lunes, 9 de mayo de 2011

GRandeza de ser Madre


Mujer, ¿quién eres?
Grandeza e Identidad y misión

10 de mayo, el Día de la madre, el día de todas y cada una de las madres, con su individualidad irrepetible, con las características propias de toda mujer y de toda madre. Cada uno de nosotros hoy recuerda a su propia madre. Son muchas las que viven aún, pero hay otras que ya no viven. Y por todas las madres oramos, a todas expresamos nuestro afecto cordial y nuestros mejores deseos: pidiendo al autor de toda maternidad que encuentren consuelo en el fruto de su maternidad, que el Señor las bendiga, y que se sientan bendecidas y amadas por todos. A la única Madre de las madres hemos encomiendo a las madres del Bajío guanajuatense y a todas las madres del mundo.
Finalizábamos el programa haciendo referencia a las características específicas de la mujer. En el mundo de las ciencias y las artes, de las letras y las comunicaciones, de la política, la actividad sindical y la universidad, la mujer tiene su lugar y sabe ocuparlo muy bien. Pero, de igual modo, nadie debe ignorar que, sirviendo a la sociedad familiar con sus propias características, la mujer esposa y madre sirve directamente a la sociedad mayor y también a la humanidad.
La misión que Dios ha confiado a la mujer en su sabio plan se funda en la profundidad de su ser personal que, a la vez que la iguala al hombre en dignidad, la distingue de él por las riquezas específicas de la femineidad, pues la mujer representa “un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad [...], independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera”. (Mulieris dignitatem, 29).
Nunca se insistirá bastante en el hecho de que es preciso valorar a la mujer en todos los ámbitos de la vida. Con todo, hay que reconocer que, entre los dones y las tareas que le son propias, destaca de manera especial su vocación a la maternidad.
Con ella, la mujer asume casi un papel de fundación con respecto a la sociedad. Es un papel que comparte con su esposo, pero es indiscutible que la naturaleza le ha atribuido a ella la parte mayor. A este respecto, escribí en la carta apostólica Mulieris dignitatem: “Aunque “el hecho de ser padres” pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es “la que paga” directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que, en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer” (n. 18).
De la vocación materna brota la singular relación de la mujer con la vida humana. Abriéndose a la maternidad, ella siente surgir y crecer la vida en su seno. Es privilegio de las madres hacer esta experiencia inefable, pero todas las mujeres, de alguna manera, tienen intuición de ella, dado que están predispuestas a ese don admirable.
La misión materna es también fundamento de una responsabilidad particular. La madre está puesta como protectora de la vida. A ella le corresponde acogerla con solicitud, favoreciendo ese primer diálogo del ser humano con el mundo, que se realiza precisamente en la simbiosis con el cuerpo materno. Aquí es donde comienza la historia de todo hombre, Cada uno de nosotros, repasando esa historia, no puede menos de llegar a aquel instante en que comenzó a existir dentro del cuerpo materno, con un proyecto de vida exclusivo e inconfundible. Estábamos en nuestra madre, pero sin confundirnos con ella: necesitados de su cuerpo y de su amor, pero plenamente autónomos en nuestra identidad personal.
La mujer está llamada a ofrecer lo mejor de sí al niño que crece dentro de ella. Y precisamente haciéndose don, se conoce mejor a sí misma y se realiza en su femineidad. Se podría decir que la fragilidad de su criatura despierta sus mejores recursos afectivos y espirituales. Es un verdadero intercambio de dones. El éxito de este intercambio es de inestimable valor para el desarrollo sereno del niño.
Pero frente a estas reflexiones, surge el escenario preocupante del extravío espiritual y de la crisis cultural que afecta al hombre contemporáneo, y que no puede menos de tener efectos insidiosos también con respecto a una auténtica y equilibrada comprensión del papel y la misión de la mujer. Se trata de una desorientación y de una crisis de carácter personal y social, que exponen al hombre al peligro de caer en la indiferencia ética, el aturdimiento hedonista, la autoafirmación a menudo agresiva y siempre lejana de la lógica del auténtico amor y de la solidaridad.
Ante una situación tan preocupante, se puede comprender fácilmente la urgencia y la actualidad de una nueva evangelización, que anuncie a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo y les brinde la certeza de la ternura con la que continuamente sigue nuestro camino. Así pues, un anuncio de alegría y esperanza, que contrarreste el sentido de soledad deprimente a la que tantas veces exponen la falta de certezas, la complejidad de la vida moderna y la angustia del futuro. Pero, a la vez, un anuncio exigente, que impulse a aceptar con generosidad el plan y la invitación de Dios, y no dude en entregar íntegramente la verdad sobre el hombre, como aparece a la luz de la razón y ha sido plenamente revelada por aquel que es «camino, verdad y vida» de los hombres (cf. Jn 14, 6).
María, a quien hoy invocamos bajo el título de santísima Virgen del Carmen, hizo plenamente esa experiencia, pues tuvo la misión de engendrar en el tiempo al Hijo eterno de Dios. En ella la vocación materna alcanza la cima de su dignidad y de sus potencialidades. Que la Virgen santísima ayude a las mujeres a ser cada vez más conscientes de su misión e impulse a la sociedad entera a expresar a las madres toda forma posible de reconocimiento y cercanía.
¡FELICIDADES!

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