viernes, 23 de diciembre de 2011

Homilías de la octava de Navidad: 26 al 31 de diciembre de 2011



DÍAS DESPUÉS DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

26 de diciembre

San Esteban (Mt 10,17-22) (Cfr. Benedicto XVI, 26 de diciembre de 2006)

Al día siguiente de la solemnidad de Navidad, celebramos hoy la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. A primera vista, unir el recuerdo del ‘protomártir’ y el nacimiento del Redentor puede sorprender por el contraste entre la paz y la alegría de Belén y el drama de san Esteban, lapidado en Jerusalén durante la primera persecución contra la Iglesia naciente. En realidad, esta aparente contraposición se supera si analizamos más a fondo el misterio de la Navidad. El Niño Jesús, que yace en la cueva, es el Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre. Él salvará a la humanidad muriendo en la cruz. Ahora lo vemos en pañales en el pesebre; después de su crucifixión, será nuevamente envuelto con vendas y colocado en un sepulcro. No es casualidad que la iconografía navideña represente a veces al Niño divino recién nacido recostado en un pequeño sarcófago, para indicar que el Redentor nace para morir, nace para dar su vida como rescate por todos.

San Esteban fue el primero en seguir los pasos de Cristo con el martirio; murió, como el divino Maestro, perdonando y orando por sus verdugos (cf. Hch 7, 60). En los primeros cuatro siglos del cristianismo todos los santos venerados por la Iglesia eran mártires.

Para los creyentes, el día de la muerte, y más aún el día del martirio, no es el fin de todo, sino más bien el ‘paso’ a la vida inmortal, es el día del nacimiento definitivo, en latín, el dies natalis. Así se comprende el vínculo que existe entre el dies natalis de Cristo y el dies natalis de san Esteban. Si Jesús no hubiera nacido en la tierra, los hombres no habrían podido nacer para el cielo. Precisamente porque Cristo nació, nosotros podemos ‘renacer’.

Que san Esteban, el cual vivió su fidelidad a Cristo hasta el martirio, nos impulse también a nosotros a seguir los pasos del Señor, testimoniando con audacia el amor que Dios ofrece a todos los hombres, revelado plenamente en el nacimiento de Jesús.

27 de diciembre

 San Juan Apóstol y Evangelista (Jn 20, 2-9)

El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero el sepulcro. La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía.

Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’.

Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella ‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2).

Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor.

28 de diciembre

Santos Inocentes, Mártires (Mt 2, 13-18)

Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años en la comarca de Belén. Hemos escuchado en el texto evangélico que “Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13).

Y cuando partieron los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte.

La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador. Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.

Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta.

Que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.



29 de diciembre

Lc 2, 22-35

Cristo es la luz que alumbra a todas las naciones. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la ‘señal’ que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12).

El apóstol san Juan escribe en su primera carta: ¡Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna! (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: “Dios es amor”. Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

El Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, “luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo, Israel” (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios, exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo.

Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.

El Padre de la Luz, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, nos colme con su felicidad y nos haga mensajeros de su bondad.



30 de diciembre

La Sagrada Familia (Lc 2,41-52)

(Cfr. Benedicto XVI, 31 de diciembre de 2006)

Jesús debía “ocuparse de las cosas de su Padre”. En este último domingo del año celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En el Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad.

En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a su autoridad durante todo el tiempo de su infancia y su adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Así puso de relieve el valor primario de la familia en la educación de la persona. María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a hacer la peregrinación a Jerusalén, como narra el pasaje evangélico que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación. Cuando tenía doce años, permaneció en el Templo, y sus padres emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les hizo comprender que debía “ocuparse de las cosas de su Padre”, es decir, de la misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).

Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.

La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el ‘prototipo’ de toda familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

La santidad de la familia es el camino real y el recorrido obligado para construir una sociedad nueva y mejor, para volver a dar esperanza en el futuro a un mundo sobre el que pesan tantas amenazas. Por eso, las familias cristianas de hoy han de saber aprender de ese núcleo de amor y de entrega sin reservas que fue la Sagrada Familia. El Hijo de Dios hecho un niño, como todos los nacidos de mujer, recibía allí continuamente los cuidados de la Madre. María, que siempre había permanecido Virgen, consagraba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad, y por eso también hoy todas las generaciones la llaman bienaventurada. José, designado para proteger el misterio de la filiación divina de Jesús y la maternidad virginal de María, cumplía su papel, de forma consciente, en silencio y en obediencia a la voluntad divina. ¡Qué escuela, qué misterio!

El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los seres humanos, transformándolos profundamente desde dentro, para hacerlos semejantes a Él, Hijo del Padre celestial. Para llevar a cabo esa misión, pasó la mayor parte de su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad, que contiene virtualmente todo el organismo.

La familia de por sí es sagrada, porque sagrada es la vida humana, que solamente en el ámbito de la institución familiar se engendra, se desarrolla y perfecciona de forma digna del hombre. La sociedad del mañana será lo que sea hoy la familia.

Ésta, por desgracia, en la actualidad está sometida a toda clase de insidias por parte de quien busca herir su tejido y minar la natural y sobrenatural unidad, disgregando los valores morales sobre los que se funda con todos los medios que hoy pone a su alcance el permisivismo social…

El secreto de la verdadera paz, de la mutua y permanente concordia, de la docilidad de los hijos, del florecimiento de las buenas costumbres está en la constante y generosa imitación de la amabilidad, modestia y mansedumbre de la familia de Nazaret, en la que Jesús, Sabiduría eterna del Padre, se nos ofrece junto con María, su madre purísima, y San José, que representa al Padre celestial.



31 de diciembre

Jn 1,1-18

Aquel que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en el acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (...). A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros...” (Jn 1, 1. 4. 12. 14).

Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos.

Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11).

¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.



Misa de fin de Año

Núm. 6, 22-27

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra  de  modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre,  la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del “pueblo nuevo” por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).

Mientras celebramos las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, la liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año. Por eso, esta noche, al contemplar el misterio de la maternidad divina de la Virgen, elevamos el cántico de nuestra gratitud porque está a punto de concluir el año 2010, a la vez que se perfila en el horizonte de la historia el 2011. Demos gracias a Dios desde lo más hondo de nuestro corazón por todos los beneficios que nos ha concedido durante los doce meses pasados.

Ante el Niño, junto con María y san José en esta liturgia de fin de año, además de la alabanza y la acción de gracias, realizamos un sincero examen de conciencia personal y familiar. Pidamos perdón al Señor por las faltas que hemos cometido, conscientes de que Dios, rico en misericordia, es infinitamente más grande que nuestros pecados.

En ti, Señor, reside nuestra esperanza. Tú, en la Navidad, has traído la alegría al mundo, irradiando tu luz sobre el camino de los hombres y de los pueblos. Las ansias y las angustias no pueden apagarla; el esplendor de tu presencia nos consuela constantemente.

La Liturgia no puede escoger otras palabras tan propias al fin y al principio del año:“El Señor te bendiga y te proteja (...) se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año, que vamos a iniciar.

La liturgia renueva la bendición del Creador que marca ya desde el comienzo la historia del hombre, repitiendo las palabras de Moisés: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Núm. 6, 24-26).

Se trata de una bendición para el año que está empezando y para nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de tiempo, don precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de Dios Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!

Con estas palabras, les expreso, a cada uno mi felicitación con motivo del Año nuevo, deseándoos cordialmente que abunde en todo tipo de bienes y consolaciones. Sí, el Señor colme nuestros  días de frutos y haga que todo el mundo viva en la justicia y en la paz.

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