lunes, 9 de mayo de 2011

Refllexiones del Evangelio de cada día, Tercera semana de cuaresma


Jesús, pan de vida eterna

TERCERA SEMANA
Lunes Jn 6, 22-29
No trabajen por el alimento que se acaba, sino por el que dura para la vida eterna. Jesús se alejó de la gente que quería hacerlo rey y la gente lo buscó hasta encontrarlo, entonces Jesús les dice que lo buscan porque se saciaron de comida pero lo que debían buscar era el alimento que dura hasta la vida eterna. Jesús es el pan de la vida. En efecto, Jesús nos ha dicho: Yo soy el pan de la vida! Yo soy su alimento, su confort, su esperanza, su felicidad.
Nosotros también hemos de Buscar a Jesús personalmente con el ansia y el gozo de descubrir la verdad, que da honda satisfacción interior y gran fuerza espiritual para poner en práctica después lo que El exige, aunque cueste sacrificio. Nosotros no tenemos qué descaminarnos mucho, para encontrar a Jesús, El esta no sólo cerca, sino dentro de nosotros mismos. Jesús no es una idea ni un sentimiento ni un recuerdo. Jesús es una “persona” viva siempre y presente entre nosotros.
El que busca a Jesús lo encuentra, el que lo encuentra lo ama, y encuentra el sentido a su vida. Por tanto, conozcamos a Jesús, para amarlo, Le podemos encontrar al partir el pan de la palabra y en el pan de la Eucaristía. Está presente de modo sacrificial en la Santa Misa que renueva el Sacrificio de la cruz. Ir a Misa significa ir al Calvario para encontrarnos con El, nuestro Redentor.
Todos debemos buscar a Jesús. Muchas veces hay que buscarlo porque todavía no se le conoce; otras, porque lo hemos perdido; a veces se le busca para conocerle mejor, para amarlo más y hacerlo amar. Se puede decir que toda la vida del hombre y toda la historia humana es una gran búsqueda de Jesús.
Jesús no está lejos, Él viene a nosotros en la santa comunión y queda presente en el sagrario de nuestras iglesias, porque El es nuestro amigo, amigo de todos, y desea ser especialmente amigo y fortaleza en el camino de nuestra vida, que tiene tanta necesidad de confianza y amistad.
Martes Jn 6, 30-35
No fue Moisés, sino mi Padre, quien les dio el verdadero pan del cielo. La milagrosa multiplicación de los panes no había suscitado la esperada respuesta de fe en los testigos oculares de ese acontecimiento. Querían una nueva señal: “¿Qué señal haces, para que, viéndola, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer” (Jn 6, 30-31). Así, los discípulos que rodean a Jesús esperan una señal semejante al maná, que sus padres habían comido en el desierto. Sin embargo, Jesús los exhorta a esperar algo más que una ordinaria repetición del milagro del maná, a esperar un alimento de otro tipo. Cristo les dice: “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6, 32-33).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el ‘pan vivo’ que ‘da la vida al mundo’.
El Hijo de Dios se nos entrega en el santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Cuán infinitamente grande es la liberalidad de Dios! Responde a nuestros más profundos deseos, que no son únicamente deseos de pan terreno, sino que alcanzan los horizontes de la vida eterna. ¡Este es el gran misterio de la fe!
Miércoles
Jn 6, 35-40
La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga la vida eterna. Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, ‘su Hijo amado’, en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: “Crean en Dios, crean también en mí” (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre” (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27) (CIgC 151).
Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e. a.). “Puesto que ‘sin la fe... es imposible agradar a Dios’ (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin' (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna” (Cc. Vaticano I: DS 3012; cf. Cc. de Trento: DS 1532: Cfr. CIgC 161).
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios ‘cara a cara’ (1 Cor 13,12), ‘tal cual es’ (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2, 4, 1).

Jueves
Jn 6, 44-51
Yo soy el pan que ha bajado del cielo. En el Cenáculo se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Estas palabras se verifican con la institución de la Eucaristía durante la Ultima Cena.
Cristo es luz de los pueblos; es la Palabra hecha carne para ser nuestra luz; es el Pan bajado del cielo para ser la vida de todos. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Ibíd., 12, 32). Cristo, elevado en la cruz entre el cielo y la tierra, exaltado a la derecha del Padre, levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes en gesto de ofrenda al Padre y de adoración, es la luz de los pueblos, faro luminoso para nuestro camino, viático y meta de nuestro caminar.
El mundo, nosotros hemos de hacer un alto con frecuencia en nuestra vida para meditar que, entre tantos caminos que conducen a la muerte, uno sólo lleva a la vida. Es el camino de la Vida eterna. Es Cristo. Es Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne. Pan bajado del cielo. Es Cristo, elevado en la Cruz entre el cielo y la tierra. Levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes, en gesto de ofrenda al Padre y de adoración. Cristo. Él es el Pan y el camino de vida eterna. Él es el pan que ha bajado del cielo para darnos vida eterna.
Viernes
Jn 6, 52-59
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Jesús, en su carne y en su sangre, se convierte en comida y bebida de la humanidad. En el banquete eucarístico el hombre se alimenta de Dios.
Jesús subraya vigorosamente la verdad objetiva de sus palabras, afirmando la necesidad del alimento eucarístico: “En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53). No se trata de una comida puramente espiritual, en que las expresiones ‘comer la carne’ de Cristo y ‘beber su sangre’, tendrían un sentido metafórico. Es una verdadera comida, como precisa Jesús con fuerza: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 55).
Esta comida no es menos necesaria para el desarrollo de la vida divina en los fieles, que los alimentos materiales para el mantenimiento y desarrollo de la vida corporal. La Eucaristía no es un lujo ofrecido a los que quieran vivir más íntimamente unidos a Cristo: es una exigencia de la vida cristiana. Esta exigencia la comprendieron los discípulos, porque, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, en los primeros tiempos de la Iglesia, la ‘fracción del pan’, o sea, la comida eucarística, se practicaba cada día en las casas de los fieles “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46).
Al recibir a Cristo muerto y resucitado, participamos de su gracia, que nos ayuda a superar las pruebas de la vida presente y que nos da fuerza para abrirnos al amor a Dios y a la entrega generosa a los hermanos.
Sábado. San Matías, Apóstol
Jn 15, 9-17
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido. Estas palabras las tenemos todos grabadas a fuego en nuestros corazones: ¡ustedes y yo! Son las palabras de Jesús en el marco familiar e íntimo de la última Cena, cuando el Señor abre de par en par su corazón a sus discípulos. Por una parte, es la gratuidad de elección de aquellos a quienes constituye ministros suyos, a quienes confía una misión de particular importancia; pero, por otra parte, todos hemos sido elegidos a cumplir una misión, y cada uno y todos a vivir en el amor y en la amistad con Jesús. Todos hemos sido elegidos por Él ara ser satos, para ir a la cada del Padre. U en todo y en todos, es Dios quien inicia el diálogo en la historia de la salvación, tejida en esa maravillosa realidad de su amor. Es Él quien toma la iniciativa con la fuerza transformadora de su Palabra, que todo lo recrea. “El nos amó primero” (1Jn 4,9).
La propuesta que Jesús hace a todos es la misma: «¡Sígueme!”, en el camino que Él nos otorgado a cada uno, en nuestra propia vocación; está elección es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; desde nuestra propia situación nos enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24); nos invita a salir de la propia voluntad cerrada en sí misma, de nuestra idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarnos guiar por ella; nos hace vivir la comunión con Dios y con nuestros hermanos, que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de los seguidores de Jesús: “La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros” (Jn 13, 35).

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