meras afirmaciones teóricas o en la propuesta de un ideal ético que no esté acompañado de energías operativas, sino que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una práctica concreta de la penitencia y la reconciliación. Esta oportuna observación del Papa pone el dedo en la llaga de la crisis actual del sacramento. Con mucha frecuencia, pastores y fieles nos quedamos en afirmaciones teóricas sobre la reconciliación o en propuestas de ideales éticos, presentados como utópicos, inalcanzables al mismo hombre, y olvidamos que la Iglesia tiene un ministerio, llamado de reconciliación, gracias al cual el hombre recibe la energía para obrar el bien y hacer eficaz la conversión y la penitencia. Por este ministerio el hombre recupera la confianza en la gracia de Dios, que es más poderosa que la ruina ocasionada por el pecado.
La Iglesia, al realizar este ministerio, invita al hombre a acercarse a Cristo Redentor con la certeza de que en El hallará el perdón de toda culpa. El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el pecador puede, siempre de nuevo, con todo su ser, 'apropiarse' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y Redención para encontrarse a así mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha 'merecido tener tan grande Redentor!
2) Los actos del penitente
Este hondo proceso, a través del cual el hombre se acerca a Cristo con su debilidad y pecaminosidad, está compuesto por una serie de actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso. Estos actos tienen su origen en la gracia de Dios, que llama a la conversión, y que arrastra al pecador con la fuerza del arrepentimiento, o compunción del corazón, hasta la confesión humilde, integra y total de sus pecados, con el vivo y ardiente deseo de no volver a pecar sostenido por la confianza en el poder de Dios. En la parábola del hijo pródigo, el mismo Cristo nos ha descrito de modo magistral este itinerario que levanta al hombre de su condición pecadora y le impulsa hasta el Padre que le abraza y le devuelve la dignidad perdida. En este itinerario, el pecador examina su conciencia a la luz de su dignidad de hijo de Dios, que le da la medida de su pecado. El Padre bueno está en el horizonte de su mirada, como norma de su perfección y santidad, y, por tanto, como Aquel que le recuerda el amor para el que ha sido creado.
Examen de conciencia
El examen de conciencia no es el análisis introspectivo, meramente psicológico, de quien, centrado en sí mismo, busca descubrir los resortes y mecanismos de su conducta para llegar a un conocimiento personal que le satisfaga plenamente y le justifique ante sí mismo. El examen de conciencia, que propone la Iglesia, parte de la revelación de lo que somos ante Dios -¡hijos muy amados!- y de la constatación de nuestra Infidelidad a la alianza con Dios, quebrantada por nuestros pecados. Es un examen hecho a la luz de la verdad de la Palabra de Dios en la que encontramos los mandamientos como expresión de su plan salvador sobre nosotros. Guardar la Palabra y los mandamientos de Cristo es la condición necesaria para permanecer en su amor.
Dolor de los pecados
17. Es justamente la conciencia de no permanecer en Dios y de no amarle por encima de todas las cosas, al quebrantar cualquiera de sus mandamientos, lo que provoca en el corazón del pecador ese movimiento interno de afectos que llamamos contrición, arrepentimiento o dolor de corazón. Es un sentimiento noble, nada insano, profundamente filial y generoso que nos impulsa hacia el Padre para manifestarle que hemos pecado contra él. Cuánto más intenso, auténtico y puro sea este afecto, más prontitud tendrá el pecador para acudir al Padre y más crecerá el aborrecimiento del pecado que le alejó de él. La verdadera contrición purifica al pecador, le consuela y le devuelve la confianza en el amor de Dios, y acrecienta en él el deseo de no ofenderle nunca más. Es preciso desear esta gracia y suplicarla constantemente como el don que nos confirma en la fidelidad a Dios. Quien la posee llegará a entender lo que dice san Juan: Todo el que permanece en El, no peca. Quien ama a Dios de esta manera recibe la gracia de no apartarse de él.
Confesión sencilla y humilde
Esta salida de la situación de pecado en busca del abrazo del Padre culmina en la confesión sencilla, humilde y sincera de los pecados cometidos. Es el acto propio de la confesión en el que, movido por el dolor de haber ofendido a Dios o por el mas imperfecto causado por el temor del castigo eterno, el pecador abre su conciencia a la Iglesia, en la persona del sacerdote, y se acusa de los pecados que le causaron la pérdida de la amistad con Dios, o debilitaron la vida de la gracia. Este acto de profunda humildad es el signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios..., gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona. Un gesto así complace a Dios en extremo pues le ofrece el corazón contrito y humillado, verdadero sacrificio de expiación.
Esta confesión, que nace del amor a Dios, no escamotea la culpa, ni busca justificarse ante Dios que conoce la verdad de cada vida. Tampoco escudriña en su conciencia escrupulosamente como si la gracia de Dios dependiera de la minuciosidad con que se formulan los pecados. El pecador, consciente de su enfermedad y dolencia, se sitúa en la verdad de su vida, abre su conciencia, en el secreto inviolable de la confesión, sin ocultar ninguna circunstancia que agrave su estado, ni el número de los pecados cometidos, de forma que pueda ser sanado, confortado y absuelto tal como se halle en la presencia de Dios. De la sinceridad de su acusación dependerá en gran medida la eficacia curativa del sacramento. Como el enfermo ante el médico, el pecador arrepentido se muestra con sinceridad ante el sacerdote que hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo.
Respuesta de Dios: La vida nueva de la reconciliación
La respuesta de Dios a este acto de humildad es la reconciliación concedida en virtud de la muerte y resurrección de Cristo. Mediante la absolución del sacerdote, otorgada individualmente después de haber acogido y escuchado tranquilamente al pecador, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia. La misericordia triunfa sobre la culpa y la ofensa; y la gracia regenera al pecador restableciendo la amistad con Dios. Tras la muerte espiritual que causa el pecado mortal, el perdón opera una resurrección a la vida que celebra el sacramento, en la fe que nos da la certeza de ser reconciliados con Dios. ¡Qué bien se comprende entonces el júbilo de la salvación que expresa san Anselmo de Canterbury en su meditación sobre la redención del hombre!: Oh alma cristiana, alma resucitada de una muerte cruel, alma redimida y liberada por la sangre de Cristo de una mísera esclavitud: aviva tu mente, recuerda tu renacimiento, reflexiona en tu redención y liberación. Reconsidera en qué consiste y cuál es la fuerza que te ha salvado... saborea la bondad de tu Redentor, inflámate de amor por tu Salvador... ¿Dónde está y cuál es la virtud y fortaleza de tu salvación? Ciertamente es Cristo quien te ha resucitado, aquel buen samaritano te ha curado, aquel amigo bueno te ha redimido y liberado mediante su alma. Cristo, quiero decir. La fuerza que te ha salvado es la fuerza de Cristo.
La gratitud del penitente
La gratitud a Cristo por la salvación recibida de él se convierte no sólo en un firme propósito de no pecar sino en un deseo, que responde a una necesidad inscrita en el ser mismo de la persona, de reparar el mal hecho mediante obras de penitencia. La gracia del perdón no puede pagarse con nada. Es obra divina de la que nos hacemos deudores a lo largo de toda nuestra vida. Podemos y debemos, sin embargo, reparar nuestros pecados mediante actos de justicia y santidad que curen el desorden que el pecado deja en nuestro ser y orienten nuestra vida hacia el auténtico servicio de Dios y de los hombres. A la penitencia que el sacerdote impone como signo de la conversión que exige el sacramento, debe acompañar el ejercicio de la virtud de la penitencia que ayuda al cristiano convertido a seguir unido al misterio de la pasión de Cristo. Forma parte de La grandeza del amor de Cristo -dice Juan Pablo II- no dejamos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: 'Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia'.
Esta incorporación a la pasión de Cristo nos ayuda a entender la realidad de la 'vicariedad' sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo y a descubrir, por tanto, que si Cristo se ha ofrecido a favor de mis pecados, también yo, unido a él, puedo ser para otros una gracia en el proceso de su conversión. En realidad, sólo con la entrega de uno mismo a Cristo se agradece el don de su Redención. Esta respuesta afectiva del pecador que experimenta la redención de Cristo en su propia vida es la mejor manera de celebrar el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte en la vida de cada cristiano. Ésta se convierte en un canto de alabanza a la misericordia de Dios.



4. LA DIVERSIDAD DE PECADOS
En este apartado seguiremos en todo al Catecismo de la Iglesia Católica (1852-1869) La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: ‘Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios’ (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).
Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: ‘De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre’ (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.
a) La gravedad del pecado: pecado mortal y venial
“Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”
El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación: Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc. En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 88, 2).
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’ (RP 17).
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.
El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.
La ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.
El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.
El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. ‘No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna’ (RP 17): El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión... (S. Agustín, ep. Jo. 1, 6).
“El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

b) La proliferación del pecado
El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.
Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
La tradición catequética recuerda también que existen ‘pecados que claman al cielo’. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jn 5, 4).
El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
 participando directa y voluntariamente;
 ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
 no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
 protegiendo a los que hacen el mal.
Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las ‘estructuras de pecado’ son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un ‘pecado social’ (cf RP 16)”.

4. LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN
“Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación. Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado, favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios. Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo…” .
Benedicto XVI, por su parte, nos recuerda que “el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el Sacramento de la Reconciliación”. Vivimos en una cultura marcada por un fuerte relativismo y una pérdida del sentido del pecado que nos lleva a olvidar la necesidad del sacramento de la Reconciliación para acercarnos dignamente a recibir la Eucaristía.
Igualmente, hemos de valorar este regalo maravilloso de Dios y acercarnos a él para renovar la gracia bautismal y vivir, con mayor autenticidad, la llamada de Jesús a ser sus discípulos misioneros.
El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el pecador experimenta de manera singular el encuentro con Jesucristo, quien se compadece de nosotros y nos da el don de su perdón misericordioso, nos hace sentir que el amor es más fuerte que el pecado cometido, nos libera de cuanto nos impide permanecer en su amor, y nos devuelve la alegría y el entusiasmo de anunciarlo a los demás con corazón abierto y generoso.
Por tanto, para vivenciar la comunión en la Iglesia es necesario recurrir a la Eucaristía y a la Reconciliación, dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La conversión nace de la Eucaristía y favorezca para ello la confesión individual frecuente. Así, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.
La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!” (2 Co 5, 20). Así pues, si el laico o sacerdote tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.
Se ha de tener siempre presente que la confesión individual es el único modo ordinario para que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilie con Dios y con la Iglesia, para retornar a la comunión con Cristo y con la Iglesia, que culmina en la Eucaristía.

1) Comunión y reconciliación
La Eucaristía es también banquete sagrado, en el que recibimos a Jesucristo como alimento de nuestras almas, que exige, antes de recibirlo, estar reconciliados con Dios, consigo mismo y con los demás.
En la Comunión, por tanto, se recibe a Jesucristo sacramentado en la Eucaristía; de manera que, al comulgar, entra en nosotros mismos Jesucristo vivo, verdadero Dios y verdadero hombre, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida de la iglesia, y también lo es de nuestra vida en Dios. La Iglesia manda comulgar al menos una vez al año, en estado de gracia; recomienda vivamente la comunión frecuente y, si es posible, siempre que se asista a la Santa Misa, para que la participación en al sacrificio de Jesús sea completa.
Para comulgar debidamente se ha de observar el ayuno eucarístico y estar en estado de gracia: El ayuno consiste en abstenerse de tomar cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada Comunión, a excepción del agua y de las medicinas. Los enfermos y sus asistentes pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior. Y, lo segundo a tener en cuenta es que, el que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal no puede recibir la Comunión sin haber acudido antes al sacramento de la Penitencia o Reconciliación, pues para comulgar no basta el acto de contrición, en asunto de pecados mortales.
En cuanto al pecado hay que decir que es una falta contra la razón, la verdad y la conciencia recta. Es una falta al amor verdadero que debemos a Dios, a nosotros mismos y al prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes que aparecen como atractivos por efectos de la tentación, pero que en verdad son dañinos para el hombre. Por eso el Papa Juan Pablo II señala que el pecado, bajo la apariencia de bueno o agradable, es siempre un acto suicida.
Es grande la variedad de pecados que se cometen por egoísmo y por falta de visión sobrenatural. Pero el pecado más grave es que se ha perdido la conciencia de pecado; y cada persona se convierta en juez para calificar lo que es bueno y lo que es malo, como si fueran Dios. El que ha perdido la conciencia de pecado, vive en la oscuridad, en la mentira, como el anticristo que niega y rechaza la redención de Jesús, los méritos de salvación, que él nos alcanzó en la Cruz.
2) La eucaristía perdona los pecados
Cristo instituyó, con el sacerdocio ministerial, el sacramento de la Eucaristía, que es como el centro y el corazón de la Iglesia y ‘repite’ el sacrificio de la Cruz, a fin de que el Redentor sea ofrecido con nosotros al Padre, se convierta en nuestro alimento espiritual y permanezca con nosotros de modo singular hasta el fin de los siglos.
El sacramento de la Eucaristía perdona los pecados. La celebración de la Misa se sitúa como momento clave de la sagrada liturgia que es “la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10). En este gesto sacramental el Señor Jesús representa su Sacrificio de obediencia y donación al Padre en favor nuestro y en unión con nosotros: “para la remisión de los pecados” (cf. Mt 26, 28).
El Concilio de Trento en este sentido habla de la Eucaristía como de “antídoto por medio del cual somos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales” (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 2, Dez.-Schön. 1638; cf. 1740). Más aún, el mismo Concilio de Trento habla de la Eucaristía como del sacramento que otorga la remisión de los pecados graves, pero a través de la gracia y el don de la penitencia (cf. Decreto De SS. Missae sacrificio, cap. 2, Denz.-Schön. 1743), la cual está orientada e incluye, al menos en la intención —"in voto"—, la confesión sacramental. La Eucaristía, como Sacrificio, no sustituye y no se pone en paralelismo con el sacramento de la Penitencia: más bien se establece como el origen del que derivan y el fin al que tienden todos los otros sacramentos, y en particular la Reconciliación; “perdona los delitos y los pecados incluso graves” (ib.) ante todo porque incita a la confesión sacramental y la exige .
El Concilio de Trento exige que quien tiene sobre su conciencia un pecado grave, no se acerque a la comunión eucarística antes de haber recibido, de hecho, el sacramento de la Reconciliación (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 7, Denz.-Schön. núms. 1647; 1661).
San Pablo enseña: “Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1Cor 11, 28), y Juan Pablo II afirma: “Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era 'arrepentíos y creed en el Evangelio' (metanoeite) (Mc 1, 15), el sacramento de la pasión, de la cruz y resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el 'arrepentíos'. Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual (1Pe 2, 5), en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo” (Redemptor hominis, 20).
No olvidemos que queda en pie la advertencia de San Pablo: “El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1Cor 11, 29). “Discernir el Cuerpo del Señor” significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida", que Jesús ha prometido a todos los que están en comunión con Él (cf. Jn 15, 11 etc.) .


5. UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
“Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a os enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios” (LG 11).
La Iglesia cree y confiesa que, entre los siete sacramentos, existe un sacramento especialmente destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad: la Unción de los enfermos: Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor como un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho, insinuado por Mc (cf.Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado por Santiago, apóstol y hermano del Señor [cf. St 5,14-15] (Cc. de Trento: DS 1695).
En la tradición litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, se poseen desde la antigüedad testimonios de unciones de enfermos practicadas con aceite bendito. En el transcurso de los siglos, la Unción de los enfermos fue conferida, cada vez más exclusivamente, a los que estaban a punto de morir. A causa de esto, había recibido el nombre de "Extremaunción". A pesar de esta evolución, la liturgia nunca dejó de orar al Señor a fin de que el enfermo pudiera recobrar su salud si así convenía a su salvación (cf. DS 1696).
La Constitución apostólica ‘Sacram Unctionem Infirmorum’ del 30 de Noviembre de 1972, de conformidad con el Concilio Vaticano II (cf SC 73) estableció que, en adelante, en el rito romano, se observara lo que sigue: El sacramento de la Unción de los enfermos se administra a los gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite de oliva debidamente bendecido o, según las circunstancias, con otro aceite de plantas, y pronunciando una sola vez estas palabras: “Por esta santa Unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad” (cf. CIC, can. 847,1).

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