viernes, 23 de diciembre de 2011

Homilías durante la octava de Navidad

1º. De enero
Solemnidad de la Madre de Dios

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron el nombre de Jesús.

La fiesta de Santa María Madre de Dios, la imposición del Nombre de Jesús a los ocho días de nacido, y la Jornada Mundial de Oraciones por la Paz, son los temas centrales del primer día del año en la Iglesia Católica.

La Palabra de Dios hoy contempla de modo especial a María, como Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada). “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El apóstol san Pablo alude a la maternidad divina de María cuando habla de la “mujer” por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.

El dogma fundamental de todo el cristianismo es que Jesús es Dios, el Verbo de Dios encarnado. Luego María, su Madre, es la Madre de Dios, la Madre del Verbo encarnado. Se trata, pues, de algo expresa y claramente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y definido expresamente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso como verdad de fe. Sobre la maternidad de divina de María, San Cirilo de Alejandría (370-444) enseña: “Me sorprende que haya personas que se hagan esta pregunta: ¿hay que llamar a María Madre de Dios? Ya que si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿cómo la Virgen que lo trajo al mundo no sería la Madre de Dios? Es la creencia que nos han transmitido los santos Apóstoles, aun cuando ellos no hayan usado este término. Es la enseñanza que hemos recibido de los santos Padres.

La Virgen es verdaderamente Madre de Dios pues ella concibió de forma sobrenatural a Cristo, el Salvador, que participa también de su carne y sangre y que, en el plano humano, procede de la misma sustancia que su Madre y que nosotros mismos.

Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. Por consiguiente, si María es Madre de Cristo y Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la que es Madre de la Cabeza es Madre de los miembros del Cuerpo de su Hijo. Por esto, María es Madre espiritual de toda la humanidad. San Agustín (354-430) enseña que María es madre de los miembros de Cristo, “…que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo…” Por tanto, la Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad.

Así pues, contemplando a María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia, como nuestra Madre, comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un ‘talento’ precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios, siguiendo el camino que camino nuestra Madre.

Así, pues, al inicio de este nuevo año queramos ser dóciles hijos y discípulos de la Madre de Dios y Madre nuestra. Hoy decidamos seguir el camino que Ella siguió, queramos aprender de ella, la Madre santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su amor misericordioso. Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. “El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26), ahora y siempre.



2 de enero
Jn 1,19-28
“Yo os bautizo con agua, pero (...) Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Juan Bautista predicaba un bautismo de penitencia, para preparar los corazones a acoger dignamente la venida del Salvador.

A quienes le preguntaban si él era el Mesías, les respondió testimoniando que su misión consistía en ser precursor, en preparar el camino a Cristo, quien los iba a bautizar con Espíritu Santo y fuego ¿En qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista?

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con fuerza el Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a anunciar en muchas lenguas la buena nueva de la resurrección de Cristo (cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el “bautismo en el Espíritu Santo”, que había sido anunciado por Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, decía a las multitudes, pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. (...) Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).

Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja “sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22). Toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu de Dios a los hombres y a bautizarlos en su ‘baño’ de regeneración. Esto se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte y resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino.

En conclusión, el bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios al corazón del que acepta a Jesús como su salvador y Señor.


3 de enero
El santísimo Nombre de Jesús (Jn 1, 29-34)

Este es el Cordero de Dios. El nombre “Jesús” significa “Dios salva” (Jeho-shua). Significa ‘Salvador’. En este nombre el mundo es salvado. En este nombre es salvado el hombre. Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión.

Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo. Por tanto, Jesús, ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Es la potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable. El Cordero de Dios, es el autor de nuestra santidad: los hombres reconciliados “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14).

Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado. Todos los "milagros, prodigios y señales de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de Él como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo.

El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, “El Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Todo esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor.


4 de enero
Jn, 1, 35-42

Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). En el evangelio que hemos escuchado la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir Cristo- y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42).

Ante estos hechos, que nos narra san Juan, bien podemos preguntarnos si hemos encontrado al Mesías en esta Navidad, y si lo hemos encontrado, también podeos preguntarnos si lo hemos compartido con otros de modo que les hayamos contagiado del gozo ha habernos encontrado con el Niño que se nos ha dado.

El testimonio de los primeros discípulos de Jesús, es para nosotros discípulos del siglo XXI, que hemos de volver gozosos de la gruta de Belén para contar por doquier el prodigio del que hemos sido testigos. ¡Hemos encontrado la luz y la vida! En Él se nos ha dado el amor. “Hemos encontrado al Mesías”. Esta ha de ser nuestra meta en este nuevo año, de cada al Niño de Belém: ‘buscar’ y ‘encontrar’, para que sea un tiempo para renovar nuestro camino espiritual con Jesús, con la alegría de buscarlo y encontrarlo incesantemente. Y entonces nuestros buenos deseos de Navidad y año Nuevo serán toda una realidad en nuestra vida.

En efecto, la alegría más auténtica está en la relación con Jesús, encontrado, seguido, conocido y amado, gracias a una continua búsqueda de la mente y del corazón. Ser discípulo de Cristo: esto basta al cristiano. La amistad con el Maestro proporciona al alma paz profunda y serenidad incluso en los momentos oscuros y en las pruebas más arduas.

Cuando la fe afronta noches oscuras, en las que no se ‘siente’ y no se ‘ve’ la presencia de Dios, la amistad de Jesús garantiza que, en realidad, nada puede separarnos de su amor (cf. Rm 8, 39).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a seguir a Jesús, gustando cada día la alegría de penetrar cada vez más en su misterio.


5 de enero Jn 1, 43-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.

El evangelio nos habla hoy del encuentro de Natanael con Jesús. A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45).

La historia de Natanael nos sugiere que en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: “Ven y lo verás” (Jn 1, 46).

Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.

Que nuestros encuentros con Jesús sean cada vez más parecidos al de Natanael con Jesús: Él se siente tocado en el corazón por las palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49).



6 de enero
Mc 1, 7-11
Tú eres mi Hijo amado, yo tengo en ti mis complacencias.

En el Jordán, en el bautismo de Jesús se produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó “La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt 3, 16-17) .

Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose bautizar!

El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios; somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás.

El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres mi hijo amado en quien tengo mis complacencias… La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor…

7 de enero
Jn 2, 1-11
El primer signo de Jesús, en Caná de Galilea.

En el Evangelio de hoy leemos que el Señor Jesús fue invitado a participar en las bodas que tenían lugar en Caná de Galilea. Esto sucede al comienzo mismo de su actividad magisterial, y el episodio se grabó en la memoria de los presentes, porque precisamente allí Jesús reveló por vez primera la extraordinaria potencia que, desde entonces, debía acompañar siempre su enseñanza. Leemos: “Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en El sus discípulos” (Jn 2, 11).

¡Qué bella y delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren considerarse verdaderamente hijos suyos.

La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús.

Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos anuncia lo que será la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Madre es nuestra Madre en el orden de la gracia, maternidad que ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor, se ha convertido de “forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor” y que “cooperó... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”.

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